lunes, 13 de noviembre de 2017

"Amistad".- David Pesci (¿...?)


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 Singbé

«Ahora, Singbé estaba en la cubierta del Teçora con Grabeau y otros cautivos. Se comió la ración de arroz y se bebió a sorbos el tazón de agua. En cuanto vieran que habían acabado de comer, el hombre rubio daría una orden y los marineros armados llevarían a los nativos a la bodega y harían subir a otro grupo. El arroz no estaba cocido y, a menudo, encontraban gusanos y gorgojos entre los granos. Pero tenían que comérselo. Si sorprendían a alguien que lo tiraba o lo escupía, lo azotaban.
 Sin dejar de comer, Singbé se apartó un poco de la sombra del mástil porque quería sentir el calor del sol en todo el cuerpo.
 -Aquél.
 Dos hombres sujetaron los brazos de Singbé por la espalda y se los levantaron por detrás de la cabeza al tiempo que otros dos le cogían por los pies y lo levantaban. Singbé se retorció, sacudió brazos y piernas, pero le resultó imposible librarse de ellos. Los hombres le llevaron hasta el cepo en el castillo de popa. Singbé sabía lo que le esperaba. Había visto pasar por él a otros cautivos. Forcejeó una vez más mientras maldecía e insultaba a los marineros. Uno cogió el mosquete y le apoyó la boca del cañón en la mejilla. Singbé miró al marinero, que le devolvió la mirada. Se quedó inmóvil. Le metieron las piernas en los huecos del cepo y sujetaron la traviesa sobre las pantorrillas, un poco más arriba de los grilletes de los tobillos. Singbé, tendido de espaldas sobre la cubierta, miró al sol. Dos hombres se arrodillaron sobre sus antebrazos para impedirle cualquier movimiento. Los pies le sobresalían del cepo. Shaw se acercó tapándole la visión del sol.
 -Eres mío, cabrón.
 Se irguió cuán alto era y habló a voz en cuello, para que todos los cautivos pudieran oírle.
 -¡Soy el amo de todos vosotros! ¡Obedeceréis mis reglas y las reglas de esta nave! ¡Si no, sufriréis las con-se-cuen-cias!
 -Se volvió hacia Singbé y le dijo:
 -Ni tú ni tus amigos comprendéis nuestro lenguaje y yo no comprendo el vuestro. Pero entenderás esto.
 Dio un paso atrás y una vez más Singbé sólo vio el sol. Intentó mover los brazos pero los hombres le sujetaban con fuerza. Se oyó un siseo y un sonoro estampido. Singbé se mordió el interior de los carrillos, dispuesto a no gritar. Shaw le azotó los pies una vez más. Singbé apretó los dientes. Otros dos bastonazos. Shaw hizo una pausa. Vio el pequeño reguero de sangre que escapaba por la comisura de los labios de su víctima y se echó a reír.
 -¡Ah, está bien, eres un tipo duro! Eso me gusta, muchacho. Me encanta la gente con espíritu.
 Descargó un bastonazo.
 -Orgullo.
 Otro más.
 -Decisión.
 Shaw sujetó el bastón con las dos manos y lo levantó por encima de la cabeza.
 -Son cualidades de un reconocido valor.
 Descargó el bastonazo con todas sus fuerzas. Singbé no pudo contenerse. Un tremendo alarido escapó de sus labios.
 -Pero no podemos permitir que ataquéis al personal.
 Otros tres bastonazos. Singbé gritó más fuerte con cada golpe. Sentía como si le quemaran las plantas de los pies con un hierro al rojo vivo.
 Shaw rodeó el cepo, sujetó a Singbé por el pelo y sostuvo el bastón ensangrentado delante de sus ojos.
 -Tu sangre, africano. Estás en mis manos.
 Levantó el bastón bien alto para que lo vieran todos los cautivos.
 -¡Vuestra sangre está en mis manos! ¡La de todos!
 Miró a Singbé.
 -Creo que entiendes lo que digo, cabrón. Creo que tú y yo hemos llegado a un acuerdo. ¿No te parece?
 Shaw limpió el bastón con un trapo e hizo un gesto a los marineros. Sacaron las piernas de Singbé del cepo, le hicieron darse la vuelta y le metieron los pies en un cubo de agua de mar. Él soltó otro alarido.
 -Duele, ¿verdad? Pero es un dolor que cura, te lo aseguro. Cuando te lleve al mercado no quedará ni rastro de tu pequeño castigo. Creo que ahora te lo pensarás dos veces antes de atacar a uno solo de estos muchachos.
 Paolo había presenciado todo el episodio desde la borda. Shaw advirtió su mirada y asintió. El marinero se marchó mascullando por lo bajo.
 Un marinero vendó los pies de Singbé con trapos empapados en agua salada y le bajaron por la escala hasta la bodega. El resto de los cautivos les siguió. Los encadenaron medio sentados tal como quería Shaw para el transporte de los africanos. Ocupaban menos sitio y, por lo tanto, se podían meter más cautivos en el mismo espacio.
 Por la tarde, cuando los volvieron a subir a cubierta para que hicieran ejercicio, a Singbé lo dejaron donde estaba. Notaba una sensación ardiente en los pies desollados y el más mínimo movimiento dentro de los trapos le producía un dolor insoportable. Intentó pensar en Stefa y se imaginó caminando con los pies metidos en el agua helada de los arroyos de montaña. Aquella noche, le llegó de boca en boca la pregunta de Grabeau, que quería saber cómo estaba.
 -Sesenta contra veinticuatro -respondió.»
 

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