Una carta
"Mi caso es, en resumen, el siguiente: he
perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre
ninguna cosa.
Al
principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y
emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente
todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar
siquiera las palabras ´"espíritu", "alma" o
"cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio
sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que
usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi
franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras
abstractas, de las que, conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua
para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como setas
mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho
culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla
hacia la necesidad de ser siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que
afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron
de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me
sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en
la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me
repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado
solitario.
Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo
esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta
en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron tan dudosos todos los
juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que
dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras
penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha
terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona, el
predicador T. un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos
son unos derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son
hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo eso me parecía
sumamente indemostrable, falso e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver
con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales
conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de
aumento un trozo de la piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con
surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba
aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me
desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya
abarcar con un solo concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí;
cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la
vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a
través de los cuales se llega al vacío.
Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado
refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me
aterraban los peligros de su vuelo metafórico. Sobre todo pensé en guiarme por
los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos
limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Comprendía esos
conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego de relaciones como
espléndidos surtidores que juegan con bolas doradas. Podía moverme a su
alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo se ocupaban de ellos mismos, y
lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro.
Entre ellos me invadió una sensación de terrible soledad; me sentía como
alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; hui de
nuevo al exterior.
Desde
entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que
usted, me temo, apenas podrá comprenderla; una existencia que, desde luego,
apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los
nobles terratenientes de este reino y que no está del todo exenta de momentos
dichosos y estimulantes".
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