«Álvaro enrojeció como un adolescente mientras Laura explicaba la nueva línea de trabajo abierta en Talleres Literarios.
-¿Y funciona? -pregunté.
-Hasta ahora sólo ha venido una persona -dijo Laura-, pero los principios son siempre difíciles. Cuando se convierta en una moda, habrá trabajo para todos. Para ti también, si quieres.
-¿Y quién es esa persona? -pregunté dirigiéndome a Álvaro.
-Una mujer -respondió incómodo.
-Esta mañana -añadió Laura riéndose- abrí la puerta de su despacho y sorprendí a la biografiada llorando a moco tendido.
-¿Se puso a llorar mientras te contaba su vida? -pregunté echando una mirada al grupo de al lado, en el que se acababa de integrar el director de mi periódico.
-Es que se ha muerto su marido -dijo Álvaro-. La gente llora cuando pierde a los seres queridos.
-La gente llora cuando pierde a los seres queridos -repitió con sorna Laura Ancos-. Excelente expresión. Con muchas frases así escribirás una biografía a su medida, que por otra parte es lo que nos hace falta para no quebrar. Lo más probable es que la buena mujer odiara a su marido, pero ahora llora cuando se acuerda de él. Los seres queridos. Excelente título para una novela. Suena a Tolstoy, quizá a Chejov. Los seres queridos, es que me encanta, de verdad. En una novela de ese título saldrían todos los seres que más detesta el ser humano, incluido el hámster del niño de la familia, y se titularía así: Los seres queridos. Por cierto, que me he cargado al hámster de mi hijo haciéndole tragar un ansiolítico diario. Ayer le dimos tierra en la maceta del geranio. Yo presidí el cortejo fúnebre y conseguí dar la impresión de estar destrozada. Fue magnífico. La asesina acudió al entierro y dio muestras de dolor, etcétera.
Álvaro Abril y yo nos miramos con gesto de paciencia. Laura Ancos tenía unos cuarenta años. Tras unas incursiones juveniles en la literatura, se había dedicado a la "gestión cultural" y acabó montando Talleres Literarios, que era el primer negocio de su vida que había durado más de un año. Cuando estaba sobria, resultaba discreta, incluso tímida, pero esa noche no había parado de beber.
-¿Mataste al hámster de tu hijo de verdad? -preguntó Álvaro.
-Sé que lo de las biografías va a funcionar -respondió ella volviéndose hacia mí-. Hay medio mundo deseando contar su vida y otro medio deseando oírla. Sólo es preciso poner en contacto a los oyentes adecuados con la historia adecuada. Acordaos de lo que os digo: acabaremos ganando más dinero con los productos secundarios que con las clases de escritura. La literatura el siglo XXI será literatura industrial o no será. Es curioso que mientras el resto de la realidad se encuentra en la era posindustrial, la literatura apenas acaba de entrar en el mercado. Vamos con cien años de retraso, pero nunca es tarde.
Álvaro Abril estaba avergonzado, de modo que se volvió a mí para justificarse y dijo que aunque sólo había tenido una entrevista con la mujer de la biografía, había descubierto de repente que podría salir un gran libro de ahí.
-¿Pero qué tiene esa mujer para que salga un gran libro? -preguntó Laura francamente agresiva.
-No tiene nada. Ése es su secreto, que no tiene nada. Es una mujer normal, del montón. ¿Pero os imagináis el resultado de describir la normalidad de forma minuciosa?
-Eso ya se ha hecho.
-Ya se ha hecho todo, no tiene que ver.
-Con tal de que no te olvides de que esto es un negocio, me da igual lo que hagas, corazón -añadió Laura, y desapareció detrás de un presentador de televisión, dejándonos solos a Álvaro Abril y a mí, que durante unos segundos no supimos qué decirnos.
-Te has quedado enganchando a la mujer esa, la de la biografía -dije al fin.
-Sí, no sé.
-A lo mejor te sale bien e inventas un género.
-Tiene que ser un texto muy periodístico.
-Lo mejor de El parque era su registro periodístico.
Noté que era la primera vez que una persona mayor le hablaba de su novela sin perdonarle la vida. Se sintió turbado y culpable por no haberme halagado antes que yo a él.
-¿De verdad crees que Laura ha matado al hámster?
-Tienes talento, muchacho -dije-. Sabes cuándo hay que tomar un cabo suelto. Y sí, sí lo ha matado.
En esto, el director de mi periódico echó un vistazo fuera de su círculo y su mirada tropezó con la mía. Ambos nos movimos para estrecharnos la mano. Abril, al quedar descolgado, se alejó para no parecer indefenso y regresó a la cocina, donde los cuatro hombres de antes continuaban riéndose. Abrió la nevera, como si buscara algo, aunque no tomó nada. No bebía y le parecía ridículo utilizar el recurso de llevar un vaso en la mano. Aun en las situaciones más difíciles, Álvaro Abril, realizaba estos pequeños gestos que él consideraba heroicos. No fumar, no beber, no comer más de lo que hubiera comido si se encontrara en su casa. No claudicar, en fin.
En esto, se abrió la puerta de lo que parecía una despensa y salió riéndose un hombre que se unió al grupo mientras otro se encerraba en el cubículo. Álvaro supuso que entraban allí para esnifar alguna porquería. Esta vez parecían no haber detectado su presencia. Criticaban al dueño de la casa como si él fuera invisible, por lo que se sentó en un taburete, junto a la mesa, con la esperanza de ser atacado por alguna decisión. Mientras esperaba, observó los ojos brillantes de los hombres y, de súbito, en vez de ser atacado por una decisión, se sintió invadido por una clase de euforia que reconoció enseguida, pues era idéntica a la que proporcionaba la proximidad del diablo en una novela de Mark Twain que leyó de adolescente, en el instituto. Había sentido esa euforia en dos o tres ocasiones anteriores y siempre había puesto algo importante en marcha. La última vez había sido el motor de su única novela, El parque, escrita en apenas tres meses, aunque en las entrevistas dijo que dos años. Sintió la necesidad de irse a casa y empezar algo, empezar algo.»
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