Tengo un sueño*
«Estoy orgulloso de reunirme con ustedes hoy día en esta
que será, en la historia, la más grande demostración para la libertad en la
historia de nuestro País. Hace ya un siglo, un americano excepcional, bajo cuya simbólica sombra nos encontramos hoy, firmó la Declaración de Emancipación. Aquel decreto tan decisivo trajo una nueva luz de esperanza a millones de esclavos negros que se consumían en las abrasadoras llamas de la mayor de las injusticias. Aquel decreto fue el amanecer de un nuevo día de felicidad que ponía fin a la larga noche de cautiverio.
Hoy, sin embargo, cien años después, debemos afrontar la trágica realidad: los negros todavía no son libres. Cien años después, la libertad de los negros continúa padeciendo serias parálisis a causa de las esposas de la segregación y las cadenas de la discriminación. Cien años después, el negro vive en una isla solitaria regentada por la pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad materialista. Cien años después, el negro todavía languidece en las esquinas de la sociedad norteamericana y se procura un exilio en su propia tierra. Estamos hoy aquí, pues, para poner de manifiesto esta deplorable situación.
Por así decirlo, hemos venido hoy a la capital de nuestra nación a hacer efectivo un cheque. Cuando los artífices de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y de la Declaración de Independencia, firmaron en realidad un pagaré que iban a heredar de pleno derecho todos y cada uno de los norteamericanos. Dicho pagaré materializaba la promesa de que todo hombre tendría garantizados el derecho inalienable a la vida, a la libertad y a la búsqueda de su felicidad.
No cabe duda de que hoy Norteamérica ha defraudado el compromiso que adquirió con dicho pagaré a sus ciudadanos de color. En vez de honrar aquella sagrada obligación, Norteamérica ofreció a sus gentes negras un cheque que no era conforme y que les ha sido devuelto por "falta de fondos". Con todo, nos negamos a creer que el banco de la justicia esté en bancarrota. Nos negamos a creer que no hay fondos suficientes en las enormes arcas de oportunidades de esta nación. Y, por eso, hemos venido a hacer efectivo nuestro cheque, un cheque que nos ofrecerá la riqueza de la libertad y la seguridad de la justica. También estamos en este sitio santificado para recordar a Norteamérica la intensa urgencia que nos impone el presente. No tenemos tiempo para permitirnos el lujo de "iniciar unas negociaciones" ni es el momento de tomarse la píldora tranquilizante del gradualismo. Al contrario, ha llegado el momento de emprender el vuelo desde lo más profundo del oscuro valle de la segregación hacia la vía llena de luz de la justicia racial. Ha llegado el momento de abrir las puertas de las oportunidades a todos los hijos de Dios. Es el momento de sacar a nuestra nación de las arenas movedizas de la injusticia racial y asentarla sobre la sólida roca de la solidaridad.
Pasar por alto la urgencia que se impone hoy sería catastrófico para nuestra nación, del mismo modo que lo sería subestimar el convencimiento del pueblo negro. Este acalorado verano del legítimo descontento de los negros no terminará hasta que llegue un otoño revitalizante colmado de libertad e igualdad. 1963 no es un final, sino un principio. Los que esperan que los negros se desahoguen y así estén satisfechos, tendrán un brusco despertar si la nación volviera mañana a sus negocios como siempre. No habrá calma ni tranquilidad en Norteamérica hasta que se garanticen al pueblo negro sus derechos de ciudadanía. Los remolinos de la rebelión continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta el luminoso día en que emerja la justicia.
Sin embargo, hay algo que debo decir a la gente de mi pueblo que hoy espera en el templado umbral del palacio de justicia. En el proceso de obtención de nuestra legítima posición no hemos de ser culpables de actos reprochables. No nos permitamos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y del odio.
Siempre debemos llevar nuestra lucha por las elevadas esferas de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra reivindicación espiritual degenere en violencia física. Una y otra vez hemos de elevarnos hacia las esferas en que se une la fuerza física con la fuerza espiritual. La excepcional nueva militancia que ha revolucionado a la comunidad negra no ha de llevarnos a desconfiar de todo el pueblo blanco, puesto que muchos de nuestros hermanos blancos, tal como lo evidencia su presencia hoy aquí, se han dado cuenta de que su destino está atado al nuestro y de que su libertad se encuentra inextricablemente enlazada a la nuestra. No podemos caminar solos.
