lunes, 20 de noviembre de 2017

"Las Geórgicas".- Claude Simon (1913-2005)


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IV

«Dijo que el frío era una de las cosas que más le había asustado ya de antemano, pensando en él con terror durante las noches que precedieron su salida para el frente, representándose los amaneceres siniestros, las largas horas de guardia teniendo entre las manos un fusil cubierto de escarcha, el barro helado en el que iba a chapotear. Y también hablaría más adelante de la suciedad, los piojos, las armas que explotaban a la cara de quienes las usaban, las órdenes absurdas, los ataques o más bien los golpes de mano (dijo que no era exactamente una verdadera guerra) estúpidamente mandados y estúpidamente dirigidos, la irritante estupidez de los chavales fanfarrones que tenía a su alrededor y cuyas distracciones consistían, para demostrar su virilidad, en disparar y quemar cartuchos al buen tuntún, herirse con sus propias armas y jugar a hacer rodar granadas de mano por las brasas en que calentaban las tarteras. Contó todo eso, siempre con un tono sereno, objetivo, apenas teñido a veces con un leve matiz de irritación, pero sin rebeldía, sin cólera, como si esas cosas le hubieran ocurrido a otro o como si redactara para alguna comisión parlamentaria o algún comité filantrópico uno de esos informes, una de esas memorias sobre la situación de los pobres o las malas condiciones de los hospicios, preconizando en notas el medio de remediarlo, orgullosamente atento a no buscar nunca la compasión, y menos aún la admiración. Era la guerra, y aunque mal llevada, no había motivo profundo para rebelarse. También había visto bastante (había leído bastante -pues, en definitiva, antes de ir a España, y dejando aparte su experiencia en la policía imperial, en los barrios del East End o lavando platos, cuya insignificancia veía muy bien ahora, lo más considerable de sus conocimientos se lo habían inculcado los libros) para no ignorar que la guerra es algo sucio, constituye un espantoso despilfarro tanto de vidas humanas como de material y que en ella se encuentra uno con gente de todo tipo. Dice que en realidad lo más importante allí era el problema de la leña. En aquellas colinas peladas, prácticamente desprovistas de vegetación, sumergidas todo el invierno en la niebla o azotadas por una lluvia helada, nada contaba tanto como encontrarla, ni siquiera las ráfagas de las ametralladoras enemigas que barrían, sin mucha precisión afortunadamente, a los buscadores de leña. Dicho en otros términos, para él el dilema ya no estribaba en elegir entre la muerte o la libertad, sino entre la muerte y la leña, o más bien, como dice también humorísticamente, entre la muerte violenta, por bala o explosivo, y la muerte por congestión pulmonar. Así transcurrió el invierno, apenas perturbado por aquellos golpes de mano o algunas patrullas sin más resultado al parecer que un derroche de balas disparadas a la buena de Dios en la oscuridad y el aprendizaje de cosas como el miedo o el peligro mucho menos importantes  que la acuciante preocupación de recoger todo lo susceptible de arder y despedir un poco de calor. Y mientras contaba todo eso, sin darse cuenta cambiaba de tono poco a poco. A pesar de su exquisito cuidado en decir algo que pudiera suscitar la admiración o la piedad, hablaba de un modo distinto, había dejado torcer los labios y multiplicar los guiños. Ya no le preocupaba la aprobación o la desaprobación, el bien o el mal, igual que en aquellos días en los que había alcanzado por así decir una especie de grado cero de pensamiento, durmiendo las noches en que no tenía guardia en un hueco excavado sobre el barro de un refugio, pasando los días en una trinchera viscosa de deyecciones y cubierta de latas de conserva vacías, tiritando con su ropa cada vez más harapienta, más sucia, los pies helados en sus botas de suelas cada vez más delgadas, todo su ser sumido en el sueño paradisíaco de un nirvana de leña, habiendo llegado a aquella total indigencia a la vez material y moral en la que ya no contaban ni siquiera la valentía, el ánimo (narró el episodio del golpe de mano a título documental, anecdótico por decirlo así, más bien como una suerte, un excitante descanso que vino dichosamente a interrumpir la monotonía cotidiana), sino la obstinación paciente en resolver los elementales problemas de la supervivencia, la mente exclusivamente ocupada por la obligación de luchar sin descanso contra la suciedad, el frío, los parásitos, protegerse de la lluvia, del fuego de una ametralladora, limpiar el arma, zurcir los harapos impregnados de aquellos olores penetrantes que lo reducían todo a comunes denominadores orgánicos o químicos: los olores a roña, al barro en que se tendía, al amoniacal sudor que pegaba los pelos en los ijares de los asnos que descargaba, a cosas sacadas o extraídas de la tierra para absorberse otra vez en ella, para volver a ella en forma de excrementos, de metales oxidados, de azufre y carbón explotando con esa violencia salvaje e inocente de la materia, en contacto con la cual vivía ahora en una especie de simbiosis, ya fuera inanimada o viva, bruta, como aquellos animales, los habitantes de aquellas colinas salvajes que conducían sus mulos a patada limpia en los testículos, la escasa y salvaje vegetación, las ratas a las que oía chapotear en el agua de la zanja, él con su invisible e impecable corbata, su invisible sombrero de copa y su impecable cuello de Eton sustituidos ahora por una mugrienta gorra con orejeras y una bufanda rota, lavándose en la tartera en que comía, agachándose sobre las basuras, sus manos de uñas rotas hinchadas de abscesos, con los dedos entumecidos torpemente apretados a su arma mientras temblaba apaciblemente de frío junto a una aspillera, mirando cómo se apagaban las estrellas una a una, cómo palidecía el cielo, cómo amanecían albas de acero, o resplandecientes de colores suaves, hierba doncella, junquillo, irisadas de amatista, coral, purpúrea, hasta tal punto que, más tarde, tuvo que interrumpirse otra vez, permanecer un momento ante la hoja de papel, meditabundo y receloso, las cejas fruncidas, el semblante ligeramente crispado, no por el recuerdo de lo que intentaba contar, sino por la dificultad de contarlo, de hacer creíble también aquello, vacilando, parecido a alguien que hablase con voz sorda, pensativa, mirando con fijeza el vacío y deteniéndose de pronto (un hombre contando la pasión que sintió por una mujer sabiendo muy bien que nadie más que él puede comprenderla, previendo la sorpresa reprimida, el asentimiento cortés, estupefacto, del confidente a quien enseñará la fotografía), y decidiéndose al fin, soltando la palabra imposible de hacer aceptar, aun siendo la única que traducía lo intraducible, formando una a una en el papel, lentamente, las letras que la componían, escribiendo que aquella época había sido como un "hechizo"...»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Planeta, en traducción de J. Escué Porta. ISBN: 84-08-46219-9. ]

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