martes, 21 de noviembre de 2017

"Los idus de marzo".- Thornton Wilder (1897-1975)

 
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Libro primero
I-B.- Del diario epistolar de César a Lucio Mamilio Turrino, en la isla de Capri.

«968.- (Sobre los ritos religiosos.) 
Incluyo en el envío de esta semana una media docena de los innumerables partes que, en mi calidad de Supremo Pontífice, recibo de los augures, adivinos, aerománticos y agoreros.
 Incluyo asimismo las directivas que he impuesto para la Conmemoración Mensual de la Fundación de la Ciudad.
 -¡Qué hemos de hacerle!
 He recibido en herencia esta carga de superstición e insensatez. Gobierno a innumerables hombres, pero debo reconocer que soy gobernado por pájaros y truenos. Todo esto suele entorpecer las actividades de gobierno, ya que cierra al mismo tiempo, durante días y semanas, las puertas del Senado y de las Cortes. Por lo demás, ocupa a varios miles de personas y todos cuantos tienen algo que ver en el asunto, incluso el Supremo Pontífice, lo manejan en su propio interés.
 Una tarde, en el valle del Rin, los augures de nuestros cuarteles generales me prohibieron trabar batalla con el enemigo. Al parecer, nuestros pollos sagrados estaban comiendo con demasiados remilgos. Las Señoras Gallinas cruzaban las patas al caminar, inspeccionaban a menudo el cielo y miraban hacia atrás por encima del hombro, todo ello por un motivo excelente. También a mí, al entrar en el valle, me había desanimado observar que era sitio frecuentado por las águilas. Nosotros, los generales, nos vemos reducidos a escrutar el cielo con los ojos de un pollo. Accedí por un día, aunque en la posibilidad de sorprender al enemigo radicaba una de mis escasas ventajas, no sin temor de que a la mañana siguiente se me presentase el mismo obstáculo. Pero no fue así, por fortuna, ya que aquella noche Asinio Polión y yo hicimos una excursión a los bosques. Allí recogimos una docena de gusanos que partimos con nuestros cuchillos en trocitos menudos y los esparcimos por el comedero sagrado. A la mañana siguiente el ejército entero aguardaba en suspenso la voluntad de los dioses. Las aves proféticas fueron llevadas a comer. Empezaron por mirar el cielo, emitiendo ese chirrido de alarma que basta para inmovilizar a diez mil hombres, y luego volvieron la vista a su comida. ¡Por Hércules! Los ojos parecían saltárseles entonces; lanzaron gritos de arrobada glotonería; se precipitaron sobre el alimento... Y se me permitió ganar la batalla de Colonia.
 Sin embargo -y esto es lo que importa más-, tales prácticas vulneran y socavan, en el espíritu de los hombres, el verdadero sentido de la vida. Procuran a nuestros romanos, de los barrenderos a los cónsules, una vaga sensación de confianza donde no la puede haber y los llenan al mismo tiempo de un terror penetrante que ni impulsa a la acción ni aguza el ingenio, sino que, por el contrario, paraliza. Quitan de sobre los hombros de los ciudadanos la responsabilidad irremisible de crear hora por hora su propia Roma. Nos llegan sancionadas por la tradición de nuestros antepasados y exhalando la seguridad de nuestra infancia: halagan la pasividad y consuelan la ineficiencia.
 Puedo hacer frente a los otros enemigos del orden: a la rebeldía descabellada y a la violencia de un Clodio, al gruñón descontento de un Cicerón o de un Bruto, nacido de la envidia y alimentado en las teorizaciones quiméricas de los antiguos textos griegos, al crimen y a la rapacidad de mis procónsules y delegados. Pero, ¿qué puedo hacer contra una apatía que se complace en embozarse bajo el manto de la piedad, que me promete la salvación de Roma con sólo escrutar atentamente la voluntad divina, o que se resigna a la destrucción de Roma porque los dioses le son adversos?
 No soy dado a la cavilación, pero a menudo me sorprendo cavilando sobre este problema.
 -¿Qué hacer?
 A veces, a medianoche , intento concebir lo que ocurriría si acabase con todo esto. Si, como Dictador y Supremo Pontífice, aboliera toda observancia de los días fastos y nefastos, todo estudio de las entrañas y vuelos de las aves, del trueno y del relámpago, si clausurase todos los templos, excepto los de Júpiter Capitolino.
 ¿Y por qué no los del mismo Júpiter?
 Más adelante volveré a escribirte acerca de este asunto. Prepara tus acontecimientos para orientarme.
 A la noche siguiente.
 (La carta continúa en griego.)
 De nuevo es medianoche, querido amigo. Estoy sentado frente a mi ventana, y desearía que mirase a la ciudad durmiente y no a los jardines de Trastevere de los ricos. Algunos insectos bailan alrededor de mi lámpara. El río refleja apenas un difuso resplandor estelar. En la otra margen, algunos ciudadanos ebrios discuten en una taberna, y de vez en cuando me llega en el aire el rumor de mi nombre. He dejado durmiendo a mi mujer y he tratado de sosegar mis pensamientos con la lectura de Lucrecio.
 Cada día que pasa siento más el peso de la posición que ocupo, adquiero más y más conciencia de lo que me permite hacer y de lo que me exige que haga.
 Pero, ¿qué significa esta posición para mí y qué requiere de mí?
 He pacificado el mundo, he extendido los beneficios de la Ley romana a innumerables hombres y mujeres, contra una oposición poderosa, estoy logrando que también ellos participen de los derechos de la ciudadanía. He reformado el Calendario, y ahora nuestros días se regulan mediante una provechosa adaptación a los movimientos del sol y de la luna. Estoy tomando disposiciones para que el mundo sea alimentado con ecuanimidad, mis leyes y mis flotas compensarán las intermitencias de las cosechas y colmarán las necesidades públicas. El mes que viene la tortura quedará eliminada del Código Penal. Pero estas cosas no bastan. Tales medidas han sido meramente la obra de un general y de un administrador. Con ellas soy para el mundo lo que un alcalde para una aldea. El trabajo a realizar es otro. ¿Pero, cuál? Tengo la impresión de que ahora, y sólo ahora, estoy en condiciones de empezarlo. La canción que está en todos los labios me llama "padre".
 Por primera vez en mi vida pública me siento indeciso. Hasta este momento mis actos se han conformado a un principio que casi podría calificarse de superstición: no hago experimentos. No inicio una acción con el propósito de que sus consecuencias me instruyan. En el arte de la guerra, y en las actividades de la política, nada emprendo sin una intención absolutamente determinada. [...] Pero, los proyectos que en la actualidad frecuentan mi espíritu incluyen ciertos factores acerca de los cuales no tengo la seguridad de estar seguro. Para ponerlos en práctica debo antes aclarar en mi conciencia cuáles son las finalidades de la vida para el hombre común y cuáles las posibilidades del ser humano.
 ¿Qué es el hombre? ¿Qué significan sus Dioses, su libertad, su espíritu, su amor, su destino, su muerte?»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Emecé, en traducción de María Antonia Oyuela. ISBN: 84-206-1501-3.]

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