Sobre la pena capital
«El poder y el rango halagan y deleitan tanto que, a pesar de las tentaciones que conllevan y los peligros a los que exponen, no hay casi virtud, por precavida que sea, o prudencia, por mucho que desconfíe, que se permita rechazarlos. Incluso los hombres más respetuosos de la legalidad prefieren que se piense que su conducta está dictada, no por el temor, sino por su propia voluntad, y aparentan sumisión más que obediencia a las leyes. Nos complacemos en ignorar las fronteras que no podemos cruzar, y como observaba el satírico romano, quien no tiene poder para acabar con la vida de otros, sin embargo se alegra de tenerla en sus manos.
El mismo principio, que con el tiempo degenera y se corrompe, preside el deseo de investir la autoridad legítima con el atributo del terror y la capacidad de gobernar por la fuerza en vez de la persuasión. Y como el orgullo se resiste a aceptar otras razones que las que dicta la propia voluntad, por ello mismo es capaz de imponer las medidas más sensatas recurriendo a violencias y sanciones antes que rebajar la dignidad del mando a debates y razonamientos.
No parece exagerado sospechar que semejantes muestras de arrogancia política hayan podido ocasionalmente infiltrarse en las asambleas legislativas y mezclarse con debates sobre la propiedad y la vida. Una rápida ojeada a las leyes que instauran medidas de justicia vengativas y coercitivas permite descubrir tal cúmulo de desproporciones entre crímenes y castigos, tan caprichosos distingos en las definiciones de las culpas y tanta confusión entre negligencia y severidad, que cuesta creer que estos documentos sean el reflejo de una sabiduría oficial que aspira sincera y sosegadamente a establecer el bienestar público.
El sabio, juicioso y piadoso Boerhaave decía que no era capaz de ver a un criminal conducido al cadalso sin preguntarse: "¿Quién puede decir que ese hombre no es menos culpable que yo?" La próxima vez que las cárceles de esta ciudad vacíen su contenido en el cementerio, que quienes asistan al espectáculo de tan horrenda procesión se hagan la misma pregunta con el corazón en la mano. Bien pocos de los que asisten en masa a estas masacres legales y se asoman con indiferencia, o tal vez con júbilo, a la más profunda sima de la miseria humana que revelan serían después capaces de repetir la experiencia sin sentirse horrorizados y abatidos. Y es que, ¿quién puede jactarse de no haber cometido nunca actos no más perjudiciales para la paz y prosperidad de todos que el robo de una simple moneda?
Cuando una determinada forma de latrocinio se extiende hasta convertirse en la regla, se ha buscado siempre suprimirla mediante la adopción de penas capitales. Pero el resultado es que si se logra eliminar a los malhechores por una generación, sus sucesores aprenden la lección y conciben nuevas fórmulas de delinquir. El arte de robar se dota así de una mayor variedad de añagazas y se refina con la adquisición de más sutiles destrezas y métodos más solapados de ejecución. La justicia vuelve entonces a perseguir los nuevos crímenes con más saña y a combatirlos con la muerte. Esta tendencia conduce a la multiplicación de las penas capitales, hasta conseguir que crímenes muy dispares en importancia sean por igual sometidos al castigo más severo que los hombres son capaces de imponer a sus congéneres.
El legislador sin duda está autorizado a valorar el grado de malignidad de los delitos, no sólo atendiendo a las pérdidas o el dolor que cada uno de ellos pueda infligir, sino también a la alarma y preocupación pública que desata el temor al crimen y a la pérdida de bienes. En este sentido, no hace otra cosa que ejercer el derecho que toda sociedad se supone capacitada para ejercer sobre la vida de sus miembros, no sólo a la hora de castigar cualquier transgresión, sino para mantener el orden y preservar la paz. Las leyes que aplica con más dureza son las más expuestas a ser violadas, del mismo modo que el comandante de una guarnición redobla las guardias en los flancos más expuestos al enemigo.
