jueves, 23 de noviembre de 2017

"Helena o el mar del verano".- Julián Ayesta (1919-1996)


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II.-En invierno
 I-La alegría de Dios 

«Y al final teníamos los pies fríos y la cabeza caliente y una cosa como un sopor y un velo rojizo sobre los ojos y la boca temblorosa y reseca. Pero lo peor no era nada de esto, sino el remordimiento...
 El cuarto estaba en penumbra. La última claridad del crepúsculo iba hundiéndose detrás de los tejados, detrás de los árboles del jardín del colegio, detrás de una gran soledad como un enorme vacío amargo que se acercaba, que venía creciendo, haciéndose cada vez más cóncava y nos íbamos sumiendo en ella como en la muerte... Y era de verdad la muerte, porque habíamos perdido la gracia de Dios, que era peor que perder la vida, porque era hacerse reos otra vez de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y esto después que Jesucristo había muerto por nuestra salvación. Y esto sí que era una ingratitud, un pecado horroroso, peor que asesinar a nuestra madre o a nuestro padre, mucho peor, porque al fin y al cabo ellos sólo nos habían dado la vida temporal, y Jesucristo nos la había dado eterna. Y pecar era como echar la Sangre de Nuestro Señor a los perros  o todavía peor, que no se podía comparar con nada. Y no nos importaba nada el infierno, sino el dolor por nuestra ingratitud. Y a veces pensábamos que en el infierno estaríamos más felices que allí, porque sabríamos que Dios se estaba vengando de nosotros con todo derecho, y a la vez podríamos odiarlo con nuestra rabia. Y era uno más feliz odiando a Dios que sabiendo que Él había muerto por nuestro amor y que nosotros le amábamos y que, sin embargo, pecábamos y volvíamos a colocarle la corona de espinas y volvíamos a darle latigazos y volvíamos a cargarle con la cruz y le volvíamos a clavar en la cruz y a levantarlo; que se le rasgarían horriblemente las heridas de los clavos al hundirse la cruz en el hoyo y de repente quedar parada en seco al chocar con el fondo; y que después volvíamos a darle la esponja con vinagre y hiel y luego la lanzada en el corazón. Y nos quedábamos todos silenciosos y con miedo, y mucho más que con miedo con dolor, porque éramos malos y merecíamos que Dios nos matara a todos de repente y que fuésemos al infierno en vez de ir a casa a cenar, allí con papá y con mamá, que no sabían nada y nos besaban sin saber que estaban besando a condenados. Y daba como grima besar a mamá que era tan suave y tan blanca y tan buena y tocarla con los mismos labios que habían besado aquellas láminas con aquellas mujeres desnudas y asquerosas y malolientes.
 Y era imposible seguir viviendo así, sabiendo que cada minuto, que cada segundo más en pecado era hacer sufrir a Jesús otra vez su agonía; y a cualquier parte que se mirara, sobre una pared, sobre el suelo, sobre el cielo, se veía la cara de Jesús muy triste, con unos ojos grandes y profundos y la corona de espinas sobre la cabeza con muchos hilos de sangre que le caían por la frente y toda la cara. Y aquella sangre se hacía más y más y empapaba el suelo que se pisaba, y uno no podía casi correr y estaba uno como pringoso por todo el cuerpo. Y, mientras se estaba en pecado mortal, todos los días eran grises aunque hiciera sol y todas las cosas salían mal y le preguntaban siempre a uno la única lección que no había estudiado, y papá estaba de mal humor y mamá más triste, y cuando se jugaba al fútbol no le pasaban a uno o si le pasaban desperdiciaba uno los pases de la manera más tonta, y además siempre que uno estaba en pecado mortal perdía el Sporting aunque jugase en casa o empataba, que jugando en casa era como perder. Y era dificilísimo explicárselo porque uno pensaba: "bueno, porque se esté en pecado Dios no puede castigar a toda la demás gente que quiere que el Sporting gane". Pero esto eran grandes misterios que valía más no pensar, igual que el de que si Dios sabía antes de crear el mundo que Luzbel se iba a rebelar y que si iba a haber mucha gente que se condenase eternamente por qué creó el mundo. Y además, aunque el Demonio no hubiese existido y no hubiese habido pecado original, y todos hubiésemos sido muy felices en el Paraíso terrenal, tampoco se explicaba para qué había creado Dios a Adán y al Paraíso y al mar y a las estrellas y a todo. Y luego había lo de los hijos de Adán y Eva que tenían que haberse casado hermanos con hermanas, que es pecado mortal. Y muchas cosas más.
 Pero todas estas dudas venían de que los hombres no podíamos conocer realmente nada de lo que verdaderamente pasaba en el mundo, y, por ejemplo, nosotros no veíamos nada más que los colores que estaban entre el rojo y el azul, pero había muchos más, y luego todos los líos de las velocidades de las vibraciones y de los rayos infrarrojos y los ultravioleta. Pero, además, aunque uno pudiese ver los colores entre el rojo y el azul, no estábamos nunca seguros de que los demás los veían igual que uno, porque si, por ejemplo, a una persona desde que nace se le dice que tal color se llama verde, pero ella lo ve como yo veo el rojo y ella ve el rojo como yo veo el verde, nunca descubriremos en nuestra vida que queremos decir cosas distintas cuando hablamos de rojo o de verde. Y si esto es así, en cosas tan sencillas como colores, en las demás cosas el lío debe ser mucho mayor. Y además tampoco podemos fiarnos de la razón. Porque si cogemos dos rectas convergentes y las vamos separando resultará que cada vez se cruzarán más lejos pero jamás serán paralelas, porque uno no puede pensar en qué momento se pegará el salto después del cual las dos rectas no se encontrarán ya en  ningún punto, y mucho menos se puede pensar que las rectas serán divergentes; con lo que resultará que, bien mirado, en el mundo sólo hay rectas convergentes, y esto es una idiotez. Pero esto demuestra que no nos podemos fiar de la razón y que los argumentos de los volterianos y los impíos no valen para nada, sino que hay que ser humildes y reconocer la limitación de la inteligencia humana y someterse a la autoridad de la Iglesia, porque es la única manera de ir al cielo y ver a Dios, y viendo a Dios comprender de repente todo lo que nos atormentaba porque no lo podíamos entender, y al comprender esto amar, admirarse y sentir como nunca el poder de Dios.
 Pero esto no se podía pensar estando en pecado mortal, [...]»
 
 [El extracto pertenece a la edición de Planeta. ISBN: 84-08-46090-0.]

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