viernes, 24 de noviembre de 2017

"La velocidad del amor".- Antonio Skármeta (1940)


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«De este ánimo lúgubre me sacó mi abogado, Lawford, un mediodía en que el sol vertical cocinaba desde el techo mi celda.
 Tras disculparse por no haber venido tres días atrás, como habíamos pactado, dijo que traía novedades espectaculares. Se desató el nudo de la corbata y, hurgando en su maletín, extrajo un sobre con el que se golpeó cual un clown la frente.
 -Ignoro lo que este sobre dice, pero no ignoro lo que yo tengo que decirle. Ésta es una carta que le manda su víctima, Pablo Braganza.
 La cogí y la puse con ceremonioso ademán sobre mi cubículo.
 -Si escribe, vive -filosofé.
 -No pude conseguirle radiografías ni informes clínicos porque los tiene bajo siete llaves y siete perros sabuesos. Pero el enfermo mismo me confidenció que su vida no sólo no corre peligro sino que espera que la próxima semana le den de alta. En mi presencia escribió el mensaje que le entrego.
 Fui hasta la rejilla y miré durante un minuto un partido de basquetbol entre presos hindúes y pakistanís, quienes disparaban sin puntería hacia el aro sin mallas. Hice el gesto de golpear una bola de fantasía con una raqueta imaginaria.
 -¿Qué significa para mi proceso la mejoría de la víctima?
 -De "crimen perfecto", con muerto y todo, a "intento premeditado de asesinato", con cliente vivito y coleando: diez años menos de cárcel. Lo felicito, doctor Papst.
 -Y hablando en plata, ¿cuánto sería eso?
 -Hablando en plata, significa que con un poco de suerte puedo conseguir que no me lo tengan más de diez años dentro.
 -¡Diez años! Dígame, doctor Lawford, ¿no tendría la bondad de conseguirme otro abogado?
 -Podríamos probar encausar la defensa en la tesis demencia transitoria, que les resulta a todos extremadamente ridícula (justamente porque toda verdad es ridícula, tuvo la gentileza de acotar), pero que tendría la ventaja de permitir un poco de teatro en la corte con el cual siempre se impresiona a algunos jueces, quienes lucharían por conseguirle la pena por "homicidio premeditado con atenuantes en su grado mínimo". Digamos, hablando en plata, siete años. Un bocatto di cardinali!  
 -¿Y cuáles serían los atenuantes?
 -Catulo.
 Tenía los labios secos. Pasé sobre ellos la lengua y pensé con melancolía en las botellas de Dom Perignon confiscadas en la recepción del penal.
 -¡Siete años! -suspiré.
 -La ninfa veintidós y usted cincuenta y nueve. ¡De chuparse los dedos!
 -¡No quiero una sola palabra contra Sophie!
 -Doctor Papst, usted es romántico hasta la necedad. Con esa conducta me ata de pies y manos. Un juicio con un poco de salero sería algo que alegraría la rutina de los jueces y confirmaría mi fama. Lo otro sería que en esa carta hubiera buenas noticias.
 -¿Como cuál?
 -Por ejemplo, que el joven desistiera de la querella.
 Las mejillas se me agolparon de sangre. Levanté el pañuelo para secarme la frente.
 -¿Deberle la libertad a mi rival?... ¡Prefiero un harakiri antes que ese escarnio!
 -No es fácil defenderlo. Si se contenta con triunfos morales, va a salir tan viejo de la cárcel que no va a tener con qué animar a su amada como no sea con la labia.
 Había usado la ambigüedad con más discreción que el meritorio traductor mexicano.
 -¿Qué hago entonces?
 -Para empezar abra la carta.
 Rompí el sello [...] y me sumergí en el mensaje.
 
Papst:
 ¡Rata de rata, excremento de filibustero, matón de esquinas, gángster de las tinieblas, pistolero yanqui, cornudo de la mejor cepa, salivoso sátiro, castrado gallinazo, purulento sarnoso, parido traidor y arribista, pericote de alcantarillas! Lamento que aún no me den de alta, pues me hubiera gustado gritarte todo lo anterior en tu cara. Nunca pensé que eras así de cobarde: yo te he disputado metáforas y tú me has disparado balas. No sabes perder, ridículo majadero y lameculos, y sólo atinas a la violencia, que es la razón de las bestias. ¡Pero no me agarraste, cabrón! Sophie estuvo de visita y me confirmó su amor. En cuanto salga de ésta, nos vamos a dar un festival de cama y trataré que los goznes de los resortes del colchón chillen hasta reventarte los tímpanos. Tu abogado me dice que tras haber sobrevivido a este intento de asesinato, puede que te rebajen la pena.
 Quiero asegurarte que me gustaría haber muerto para que te hubieses podrido en la cárcel. Cuidaré que mis abogados te echen unos veinte años. Te tendré al tanto de mi vida con Sophie y te enviaré de regalo libros. Consuélate con la literatura, bellaco, rufián, chulo, alcahuete, canalla, pichicatero, charlatán impotente, chapucero, chambón, charro, chabacano, pendejo, cagón, sapo viejo y asqueroso.
 Tu seguro amigo y servidor,
 Pablo Braganza.
 
 Giré y de un brinco me aferré a los barrotes y los sacudí como si fueran ellos los que impedían que el aire llegase a mis pulmones. Me sentí al borde del soponcio. Me faltaba oxígeno. Una cucaracha bajaba por el fierro y estuvo a punto de trepar en mi mano. La aplasté de un puñetazo y corrí hasta el lavabo a punto de vomitar.
 -Tiene que sacarme de aquí -le grité al abogado.
 -Haremos lo posible. Siete, quizás seis años.
 -¡No! ¡Ahora mismo!
 -Doctor. Soy sólo un abogado, no el gran Houdini.» 

 [El extracto pertenece a la edición de Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg. ISBN: 84-8109-133-2.] 

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