Este método se aplica desde hace mucho tiempo, pero con tan poco éxito que los saqueos y las violencias van en aumento. Sin embargo, pocos parecen dispuestos a reconocer su ineficacia. Antes bien, entre quienes se dedican a especular sobre el actual estado de corrupción del pueblo, hay quienes proponen la adopción de castigos aún más horribles, permanentes y desmesurados; otros prefieren que se acorte el plazo de las ejecuciones; los terceros, que los indultos sean más difíciles de otorgar. Y en general, todos parecen pensar que la lenidad ha dado alas a la maldad y que sólo podremos librarnos de la amenaza de los ladrones aplicándoles el rigor más inflexible y la justicia más sanguinaria.
No obstante, y puesto que el derecho de asignar a la vida un valor incierto y arbitrario ha sido puesto en tela de juicio, y dado que la experiencia de otras épocas nos deja pocas razones para esperar que el crimen pueda reformarse gracias a las periódicas hecatombes de nuestros semejantes, tal vez no sea baladí estudiar las consecuencias que pudieran derivarse de un relajamiento de las leyes y una más racional y equilibrada adaptación de las penas a los delitos.
La muerte, como observaba un autor antiguo, es "de las cosas más horrendas, la más horrenda"; un mal de tal índole, que nadie en el mundo puede amenazar con superarlo y más allá del cual nadie puede temer asechanza alguna de sus enemigos o adversarios. El terror de la muerte, por tanto, las autoridades han de reservárselo como último expediente, por ser la más áspera y eficaz de la sanciones, y ponerlo a custodiar el tesoro de la vida como advertencia de que lo hurtado, en este caso, jamás podrá ser restituido. Pero igualar el robo y el homicidio equivale a rebajar el homicidio a robo, sembrar en las mentes vulgares la confusión entre grados de iniquidad, e incitar a cometer un crimen más grande para prevenir el castigo de otro mucho menor. Si sólo el asesinato mereciera ser castigado con la muerte, muchos ladrones sin duda dejarían de mancharse de sangre las manos; pero si resulta que no se exponen a ningún otro peligro por este acto de crueldad y aun pueden aspirar a cierto grado de impunidad, ¿cómo disuadirlos?
Podrá aducirse que las sentencias generalmente son rebajadas a simple hurto, pero con ello se está confesando que tenemos leyes, al parecer, insensatas. De hecho, cualquiera puede advertir que, salvo los asesinos, todos los criminales pueden prevalerse, llegada la hora, de contar con la venia del género humano.
El convencimiento de que el castigo no se corresponde al delito explica las frecuentes peticiones de indulto. A quienes más favorables se muestran al castigo del robo les escandaliza, sin embargo, que el ladrón pueda ser ajusticiado. Comparado con su tormento, el crimen parece baladí, y el ejercicio de la piedad arruina en este caso la voluntad de castigo.
La horca, en efecto, es un efectivo antídoto contra la propagación del crimen por el ajusticiado; pero su muerte no parece que contribuya a corregir la conducta de sus colegas más efectivamente que cualquier otro método de aislamiento. El ladrón no dedica mucho tiempo que digamos a aprender de pasadas experiencias o prevenirlas, más bien se apresura a pasar del robo a la insurrección; y cuando la tumba ha engullido a su cómplice, su primera preocupación es buscarse otro. [...]
Quien ignore que las leyes más severas por lo general conducen a la más completa impunidad, quien no sepa que innumerables son los crímenes ocultados y olvidados para evitar que los infractores caigan en ese estado en el que de nada sirve el arrepentimiento, no puede decirse que conozca la naturaleza humana. Y si quienes fácilmente confunden crueldad y firmeza prefieren tachar esta postura compasiva y censurarla y despreciarla, sólo diré que no imagino un solo hombre de bien que no prefiriera atenuarla o reducir su alcance.»
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