sábado, 23 de diciembre de 2017

Confusiones de una autora ante sus lectores.- Ema Wolf (1948)


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«Pero bueno, ahí estoy, en un aula o en la pequeña biblioteca, investida de, o más bien arreando, tres facultades, como tres señales de poder, para mí relativas y confusas, que son: la de quien ha escrito esos libros; la de quien tiene por ahí algún título en Letras; y otra, menos visible pero que me compromete mucho más: la de haber leído bastante -no digo «ser» una «lectora» porque rechazo esa categoría tanto como la de «lectores verdaderos», ¿habrá lectores falsos?-, digo solamente haber leído bastante. Alguna seguridad agrega en ese momento ser todas esas cosas, pero también establece una distancia: no estoy entre los chicos, claramente estoy delante de ellos; y en el medio, los libros, ese pequeño capital que circunstancialmente nos ha vuelto socios.
  Quisiera dejarles muchas cosas, pero no tengo más que un rato, casi con seguridad el único.
  La intimidad que tenía con el texto mientras lo estaba escribiendo -semanas, meses inventando, restregando y puliendo, esa cercanía tan estrecha, que a mí me dura incluso después de que lo veo impreso, desaparece completamente la primera vez que lo veo en manos de los chicos. Ahí hay un salto. Es la certeza de que eso que había hecho para mí, resulta que lo había hecho para ellos, y ellos están allí ahora, tiernos e inexorables. Por eso, junto con la innegable satisfacción, también me nace dentro algo defensivo: ¿así que me leyeron?, bien, ¿pero y yo qué tengo que ver? Y si por caso me piden que yo misma les lea el texto en voz alta, como para mí también la lectura es un acto íntimo y silencioso, el repliegue es todavía más fuerte: me siento expuesta, medio desvestida, además descubro comas mal ubicadas y toda clase de torpezas, por supuesto irreparables. Porque una cosa es publicar algo que con tiempo y suerte habrán de leer a lo mejor miles de chicos, y otra, para mí mucho más perturbadora, tener que leerlo allí mismo para que me escuchen treinta.
  La lectura en la escuela tiene poco que ver con las formas adorables de lectura infantil que describieron tantos amantes de los libros: el lector como un iniciado, los libros como tesoro privado y hogar permanente; la lectura absorta, voraz; leer todo, hasta los papeles de la basura; la lectura gatuna, entre sábanas, de altillo, de baño, de piso panza abajo. Pensemos en la ansiedad del pequeño Sartre por poseer los libros, al principio zamarreándolos como si fueran muñecos, por vencer a las frases que se le resistían, ese niño que -escribiría años después-, no arañaba la tierra ni buscaba nidos pero los libros fueron sus pájaros y sus nidos, sus animales domésticos, su establo y su campo. O Borges escondido en la azotea para poder leer Las mil y una noches; quien, ya mayor, parafraseando a Emerson, describiría la biblioteca paterna como un gabinete repleto de espíritus hechizados que al abrir los libros despertaban. Sin ir a buscar referentes tan altos, la lectura escolar tampoco tiene mucho que ver con la mía, que transcurría según dos variantes: debajo de un árbol -como, después supe, recomendaba Omar Kayyam- o encima.
  Los autores, por supuesto, nos adherimos a la manera personal y secreta de leer -«libidinosa», llegó a decir Daniel Pennac-, y la escuela nos pone ante una manera ruidosa, exterior, utilitaria, a plena luz, colectiva, interferida; una lectura entre privada y pública, no sé bien cómo calificarla, porque los chicos leen textos de ficción, incluso textos que a veces ellos mismos han elegido libremente, pero lo hacen de un modo estructurado, según modalidades más bien previsibles. Sabemos, desde la sociología, que la lectura nunca es una experiencia del todo íntima, que el lector opera en función de lo que intercambia, comparte y se contagia, que lee con los valores que recibió y con un imaginario, gestos y gustos que tiene en común con otros, pero acá, por supuesto, me refiero sólo al leer, al ejercicio, al modo en que se abordan los libros en nuestra escuela. Y lo que de inmediato echo de menos, más allá de otros beneficios más sofisticados, es el ocio que acompañaba mis lecturas; ellas pedían tiempo, silencio, tranquilidad, concentración, y yo podía proporcionárselos, y ahora pienso que me devolvían más de eso mismo. No quisiera tener una mirada reaccionaria sobre este punto, pero sigo pensando que estos son bienes valiosos -aun para no leer- y que hoy están bastante acorralados, especialmente en nuestras grandes ciudades. Se les va recortando el hábitat, como a los osos panda. Y es en las mismas escuelas donde a menudo se asocia este déficit con ciertas conductas de los chicos: hiperexcitados, ansiosos, con dificultades para entender, profundizar, escuchar. No como único motivo, por supuesto, ni como una relación directa causa-efecto -sería simplista pensar eso-, pero sí como dos fenómenos que se apoyan y se alimentan entre sí.
