«Pero bueno, ahí estoy, en un aula o en la
pequeña biblioteca, investida de, o más bien arreando, tres facultades, como
tres señales de poder, para mí relativas y confusas, que son: la de quien ha
escrito esos libros; la de quien tiene por ahí algún título en Letras; y otra,
menos visible pero que me compromete mucho más: la de haber leído bastante -no
digo «ser» una «lectora» porque rechazo esa categoría tanto como la de
«lectores verdaderos», ¿habrá lectores falsos?-, digo solamente haber leído
bastante. Alguna seguridad agrega en ese momento ser todas esas cosas, pero
también establece una distancia: no estoy entre los chicos, claramente estoy
delante de ellos; y en el medio, los libros, ese pequeño capital que
circunstancialmente nos ha vuelto socios.
Quisiera dejarles muchas cosas,
pero no tengo más que un rato, casi con seguridad el único.
La intimidad que tenía con el
texto mientras lo estaba escribiendo -semanas, meses inventando, restregando y
puliendo, esa cercanía tan estrecha, que a mí me dura incluso después de que lo
veo impreso, desaparece completamente la primera vez que lo veo en manos de los
chicos. Ahí hay un salto. Es la certeza de que eso que había hecho para mí,
resulta que lo había hecho para ellos, y ellos están allí ahora, tiernos e inexorables.
Por eso, junto con la innegable satisfacción, también me nace dentro algo
defensivo: ¿así que me leyeron?, bien, ¿pero y yo qué tengo que ver? Y si por
caso me piden que yo misma les lea el texto en voz alta, como para mí también
la lectura es un acto íntimo y silencioso, el repliegue es todavía más fuerte:
me siento expuesta, medio desvestida, además descubro comas mal ubicadas y toda
clase de torpezas, por supuesto irreparables. Porque una cosa es publicar algo
que con tiempo y suerte habrán de leer a lo mejor miles de chicos, y otra, para
mí mucho más perturbadora, tener que leerlo allí mismo para que me escuchen
treinta.
La lectura en la escuela tiene
poco que ver con las formas adorables de lectura infantil que describieron
tantos amantes de los libros: el lector como un iniciado, los libros como
tesoro privado y hogar permanente; la lectura absorta, voraz; leer todo, hasta
los papeles de la basura; la lectura gatuna, entre sábanas, de altillo, de
baño, de piso panza abajo. Pensemos en la ansiedad del pequeño Sartre por
poseer los libros, al principio zamarreándolos como si fueran muñecos, por
vencer a las frases que se le resistían, ese niño que -escribiría años
después-, no arañaba la tierra ni buscaba nidos pero los libros fueron sus
pájaros y sus nidos, sus animales domésticos, su establo y su campo. O Borges
escondido en la azotea para poder leer Las mil y una noches; quien, ya
mayor, parafraseando a Emerson, describiría la biblioteca paterna como un
gabinete repleto de espíritus hechizados que al abrir los libros despertaban.
Sin ir a buscar referentes tan altos, la lectura escolar tampoco tiene mucho
que ver con la mía, que transcurría según dos variantes: debajo de un árbol
-como, después supe, recomendaba Omar Kayyam- o encima.
