La herida.
I.-El anuncio
«Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahí les viene su miseria. En lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les enseñan. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud.
Los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad.
Cuando se ha visto la guerra como yo la acabo de ver, uno se pregunta: "¿Cómo se puede aceptar una cosa así? ¿Qué tratado de fronteras, qué honor nacional puede legitimar semejante cosa? ¿Cómo se puede maquillar de ideal lo que es simple bandidaje y obligar a admitirlo?"
Se dijo a los alemanes: "¡Adelante con la guerra lozana y alegre! ¡Nach París y Dios sea con nosotros, por una Alemania más grande!". Y los buenos alemanes pacíficos, que se lo toman todo en serio, se movilizaron para la conquista, se convirtieron en bestias feroces.
Se dijo a los franceses: "Nos atacan. Es la guerra del derecho y de la revancha. ¡A Berlín!" Y los franceses pacifistas, los franceses que no se toman nada en serio, interrumpieron sus ensoñaciones de pequeños rentistas para ir a batirse.
Y lo mismo ocurrió con los austríacos, los belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y a continuación los italianos. En una semana, veinte millones de hombres civilizados, ocupados en vivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse un futuro, han recibido la consigna de interrumpirlo todo para ir a matar a otros hombres. Y esos veinte millones de individuos han aceptado esta consigna porque se los había convencido de que tal era su deber.
Veinte millones, todos de buena fe, todos de acuerdo con Dios y con su príncipe... Veinte millones de imbéciles... ¡Como yo!
O mejor dicho, no, yo no creí en ese deber. Ya a los diecinueve años no pensaba que hubiera la menor grandeza en hundirle un arma en la tripa a un hombre, en alegrarme de su muerte.
Pero fui igualmente.
¿Porque hubiese sido difícil actuar de otro modo? No es ésta la verdadera razón, y no debo presentarme mejor de lo que soy. Fui en contra de mis convicciones, aunque de buen grado; no para batirme, sino por curiosidad: para ver.
Por mi conducta, me explico la de muchos otros, sobre todo en Francia.
La guerra lo trastornó todo en unas pocas horas, extendió por doquier esa apariencia de desorden grata a los franceses. Parten sin odio, pero atraídos por una aventura de la que cabe esperar cualquier cosa. Hace muy buen tiempo. La verdad, esta guerra cae muy oportunamente a comienzos del mes de agosto. Los modestos empleados son sus más encarnizados defensores: en vez de quince días de vacaciones van a tener varios meses, a costa de Alemania, para visitar el país.
El abigarramiento de vestimentas, de costumbres y de clases sociales, una fanfarria de clamores, una gran mezcla de bebidas, el impulso dado a las iniciativas individuales, una necesidad de romper cosas, de saltarse barreras y de violar las leyes, hicieron la guerra aceptable al comienzo. Se confundió con la libertad y se admitió la disciplina creyendo poder saltársela a la torera.
Por encima de todo reinaba un clima que tenía algo de verbena, de motín, de catástrofe y de triunfo, un gran trastorno que embriagaba. Se había cambiado el curso diario de la vida. Los hombres dejaban de ser empleados, funcionarios, asalariados, subordinados, para convertirse en exploradores y en conquistadores. Al menos eso era lo que creían. Soñaban con el Norte como si fuera una especie de América, de pampa, de selva virgen; con Alemania como si fuera un banquete, y con provincias devastadas, toneles agujereados, ciudades incendiadas, con el vientre blanco de las mujeres rubias de Germania, con botines inmensos, con todo aquello de lo que la vida habitualmente les privaba. Todos ponían su confianza en su destino, no pensaban en la muerte más que para los demás.
En suma, la guerra no se presentaba nada mal bajo los auspicios del desorden.
En Berlín, los que han provocado esto aparecían en los balcones de los palacios, en uniforme de gala, en la pose en que conviene que sean inmortalizados los conquistadores famosos.
Los que lanzan sobre nosotros a dos millones de fanáticos, armados de cañones de tiro rápido, de ametralladoras, de fusiles de repetición, de granadas, de aviones, de química y de electricidad, resplandecen de orgullo. Los que han dado la señal de la masacre sonríen ante su gloria próxima.
Es el instante en que se debería disparar la primera cinta de ametralladora -y la única- contra ese emperador y sus consejeros, que se creen fuertes y sobrehumanos, árbitros de nuestros destinos, y que no son más que unos miserables imbéciles. Su vanidad de imbéciles pierde al mundo.
En París, los que no han sabido evitar eso, y a los que sorprende y sobrepasa, y que comprenden que los discursos ya no bastan, se agitan, se consultan, aconsejan, preparan a toda prisa comunicados tranquilizadores y lanzan a la policía contra el fantasma de la revolución. La policía, siempre en activo, se lía a puñetazos con sus semejantes que no son lo bastante entusiastas.
En Bruselas, en Londres, en Roma, los que se sienten amenazados hacen la suma de todas las fuerzas presentes, un cálculo de probabilidades, y eligen un bando.
Y millones de hombres, por haber creído lo que enseñan los emperadores, los legisladores y los obispos en sus códigos, manuales y catecismos, los historiadores en sus historias, los ministros en la tribuna, los profesores en los colegios y la gente de bien en sus salones, millones de hombres forman rebaños sin cuento que unos pastores con galones conducen al matadero, al son de la música.
En unos pocos días, la civilización es aniquilada. En unos pocos días, los jefes han fracasado. Pues su papel, el único importante, era justamente evitar eso.
Si no sabíamos adónde íbamos, ellos, al menos, hubieran tenido que saber adónde conducían a sus naciones. Un hombre tiene derecho a comportarse como un idiota en su propia manera de actuar, pero no respecto a la de los demás.
En la tarde del 3 de agosto, en compañía de Fontan, un compañero de mi edad, recorro la ciudad.
En la terraza de un café del centro, una orquesta ataca La Marsellesa. Todo el mundo la escucha de pie y se descubre. Salvo un hombrecillo esmirriado, modestamente vestido, de rostro triste bajo su sombrero de paja, que está solo en un rincón. Un asistente repara en su presencia, se precipita hacia él y, con el dorso de la mano, le hace volar el sombrero. El hombre palidece, se encoge de hombros y responde: "¡Bravo! ¡Valiente ciudadano!". El otro le conmina a levantarse. Él se niega. Se acercan unos viandantes, los rodean. El agresor continúa: "¡Insulta usted al país y no pienso tolerarlo!". El hombrecillo, muy blanco ahora, pero obstinado, responde: "¡Pues a mí me parece que insultan ustedes a la razón y yo no digo nada. ¡Soy un hombre libre, y me niego a saludar a la guerra!". Una voz exclama: "¡Partidle la boca a este cobarde!". Se producen empujones detrás, se alzan bastones, se derriban mesas, se rompen vasos. La aglomeración, en cuestión de instantes, se vuelve enorme. Los de las últimas filas, que no han visto nada, informan a los recién llegados: "¡Es un espía. Ha gritado: ¡Viva Alemania!". La indignación subleva a la multitud, la hace precipitarse hacia delante. Se oyen ruidos de golpes sobre un cuerpo, gritos de odio y de dolor.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Acantilado, en traducción de José Ramón Monreal. ISBN: 978-84-92649-02-0.]
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