  Claro, los autores somos adultos. Sabemos del modo gratuito de leer, ni emocional ni crédulo del «distanciamiento»... Nos parecemos más a esos lectores llenos de tics y manías que describía Italo Calvino. Leemos por placer... Pero placer da leer a Borges, a Guimaraes Rosa... Salgari, y Andersen, y Jack London daban otra cosa. Daban alegría, eran apasionantes. Y es eso lo que quisiera comunicarles a los chicos, sólo que ya pertenecen al territorio de la memoria, que tiñe las cosas, y que yo no soy más aquella lectora incondicional -no ingenua, sí incondicional, rendida. Quisiera trasmitirles lo que a mí me ocurría al leer, cuidando de no imponérselo, que no piensen que necesariamente les debe ocurrir eso, porque sería volver a instalar la paradoja, ya demasiado conocida, de «obligarlos a disfrutar». Es lo que me sugieren, por ejemplo, las consignas y frases fuerza que nuestros maestros pegan sobre las pizarras en celebración de la lectura, o los discursos pro-lectura de los actos públicos del distrito. Voces que instan, como si instar bastara.
  La escuela irrita a veces a los autores.
  «Usa» los textos de ficción, los manipula y los trasmuta. Una vez leídos, a los chicos los ponen invariablemente a trabajar con ellos: los hacen hacer dibujos, posters, dramatizaciones, manualidades, redactan nuevos finales y nuevos textos con los mismos personajes, cuando no subrayan las palabras esdrújulas, como si la lectura no pudiera permanecer como pensamiento, interioridad, conversación, y debiera dar prueba física de su existencia, porque ésa es a la vez la prueba de que «sirve». Yo les pregunté a los maestros por qué los hacen trabajar después de leer, nunca encontré una respuesta satisfactoria. Siempre siento que esas prácticas alejan a mis textos de mí, y a los lectores de mis libros, de mis formas deseables de leer. La escuela actúa en función de necesidades que yo no tengo, pero nunca me convencerán de que una maqueta de plastilina, un disfraz de Maruja, un rotafolio, sean extensiones necesarias de mis textos, y tampoco que, después de haber hecho todas esas cosas, los chicos los habrán comprendido mejor, o disfrutado más, o se sentirán más estimulados a leer.
  La escuela también parece mandada a hacer para alimentar nuestra refunfuñante relación con el análisis de contenido, la interpretación, la «traducción» que describía Susan Sontag. Usted, cuando dijo aquello, en realidad quiso decir esto, ¿no? ¿Qué mejor que preguntarle al autor, entonces, que de seguro ha de tener todas las claves? La ambigüedad, el segmento de historia que se escapa, el «porque sí», la sinrazón de la conducta de los personajes..., mejor pasar todo en limpio, normalizarlo. No importa que el texto sea transparente, cavarán para mirar qué hay abajo, hundirán el dedo en el soufflé. No me preocupan las lecturas que hacen los chicos, sino las que les hacen hacer: de esas no me puedo hacer cargo. En estos veinte años que pasaron desde que salió mi primer libro, incursioné en las formas que menos se dejaban atrapar por la lectura interpretativa, desde la parodia hasta los catálogos de animales, con mucho éxito debo decir, pero no todo el éxito; por lo que llegué a la conclusión de que para encontrar un contenido útil basta la voluntad .Pero siempre me iré de la escuela con la duda de que tal vez «algo» en el texto invitó a que fuera leído de ese modo. El sistema no estimula las lecturas originales -lo sé-, ¿pero quién me asegura que mi texto no fue cómplice involuntario de la lectura didáctica?
  A pesar de estas cosas nuestra escuela -sobra decirlo- es fundamental como promotora de lectura. La necesitamos muchísimo, y todo lo que me escuchen decir aquí serán apenas variaciones de un único conflicto no resuelto entre la importancia que tiene y le asigno, y el escozor que me causan algunos de sus métodos, que a veces hasta parecen conspirar contra sus propósitos.