Los autores, por supuesto,
nos adherimos a la manera personal y secreta de leer -«libidinosa», llegó a decir
Daniel Pennac-, y la escuela nos pone ante una manera ruidosa, exterior,
utilitaria, a plena luz, colectiva, interferida; una lectura entre privada y
pública, no sé bien cómo calificarla, porque los chicos leen textos de ficción,
incluso textos que a veces ellos mismos han elegido libremente, pero lo hacen
de un modo estructurado, según modalidades más bien previsibles. Sabemos, desde
la sociología, que la lectura nunca es una experiencia del todo íntima, que el
lector opera en función de lo que intercambia, comparte y se contagia, que lee
con los valores que recibió y con un imaginario, gestos y gustos que tiene en
común con otros, pero acá, por supuesto, me refiero sólo al leer, al ejercicio,
al modo en que se abordan los libros en nuestra escuela. Y lo que de inmediato
echo de menos, más allá de otros beneficios más sofisticados, es el ocio que
acompañaba mis lecturas; ellas pedían tiempo, silencio, tranquilidad,
concentración, y yo podía proporcionárselos, y ahora pienso que me devolvían
más de eso mismo. No quisiera tener una mirada reaccionaria sobre este punto,
pero sigo pensando que estos son bienes valiosos -aun para no leer- y que hoy
están bastante acorralados, especialmente en nuestras grandes ciudades. Se les
va recortando el hábitat, como a los osos panda. Y es en las mismas escuelas
donde a menudo se asocia este déficit con ciertas conductas de los chicos:
hiperexcitados, ansiosos, con dificultades para entender, profundizar,
escuchar. No como único motivo, por supuesto, ni como una relación directa
causa-efecto -sería simplista pensar eso-, pero sí como dos fenómenos que se
apoyan y se alimentan entre sí.
Claro, los autores somos
adultos. Sabemos del modo gratuito de leer, ni emocional ni crédulo del
«distanciamiento»... Nos parecemos más a esos lectores llenos de tics y manías
que describía Italo Calvino. Leemos por placer... Pero placer da leer a Borges,
a Guimaraes Rosa... Salgari, y Andersen, y Jack London daban otra cosa. Daban
alegría, eran apasionantes. Y es eso lo que quisiera comunicarles a los chicos,
sólo que ya pertenecen al territorio de la memoria, que tiñe las cosas, y que
yo no soy más aquella lectora incondicional -no ingenua, sí incondicional,
rendida. Quisiera trasmitirles lo que a mí me ocurría al leer, cuidando de no
imponérselo, que no piensen que necesariamente les debe ocurrir eso, porque
sería volver a instalar la paradoja, ya demasiado conocida, de «obligarlos a
disfrutar». Es lo que me sugieren, por ejemplo, las consignas y frases fuerza
que nuestros maestros pegan sobre las pizarras en celebración de la lectura, o
los discursos pro-lectura de los actos públicos del distrito. Voces que instan,
como si instar bastara.
La escuela irrita a veces a los
autores.
«Usa» los textos de ficción,
los manipula y los trasmuta. Una vez leídos, a los chicos los ponen
invariablemente a trabajar con ellos: los hacen hacer dibujos, posters,
dramatizaciones, manualidades, redactan nuevos finales y nuevos textos con los
mismos personajes, cuando no subrayan las palabras esdrújulas, como si la
lectura no pudiera permanecer como pensamiento, interioridad, conversación, y
debiera dar prueba física de su existencia, porque ésa es a la vez la prueba de
que «sirve». Yo les pregunté a los maestros por qué los hacen trabajar después
de leer, nunca encontré una respuesta satisfactoria. Siempre siento que esas
prácticas alejan a mis textos de mí, y a los lectores de mis libros, de mis
formas deseables de leer. La escuela actúa en función de necesidades que yo no
tengo, pero nunca me convencerán de que una maqueta de plastilina, un disfraz
de Maruja, un rotafolio, sean extensiones necesarias de mis textos, y tampoco
que, después de haber hecho todas esas cosas, los chicos los habrán comprendido
mejor, o disfrutado más, o se sentirán más estimulados a leer.
La escuela también parece
mandada a hacer para alimentar nuestra refunfuñante relación con el análisis de
contenido, la interpretación, la «traducción» que describía Susan Sontag.
Usted, cuando dijo aquello, en realidad quiso decir esto, ¿no? ¿Qué mejor que
preguntarle al autor, entonces, que de seguro ha de tener todas las claves? La
ambigüedad, el segmento de historia que se escapa, el «porque sí», la sinrazón
de la conducta de los personajes..., mejor pasar todo en limpio, normalizarlo.
