«Cuando apenas terminaba la comida, llegó una
visita. En el modo de llamar a la puerta conoció la maestra al visitante.
-Es don Eulogio –dijo, y abrió
ella misma.
En seguida penetró al comedor
un señor de sesenta años, gordo y sonriente, vestido con una levita vieja y
raída, pero sin una mancha ni una rotura.
Llevaba en una mano un grueso
bastón de fabricación casera, nudoso y no muy derecho, y en la otra un sombrero
de jipi-japa, que no cuadraba con el resto de la indumentaria. Con una grave y
cortés inclinación de cabeza saludó a todos los presentes; luego dio la mano
con ceremonioso ademán a la señora y a las dos jóvenes, y se inclinó, por
último, ante Mauricio en espera de una presentación. Hecha esta por doña
Carmela, tomó asiento el recién llegado con todo comedimiento y se informó con
voz afable de la salud de cada uno. Al tocarle su turno al preceptor, gastó con
él aún mayor amabilidad.
-Mi bienvenida, señor. Según he
sabido por Lucas, el asistente del subdelegado, Ud. llegó hace poco rato. ¿Y
qué tal el viaje? ¿Muy cansado de la caminata?
-Mucho, señor, por mi falta de
costumbre para andar a caballo; pero creo que todo pasará con un poco de
reposo.
-Así lo deseo, como le deseo
también grata permanencia entre nosotros. ¿Ud. es normalista?
Y cuando supo que lo era,
agregó:
-Hace años que la escuela de
hombres ha estado entregada a maestros interinos. No dudo de que ganará
enormemente con uno titulado. No es que yo crea que todos los que carecen de
título sean malos maestros, sino que nosotros hemos tenido la desgracia de no
conocer en el pueblo ninguno bueno.
-Ya empezamos, don Eulogio -dijo
la maestra en tono de cariñoso reproche.
Pero el anciano aparentó no
oírla y siguió diciendo:
-Su antecesor era un
desequilibrado, que no hizo aquí otra cosa que desprestigiar y poner en
ridículo su noble profesión. Ignorante y pretencioso a no poder más, su necedad
lo cegaba de tal modo que no conocía las burlas de que hasta los niños lo
hacían objeto. Fundó en el pueblo un periódico al que dedicaba más tiempo que a
la escuela y en el que publicaba cada semana disparates tan enormes y en forma
tan reñida con el sentido común, que logró llamar con ellos la atención de todo
el país. Los diarios de Santiago reproducían y comentaban burlescamente sus
artículos y lo colmaban de irónicos elogios, que él tomaba a lo serio y que
concluyeron por rematar su locura. Llegó esta a tanto, que el año pasado hizo
un viaje a la capital para dar unas conferencias que allá hicieron reír de buena
gana a todos los ociosos y a los amigos de gozar con la ajena tontería.
Después, firme en la creencia de sus excelsos méritos y de su popularidad,
presentó su candidatura para diputado por este departamento... Le aseguro a Ud.
que nada, ni la mezquindad del sueldo, ni la conducta poco edificante de muchos
maestros que no debieran serlo ni por un momento, ha contribuido tanto como los
disparates de ese loco a echar mengua y desprestigiar sobre el preceptorado
nacional... En cuanto a Ud., permítame manifestarle una opinión,
que por cierto no habla nada en su contra: me parece Ud. demasiado joven para
los discípulos que aquí va a tener. Hay entre ellos hombres de dieciocho y
veinte años.
-¿Quiere que le cuente una
anécdota, don Eulogio? -interrumpió la maestra.
-A ver la anécdota, muchacha,
aunque adivino que con ella vas a faltarme al respeto.
-Carlos V envió una vez un
embajador muy joven a tratar con el Papa ciertos negocios delicados. Al notar
el Pontífice la juventud del diplomático, le dijo indignado: “¿No tenía tu amo
un hombre con barbas a quien confiar su representación?”. “Santidad
-respondió el embajador-, si mi rey hubiera juzgado que el mérito reside en las
barbas, os habría enviado un macho cabrío...”
-Buena estocada, marisabidilla
-dijo el anciano riendo a carcajadas-; pero, a pesar de ella, yo sigo creyendo
que al maestro de San Lorenzo no le vendrían mal unos buenos bigotes para
hacerse respetar de sus discípulos. Tendrá entre ellos muchachos ya tunantes y
viciosos, como los Jiménez o como el hijo del abastero, que faltan los días
lunes para seguir la juerga empezada el sábado anterior.
-¿Y muchachos así pueden estar
en la escuela? -dijo Mauricio.
