Capítulo
2: El descendiente de El Cunavichero
"A pesar de los motivos que tenía para
aborrecer Altamira, Doña Asunción no
había querido vender el hato. Poseía esa alma recia e inmodificable del
llanero, para quien nada hay como su tierra natal, y aunque nunca pensó en
regresar al Arauca, tampoco se había decidido a romper el vínculo que le unía
al terruño. Por lo demás, administrado por un mayordomo honrado y fiel, el hato
le producía una renta suficiente.
-Que lo venda Santos cuando yo muera -solía
decir.
Pero, a la hora de morir, le recomendó:
-Mientras puedas, no vendas Altamira.
Y
Santos la conservó, por respetar la postrera voluntad materna y porque su renta
le permitía cubrir, holgadamente, las discretas exigencias de su vida
morigerada. Por lo demás, bien habría podido prescindir de la finca. La tierra
natal ya no lo atraía, ni aquel pedazo de ella, ni toda entera, porque al
perder los sentimientos regionales había perdido también todo sentimiento de
patria. La vida de la ciudad y los hábitos intelectuales habían barrido de su
espíritu las tendencias hacia la vida libre y bárbara del hato; pero, al mismo
tiempo, habían originado una aspiración que aquella misma ciudad no podía
satisfacer plenamente. Caracas no era sino un pueblo grande -un poco más grande
que aquél destruido por los Luzardos al destruirse entre sí-, con mil puertas
espirituales abiertas al asalto de los hombres de presa, algo muy distante
todavía de la ciudad ideal, complicada y perfecta como un cerebro, adonde toda
excitación va a convertirse en idea y de donde toda reacción que parte lleva el
sello de la eficacia consciente, y como este ideal sólo parecía realizado en la
vieja y civilizadora Europa, acarició el propósito de expatriarse
definitivamente, en cuanto concluyera sus estudios universitarios.
Para esto contaba con el producto de Altamira,
o, vendida ésta, con la renta que le produjera el dinero empleado en fincas
urbanas, ya que de su profesión de abogado no podía esperar nada por allá.
Pero, entretanto, ya en Altamira no
estaba el honrado mayordomo de los tiempos de su madre, y mientras Santos se
contentaba, apenas, con echarles una ojeada a las cuentas, muy claras siempre
sobre el papel, que de tiempo en tiempo le rendían los administradores, éstos
hacían pingües negocios con la hacienda altamireña. Además, dejaban que los
cuatreros se metiesen a saco en ella y toleraban que los vecinos herrasen allí,
como suyos, hasta los becerros que aún andaban pegados a las tetas de las vacas
luzarderas.
Luego comenzaron los litigios con la famosa
doña Bárbara, a cuyos dominios fueron
pasando leguas y leguas de sabanas altamireñas, a fuerza de arbitrarios
deslindes ordenados por los tribunales del Estado.
Concluidos sus estudios, Santos se trasladó a
San Fernando a hojear expedientes por si todavía fuese posible intentar
acciones reivindicatorias; pero allá, hecho un minucioso análisis de las causas
sentenciadas en favor de la mujerona, se comprobó que todo, soborno, cohecho,
violencia abierta, había sido asombrosamente fácil para la cacica del Arauca;
también descubrió que cuanto se había llevado a cabo contra su propiedad pudo
suceder porque sus derechos sobre Altamira
adolecían de los vicios que siempre tienen las adquisiciones del hombre de
presa, y no otra cosa fue su remoto abuelo don Evaristo, El Cunavichero.
Decidió entonces vender la finca. Pero nadie
quería tener de vecina a doña Bárbara, y como, por otra parte, las revoluciones
habían arruinado el Llano, perdió mucho tiempo buscando comprador. Al fin, se
le presentó uno; pero le dijo:
-Ese negocio no lo podemos cerrar aquí,
doctor. Es menester que usted vea, con sus propios ojos, cómo está Altamira. Aquello está en el suelo: unas
paraparas es lo que queda en las sabanas. Y reses flacas toditas. Si quiere,
váyase allá y espéreme. Ahora sigo para Caracas a vender un ganado; pero dentro
de un mes pasaré por Altamira y
entonces conversaremos sobre el terreno.
-Allá lo esperaré -díjole Santos, y al día
siguiente partió para Altamira.
Por el trayecto, ante el espectáculo de la
llanura desierta, pensó muchas cosas: meterse en el hato a luchar contra los
enemigos, a defender sus propios derechos y también los ajenos, atropellados
por los caciques de la llanura, puesto que doña Bárbara no era sino uno de
tantos; a luchar contra la Naturaleza: contra la insalubridad que estaba
aniquilando la raza llanera, contra la inundación y la sequía que se disputan
la tierra todo el año, contra el desierto que no deja penetrar la civilización.
Pero no eran propósitos todavía, sino
reflexiones puras, entretenimientos del razonador, y a una, optimista, sucedía
inmediatamente otra, contradictoria.
Para llevar a cabo todo eso se requiere algo
más que la voluntad de un hombre. ¿De qué serviría acabar con el cacicazgo de
doña Bárbara en el Arauca? Reaparecería más allá bajo otro nombre. Lo que urge
es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Mas para
poblar: sanear primero, y para sanear: poblar antes. ¡Un círculo vicioso!"
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