No importa que el texto sea transparente, cavarán para mirar qué hay abajo,
hundirán el dedo en el soufflé. No me preocupan las lecturas que hacen los chicos, sino
las que les hacen hacer: de esas no me puedo hacer cargo. En estos veinte años
que pasaron desde que salió mi primer libro, incursioné en las formas que menos
se dejaban atrapar por la lectura interpretativa, desde la parodia hasta los
catálogos de animales, con mucho éxito debo decir, pero no todo el éxito; por
lo que llegué a la conclusión de que para encontrar un contenido útil basta la
voluntad .Pero siempre me iré de la escuela con la duda de que tal vez «algo»
en el texto invitó a que fuera leído de ese modo. El sistema no estimula las
lecturas originales -lo sé-, ¿pero quién me asegura que mi texto no fue
cómplice involuntario de la lectura didáctica?
A pesar de estas cosas nuestra
escuela -sobra decirlo- es fundamental como promotora de lectura. La
necesitamos muchísimo, y todo lo que me escuchen decir aquí serán apenas
variaciones de un único conflicto no resuelto entre la importancia que tiene y
le asigno, y el escozor que me causan algunos de sus métodos, que a veces hasta
parecen conspirar contra sus propósitos.
Pero me toca estar ahí. Y los
chicos preguntan. Y en esas preguntas aparecen otras «lecturas» que tienen
hechas, éstas ya sobre el mundo de los libros y de la escritura.
Me hizo gracia descubrir en un
artículo de Michel Tournier, en un viejo ejemplar del Correo de la Unesco, que
las preguntas que le hacían sus chicos eran exactamente iguales a las que nos
hacen los nuestros. No son más pueriles que las de los adultos -decía- y en
conjunto, quizás menos, porque, de un modo brutal, van directamente a lo esencial.
¿Cuánto tiempo tarda en escribir un libro? (¿Cuál de ellos?) ¿Cuánto gana?
(Diez por ciento sobre el precio de tapa; los libros no se recogen de los
prados como frutas silvestres, imagen engañosa que podría aparecer en un libro
para niños) Si tiene faltas de ortografía, ¿qué le dicen en la editorial?
¿Alguien la ayuda a corregirlas? (Los tranquiliza mucho saber que estamos
respaldados en ese aspecto, tanto como saber que a la edad de ellos también
teníamos faltas de ortografía) Algunas preguntas son fáciles, otras hay que
responderlas como si lo fueran. ¿Qué hay de verdad en sus historias? Esta
última, decía Tournier, pone en entredicho toda la estética literaria: la
verdad de la ficción; tema que peló las pestañas de tantísimos ensayistas. Yo
agregaría esta variante, más comprometida: ¿usted escribe sobre lo que le pasa?
Los derivaría a mi terapeuta, si lo tuviera. Bueno -les explico-, yo tenía una
gata igual a mi tía abuela e imaginé que el tío abuelo de alguien podía haberse
reencarnado en un gato. Algunos se ríen, otros me miran como yo miro a los
nenes de cinco años. De cualquier modo, sé que la cosa no pasa por ahí, ésa es
sólo la anécdota, la superficie. Ahora bien: ¿quiero indagar en esa cuestión?,
¿tengo la obligación de indagar? No. La relación que tengo con lo que escribo
es un mecanismo delicado, y a ver si todavía rompo algo.
Quieren saber si leía de chica.