-Y tendrán que estar hasta el
día en que buenamente quieran dejarla -respondió don Eulogio-. Tanto el
abastero como el padre de los Jiménez son amigos de Venancio el subdelegado,
con lo que ya está dicho todo. No podrá Ud. expulsarlos aunque le sobren
motivos, como no podrá expulsar tampoco al hijo del receptor, que es otro
igual, porque este es el apoyo más poderoso que tiene Venancio en las
elecciones.
Don Eulogio, de quien oía el
maestro tan funestos vaticinios sobre la disciplina de su escuela, era vecino
de la población desde hacía muchos años, desde que se había casado con una
joven perteneciente a una de las primeras familias de la aldea, y de la cual
había quedado viudo algún tiempo. Hombre culto y bien educado, era el único en
el pueblo que manejaba libros y que se interesaba por algo más que los ganados
y las cosechas. En medio de la rudeza y grosería dominantes en el vecindario,
él había sabido conservar sus buenas maneras, exagerándolas tal vez un poco por
espíritu de contradicción, de modo que aparecía como un contraste viviente con
todo y con todos los que le rodeaban. Su pulcritud, su cortesanía, su camisa
siempre limpia, su inseparable levita (que según los malos era la misma con que
treinta años antes se había casado), su lenguaje siempre correcto, chocaban a
los señores de la aldea, que lo habían bautizado con el mote de El Gringo del
Patagual, aludiendo a una pequeña propiedad que poseía en las goteras del
pueblo, la que constituía su única riqueza y cuyo cultivo era su única
ocupación. A él no le importaban ni el disgusto ni las burlas de sus vecinos.
Sentía por ellos un sincero desprecio, y era franco y atrevido para censurar
sus defectos y echarles en cara sus trapisondas y picardías.
-Sí, señor -continúo diciendo-;
aquí no tendrá Ud. libertad para adoptar en su escuela las medidas que juzgue
convenientes, porque sobre Ud. estará la voluntad del subdelegado, y la del
alcalde, y la del juez de subdelegación, y la del juez de subdelegación, y la
de cuantos sean amigos de estos señores. Venancio es celoso de su autoridad e
inclinado a intervenir en todo, aun en lo que no le corresponde. ¿Ud. todavía
no le conoce? Pues lo conocerá mañana o pasado, sin más que verlo a una cuadra
de distancia. Usa sombrero de corcho y polainas amarillas, y todos los días
recorre a caballo la población, seguido de Lucas su asistente, censurando a
gritos lo que le parece mal y deteniendo a todos los que le parece bien y
deteniendo a todos los que pasan para hablarles de sus proyectos gubernativos
en bien del pueblo. Esos proyectos son, en primer lugar, unir la aldea con la
cabecera del departamento por medio de un ferrocarril que le ha prometido un
pariente suyo que es diputado, y cuenta ya con la obra de tal modo que,
hablando de ella, dice siempre: “mi ferrocarril”. Es claro que esa línea
férrea, en caso de construirse algún día, tendrá una estación a las puertas mismas
del fundo de Venancio y la otra a las de una hacienda que posee su primo el
diputado en estos contornos... El segundo de sus proyectos consiste en dotar al
pueblo de agua potable, cosa que también espera obtener por la influencia del
congresal. Con estos, Venancio se cree
acreedor a que el pueblo le erija una estatua en vida, y engreído con su
gloria, anda a caballo por las aceras, salpica de barro a los transeúntes,
trilla los jardines de la plaza y no respeta reglamento alguno de los que los
simples mortales tenemos que obedecer y respetar. Excusado es decir que las dos
de Venancio, el ferrocarril y el agua potable, son las plataformas en que el
diputado apoya aquí su candidatura cada tres años, cuando llegan las
elecciones, y son la justificación ante los tontos, que tanto abundan en este
pueblo, de todos los abusos y malas artes que Venancio y el primo ponen en
juego para hacerla triunfar. Con estas cosas ha llegado nuestra autoridad
administrativa a obtener la fama de ser un subdelegado modelo. Hasta Santiago
ha llegado su renombre, y algunos periodistas, que sólo lo reconocen por el
ruido que forma con su ferrocarril y que ignoran sus arbitrariedades, lo ponen
sobre los cuernos de la luna y lo proclaman el mejor subdelegado de todo el
país...
-Más piedad, don Eulogio -dijo
sonriendo la maestra.
-¿Ha oído Ud. decir que ellos
tengan para alguien piedad o consideración?
-Gracias, niña. -Y después de
humedecer los labios en la copa que la joven le presentaba, siguió diciendo:
-En cuanto al alcalde, poco
tendrá Ud. que ver con él; pero le aconsejo que procure no ser su enemigo. Si
es lo segundo, será también enemigo de mucha gente copetuda de la población que
está de su parte. Si es su amigo, se acarreará el odio de Venancio, pues él y
don Belisario viven como el perro y el gato, en guerra abierta y sin cuartel.
