sábado, 3 de octubre de 2015

"Doña Bárbara".- Rómulo Gallegos (1884-1969)

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Capítulo 2: El descendiente de El Cunavichero

 "A pesar de los motivos que tenía para aborrecer Altamira, Doña Asunción no había querido vender el hato. Poseía esa alma recia e inmodificable del llanero, para quien nada hay como su tierra natal, y aunque nunca pensó en regresar al Arauca, tampoco se había decidido a romper el vínculo que le unía al terruño. Por lo demás, administrado por un mayordomo honrado y fiel, el hato le producía una renta suficiente.

 -Que lo venda Santos cuando yo muera -solía decir.

 Pero, a la hora de morir, le recomendó:

 -Mientras puedas, no vendas Altamira.

 Y Santos la conservó, por respetar la postrera voluntad materna y porque su renta le permitía cubrir, holgadamente, las discretas exigencias de su vida morigerada. Por lo demás, bien habría podido prescindir de la finca. La tierra natal ya no lo atraía, ni aquel pedazo de ella, ni toda entera, porque al perder los sentimientos regionales había perdido también todo sentimiento de patria. La vida de la ciudad y los hábitos intelectuales habían barrido de su espíritu las tendencias hacia la vida libre y bárbara del hato; pero, al mismo tiempo, habían originado una aspiración que aquella misma ciudad no podía satisfacer plenamente. Caracas no era sino un pueblo grande -un poco más grande que aquél destruido por los Luzardos al destruirse entre sí-, con mil puertas espirituales abiertas al asalto de los hombres de presa, algo muy distante todavía de la ciudad ideal, complicada y perfecta como un cerebro, adonde toda excitación va a convertirse en idea y de donde toda reacción que parte lleva el sello de la eficacia consciente, y como este ideal sólo parecía realizado en la vieja y civilizadora Europa, acarició el propósito de expatriarse definitivamente, en cuanto concluyera sus estudios universitarios.

 Para esto contaba con el producto de Altamira, o, vendida ésta, con la renta que le produjera el dinero empleado en fincas urbanas, ya que de su profesión de abogado no podía esperar nada por allá. Pero, entretanto, ya en Altamira no estaba el honrado mayordomo de los tiempos de su madre, y mientras Santos se contentaba, apenas, con echarles una ojeada a las cuentas, muy claras siempre sobre el papel, que de tiempo en tiempo le rendían los administradores, éstos hacían pingües negocios con la hacienda altamireña. Además, dejaban que los cuatreros se metiesen a saco en ella y toleraban que los vecinos herrasen allí, como suyos, hasta los becerros que aún andaban pegados a las tetas de las vacas luzarderas.

 Luego comenzaron los litigios con la famosa doña Bárbara, a cuyos dominios  fueron pasando leguas y leguas de sabanas altamireñas, a fuerza de arbitrarios deslindes ordenados por los tribunales del Estado.

 Concluidos sus estudios, Santos se trasladó a San Fernando a hojear expedientes por si todavía fuese posible intentar acciones reivindicatorias; pero allá, hecho un minucioso análisis de las causas sentenciadas en favor de la mujerona, se comprobó que todo, soborno, cohecho, violencia abierta, había sido asombrosamente fácil para la cacica del Arauca; también descubrió que cuanto se había llevado a cabo contra su propiedad pudo suceder porque sus derechos sobre Altamira adolecían de los vicios que siempre tienen las adquisiciones del hombre de presa, y no otra cosa fue su remoto abuelo don Evaristo, El Cunavichero.

 Decidió entonces vender la finca. Pero nadie quería tener de vecina a doña Bárbara, y como, por otra parte, las revoluciones habían arruinado el Llano, perdió mucho tiempo buscando comprador. Al fin, se le presentó uno; pero le dijo:

 -Ese negocio no lo podemos cerrar aquí, doctor. Es menester que usted vea, con sus propios ojos, cómo está Altamira. Aquello está en el suelo: unas paraparas es lo que queda en las sabanas. Y reses flacas toditas. Si quiere, váyase allá y espéreme. Ahora sigo para Caracas a vender un ganado; pero dentro de un mes pasaré por Altamira y entonces conversaremos sobre el terreno.

 -Allá lo esperaré -díjole Santos, y al día siguiente partió para Altamira.

 Por el trayecto, ante el espectáculo de la llanura desierta, pensó muchas cosas: meterse en el hato a luchar contra los enemigos, a defender sus propios derechos y también los ajenos, atropellados por los caciques de la llanura, puesto que doña Bárbara no era sino uno de tantos; a luchar contra la Naturaleza: contra la insalubridad que estaba aniquilando la raza llanera, contra la inundación y la sequía que se disputan la tierra todo el año, contra el desierto que no deja penetrar la civilización.

 Pero no eran propósitos todavía, sino reflexiones puras, entretenimientos del razonador, y a una, optimista, sucedía inmediatamente otra, contradictoria.

 Para llevar a cabo todo eso se requiere algo más que la voluntad de un hombre. ¿De qué serviría acabar con el cacicazgo de doña Bárbara en el Arauca? Reaparecería más allá bajo otro nombre. Lo que urge es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Mas para poblar: sanear primero, y para sanear: poblar antes. ¡Un círculo vicioso!"


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