(Muchas de las preguntas, verán, apuntan a que yo les dibuje una imagen de mí a
la edad que ellos tienen) Les digo que para mí leer fue una suerte. Y es así:
leía porque en mi casa había libros, porque mis padres y abuelos leían; para
mis padres la instrucción determinaba mejora y ascenso en la escala laboral y,
por ende, social, pero la lectura era un hábito que se valoraba por sí, cualquiera
fuera la condición del sujeto, no era un medio, lo alentaban bien, en forma
natural, sin énfasis ni discursos. Sin embargo estaba previsto un desarrollo
que se truncó o se torció, y el modesto capital de lectura que había en las
casas de aquellos hijos de inmigrantes hoy parecería un lujo. Lo mismo cuando
los chicos me preguntan cómo llegué a escribir: tengo que decirles que para
escribir hay que leer -sin que me malentiendan, por favor: ser escritor no es
el premio por haber sido lector-, pero ocurre que hay lugares donde una
afirmación tan simple como ésta basta para ver esfumarse la posibilidad.
Faltan libros. No hay, o hay
pocos, en los sitios donde los chicos están. Se organizan numerosos eventos de
promoción de la lectura, y entre los promotores culturales hay desde
entusiastas y eficaces francotiradores a burócratas de las dependencias
oficiales, pero mi impresión es que si sus esfuerzos dieran cien por cien del
resultado, los chicos no leerían más porque su acceso a los libros es mezquino
y defectuoso. (Últimamente, en Buenos Aires, el estímulo de la lectura adoptó
la forma de mega eventos públicos rodeados de mucha prensa. Por ejemplo, una
donación masiva, en contenedores, para dos escuelas carentes de provincia -como
si fuera defendible la posición de que las escuelas pobres deban nutrirse de
libros usados-; o una gigantesca maratón de lectura, también con libros
donados, como la que estaba por comenzar cuando me venía, patrocinada por una
fundación asociada a un importante matutino). Pero el trabajo en penumbra,
silencioso, sistemático, encarado en forma permanente, que implica proveer de
libros y de mediadores idóneos, está desplazado. Quizás por eso: porque no
luce.
Hay lugares -tengo tres
recuerdos muy vívidos- donde sentí que hablar de libros era ofensivo. No había
rol de escritor que se pudiera sostener. Para esos chicos el universo de las
letras, hasta el de las palabras, era un territorio casi amenazante. No tenían
libros en sus casas, ni biblioteca en la escuela, ni biblioteca en sus barrios.
No existía el lugar de fuga para ellos. Y no eran chicos de la calle, eran
escolares, una escuela los contenía, estaban dentro del sistema. Pero había que
recomponer algo antes, para que luego la lectura pudiera contribuir a hacer de
ellos lo que ya sabemos: individuos autosuficientes, mejor equipados, capaces
de pensar. Mientras tanto cualquier discurso sobre su función reparadora era
provisorio. Es el punto donde el voluntarismo encuentra su límite, creo, y el
problema de la lectura trasciende la lectura, es político, sin duda lo es, y
sería ingenuo circunscribir la tarea al contacto, a provocar o alentar el
contacto, como si lo único que estuviera faltando fuera la oportunidad. En
nuestros países no deberíamos soslayar esta instancia política; que seguramente
trae turbulencias y ruidos en esta permanente voluntad de acordar, tan
armoniosa y sin fisuras, como la que se pone de manifiesto en estos foros, y
que es muy loable pero que se logra sólo si están todos los problemas, con
todos sus ingredientes y alcances, puestos a la vista y en consideración. Por
eso a veces también me pregunto si la preocupación por cómo leen nuestros
chicos no es hilar demasiado fino. En realidad leen como pueden, como los
dejan, si los dejan. Sin embargo no podemos dejar de hacerlo, justamente porque
a veces esa escuela es la única proveedora de alguna, precaria, forma de
lectura.
Por cierto, a los autores nos
invitan casi siempre a las escuelas donde los libros, digamos, circulan.
Y allí estoy, de nuevo,
pensando si es mejor privilegiar las preguntas más generales, ésas que «valen
para todos los libros», o atender más bien a la curiosidad de ese momento.
Pensando, siempre, cómo intervenir sin interferir.»
[El extracto pertenece a la edición en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes]
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