-¡Pero esto es un campo de
Agramentel! -dijo el maestro sorprendido.
-¿Le extrañan a Ud. estas
cosas? ¡Cómo se conoce que Ud. no ha vivido nunca en una aldea! En la capital,
señor maestro, los adversarios políticos mantienen entre sí relaciones muchas
veces cordiales; de provincia se miran mal, pero se saludan; y en un pueblo
chico se aborrecen de muerte y se muerden y se arañan cada vez que pueden. Y se
aborrecen también sus esposas, sus hijas y sus hijos, y se desprestigian y
hasta se calumnian recíprocamente, de modo que las opiniones o más bien dicho
las pasiones no sólo dividen y enconan a los hombres con derecho a voto, sino
que también a las familias y personas ligadas por íntimo parentesco. Venancio y
Belisario son concuñados, pero de opuestos bandos políticos; así es que sus
esposas, que son hermanas, y sus hijas, que son primas, se miran como enemigas
y no cultivan relaciones.
Y lanzó una comedida y
lastimosa carcajada, y humedeció otra vez los labios en la copa de cerveza.
-El tesorero municipal y el
receptor tampoco pueden verse –continuó-, pero no ya por cuestiones políticas,
sino porque el segundo no pudo despojar al primero del puesto que ocupa en la
Municipalidad. Y entre los que no ejercen funciones públicas, son raros los que
cultivan una amistad firme y sincera, y hay muchos, por el contrario, que no
disimulan su recíproca malquerencia. La causa no es siempre la política, sino
también la envidia, la maledicencia y los intereses materiales encontrados. El
odio más ruidoso que está hoy en acción, el que preocupa con interés a toda la
aldea, es el que se tienen Nicanor, uno de nuestros ricachos, que vive a media
legua escasa del pueblo, y sus sobrinos, los hijos de Manuel Jiménez. Los
muchachos Jiménez son sus discípulos, señor maestro; son de esos grandullones
de que le hablé hace poco. Si Ud. pudiera influir sobre ellos para hacerlos
respetar al tío y reconciliarse con él, haría una hermosa obra. Temo yo que los
Tales sobrinos hagan una barrabasada el día menos pensado.
-¿Y el señor cura? -preguntó
Mauricio-, ¿su acción no sería más eficaz que la del preceptor para poner paz
entre sus feligreses?
-No lo creo, contestó don
Eulogio; es un hombre anciano, débil e irresoluto, e incapaz, por lo tanto, de
influir sobre la conducta de nadie. Considera por lo demás, como una obligación
de su ministerio el encabezar en el pueblo el bando conservador, y su falta de
aptitudes como caudillo tiene descontentos a sus propios correligionarios. Poco
estimado de los suyos y mal mirado por sus enemigos, ya podrá usted calcular; a
mí ¿no me pregunta usted nada?
-Sería indiscreto, señor don
Eulogio.
-Nada de eso, señor maestro. Yo
me llamo Franqueza y conmigo no hay indiscreción. No soy amigo ni enemigo de
nadie, pero todos o casi todos me quieren mal. Soy un pobre diablo de lengua
muy suelta, como Ud. ya lo habrá advertido, y sin pelos en ella para decir
claridades. Muchos me temen, algunos me odian, y todos se burlan de mí. ¿Qué me
importa? El odio y el temor que me dispensan mis convecinos es el odio y el
temor que sienten hacia la verdad los que viven del engaño y de la mentira: Yo
no les temo. Sólo temo a una cosa: a los reproches de mi conciencia.
Y poniéndose de pie, tomó su
sombrero, se despidió políticamente de las señoras, y acercándose a Mauricio,
le estrecho la mano y le dijo con voz afectuosa:
-Con que, joven mucho tino y
mucha prudencia para navegar por estas aguas tan agitadas. Si el consejo de un
marino viejo como yo puede servirle, me tendrá siempre a su disposición. Buenas
noches.
Y salió muy derecho, llevando
cogido por la mitad su nudoso bastón y andando con airoso movimiento, como si
condujera a su pareja en un salón de baile.
-Es un hombre raro -dijo doña
Carmela al maestro, a modo de explicación, cuando se hubo cerrado la puerta
detrás del anciano.
-No lo juzgue Ud. por su
lengua, colega -agregó la maestra-. Sus acciones son buenas y su corazón
excelente. No es capaz de hacer a nadie el mal más insignificante. Habla mucho,
es cierto, pero su desamor al prójimo no pasa de ahí. Estoy segura de que si el
mismo don Venancio le pide un servicio, no podrá negárselo.
-Me imagino que es un hombre
que está fuera de su centro -dijo Mauricio-. Tiene tal vez un alto ideal y le
choca que los demás no amolden a él su conducta.»
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