Y a medida que vamos caminando, hemos de prometernos que continuaremos adelante. No podemos volver la vista atrás. Los hay que preguntan a los partidarios de los derechos civiles: "Pero, ¿cuándo vais a estar satisfechos?". Nunca podremos sentirnos satisfechos mientras nuestros cuerpos, que cargan con la pesada fatiga del viaje, no encuentren reposo en los hoteles de caminos o ciudades. Nunca podremos sentirnos satisfechos mientras la movilidad básica del negro se reduzca a salir de un gueto pequeño para meterse en uno mayor. Nunca podremos sentirnos satisfechos mientras el negro de Mississippi no pueda votar y el negro de Nueva York crea que no tiene nada por lo que le merezca la pena votar. No, no estamos satisfechos, y no lo estaremos hasta el momento en que la justicia fluya como el agua y la libertad como un caudaloso río.
Soy consciente de que algunos de vosotros habéis pasado por terribles desgracias y sufrimientos antes de llegar aquí. Algunos salís directamente de estrechas celdas oscuras. Otros venís de zonas donde vuestra búsqueda de libertad os ha sumido en la más violenta de las tormentas de persecución y donde los vientos de la brutalidad policial os han abofeteado y destrozado. Sois los veteranos del sufrimiento espiritual original. Continuad trabajando con la certeza de que el sufrimiento que no os merecíais será vuestra redención.
Volved a Mississippi, volved a Alabama, volved a Georgia, volved a Luisiana, volved a los guetos y suburbios de nuestras ciudades norteñas con la certeza de que, de algún modo, esta situación puede cambiar y cambiará. No nos sumamos en el valle de la desesperación.
Os estoy diciendo, amigos, que a pesar de las dificultades y frustraciones que minan nuestro presente, todavía me queda un sueño. Y se trata de un sueño que está profundamente enraizado en el mismo sueño americano.
Tengo el sueño de que un día esta nación se levantará y hará revivir el verdadero significado de su credo: "Consideramos que estas verdades son irrefutables: que todos los hombres fueron creados iguales".
Tengo el sueño de que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de antiguos esclavos y los hijos de antiguos propietarios de esclavos podrán sentarse juntos alrededor de una mesa de hermandad.
Tengo el sueño de que un día, incluso el estado de Mississippi, un estado desértico, que se abrasa bajo el calor de la injusticia y la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y justicia.
Tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su espíritu.
Yo tengo un sueño.
Tengo el sueño de que un día, el estado de Alabama, cuyo gobernador escupe hoy palabras de interposición e invalidación, se convertirá en un lugar en que los niños negros y las niñas negras podrán coger las manos de los niños blancos y las niñas blancas y caminar juntos como hermanas y hermanos.
Yo tengo un sueño.
Tengo el sueño de que un día todos los valles se elevarán y todas las colinas se allanarán, los lugares rocosos y arduos se suavizarán y los caminos tortuosos se harán rectos y se reconocerá la gloria del Señor y todas las almas así lo sentirán.
Ésta es nuestra esperanza. Ésta es la fe con que vuelvo al Sur. Con esta fe seremos capaces de tallar, de la gran cantera de desesperación, una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las estridentes discordias de nuestra nación en una armoniosa sinfonía de hermandad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, rezar juntos, luchar juntos, ir juntos a prisión, alzarnos juntos a favor de la libertad, con la firme certeza de que un día seremos libres.
Éste será el día en que todos los hijos de Dios cantarán con un nuevo significado Mi país, hecho por vos, dulce tierra de libertad, sobre vos mismo canto. Tierra donde murieron mis padres, tierra orgullo del peregrino, de detrás de cada montaña, dejemos que nos llame la libertad.
Y si Norteamérica está destinada a ser una gran nación esto debe hacerse realidad. Dejemos que la libertad nos llame desde las excepcionales cimas de New Hampshire. Dejemos que la libertad nos llame desde las impresionantes montañas de Nueva York. Dejemos que la libertad nos llame desde las elevadas Alleghenies de Pennsylvania. Dejemos que la libertad nos llame desde las nevadas Rocosas de Colorado. Dejemos que la libertad nos llame desde las onduladas cimas californianas. Y no nos contentemos con eso: dejemos que la libertad nos llame desde la Montaña de Piedra de Georgia. Dejemos que la libertad nos llame desde la Montaña Lookout de Tennessee. Dejemos que la libertad nos llame desde todas y cada una de las colinas y las cimas de Mississippi. Desde todas y cada una de las laderas, dejemos que la libertad nos llame.
Cuando dejemos que la libertad nos llame, cuando dejemos que nos llame desde todos los pueblos y aldeas, desde todos los estados y todas las ciudades, entonces podremos impulsar y hacer emerger el día en que los hijos de Dios, hombres negros y hombres blancos, judíos y gentiles, católicos y protestantes, podrán unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: ¡Por fin libres! ¡Por fin libres! ¡Gracias al Dios Todopoderoso, por fin somos libres!»
*Discurso pronunciado en la escalinata del Lincoln Memorial, en Wahington D.C., el 28 de agosto de 1963.
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