  Pero me toca estar ahí. Y los chicos preguntan. Y en esas preguntas aparecen otras «lecturas» que tienen hechas, éstas ya sobre el mundo de los libros y de la escritura.
  Me hizo gracia descubrir en un artículo de Michel Tournier, en un viejo ejemplar del Correo de la Unesco, que las preguntas que le hacían sus chicos eran exactamente iguales a las que nos hacen los nuestros. No son más pueriles que las de los adultos -decía- y en conjunto, quizás menos, porque, de un modo brutal, van directamente a lo esencial. ¿Cuánto tiempo tarda en escribir un libro? (¿Cuál de ellos?) ¿Cuánto gana? (Diez por ciento sobre el precio de tapa; los libros no se recogen de los prados como frutas silvestres, imagen engañosa que podría aparecer en un libro para niños) Si tiene faltas de ortografía, ¿qué le dicen en la editorial? ¿Alguien la ayuda a corregirlas? (Los tranquiliza mucho saber que estamos respaldados en ese aspecto, tanto como saber que a la edad de ellos también teníamos faltas de ortografía) Algunas preguntas son fáciles, otras hay que responderlas como si lo fueran. ¿Qué hay de verdad en sus historias? Esta última, decía Tournier, pone en entredicho toda la estética literaria: la verdad de la ficción; tema que peló las pestañas de tantísimos ensayistas. Yo agregaría esta variante, más comprometida: ¿usted escribe sobre lo que le pasa? Los derivaría a mi terapeuta, si lo tuviera. Bueno -les explico-, yo tenía una gata igual a mi tía abuela e imaginé que el tío abuelo de alguien podía haberse reencarnado en un gato. Algunos se ríen, otros me miran como yo miro a los nenes de cinco años. De cualquier modo, sé que la cosa no pasa por ahí, ésa es sólo la anécdota, la superficie. Ahora bien: ¿quiero indagar en esa cuestión?, ¿tengo la obligación de indagar? No. La relación que tengo con lo que escribo es un mecanismo delicado, y a ver si todavía rompo algo.
  Quieren saber si leía de chica. (Muchas de las preguntas, verán, apuntan a que yo les dibuje una imagen de mí a la edad que ellos tienen) Les digo que para mí leer fue una suerte. Y es así: leía porque en mi casa había libros, porque mis padres y abuelos leían; para mis padres la instrucción determinaba mejora y ascenso en la escala laboral y, por ende, social, pero la lectura era un hábito que se valoraba por sí, cualquiera fuera la condición del sujeto, no era un medio, lo alentaban bien, en forma natural, sin énfasis ni discursos. Sin embargo estaba previsto un desarrollo que se truncó o se torció, y el modesto capital de lectura que había en las casas de aquellos hijos de inmigrantes hoy parecería un lujo. Lo mismo cuando los chicos me preguntan cómo llegué a escribir: tengo que decirles que para escribir hay que leer -sin que me malentiendan, por favor: ser escritor no es el premio por haber sido lector-, pero ocurre que hay lugares donde una afirmación tan simple como ésta basta para ver esfumarse la posibilidad.
  Faltan libros. No hay, o hay pocos, en los sitios donde los chicos están. Se organizan numerosos eventos de promoción de la lectura, y entre los promotores culturales hay desde entusiastas y eficaces francotiradores a burócratas de las dependencias oficiales, pero mi impresión es que si sus esfuerzos dieran cien por cien del resultado, los chicos no leerían más porque su acceso a los libros es mezquino y defectuoso. (Últimamente, en Buenos Aires, el estímulo de la lectura adoptó la forma de mega eventos públicos rodeados de mucha prensa. Por ejemplo, una donación masiva, en contenedores, para dos escuelas carentes de provincia -como si fuera defendible la posición de que las escuelas pobres deban nutrirse de libros usados-; o una gigantesca maratón de lectura, también con libros donados, como la que estaba por comenzar cuando me venía, patrocinada por una fundación asociada a un importante matutino). Pero el trabajo en penumbra, silencioso, sistemático, encarado en forma permanente, que implica proveer de libros y de mediadores idóneos, está desplazado. Quizás por eso: porque no luce.
  Hay lugares -tengo tres recuerdos muy vívidos- donde sentí que hablar de libros era ofensivo. No había rol de escritor que se pudiera sostener. Para esos chicos el universo de las letras, hasta el de las palabras, era un territorio casi amenazante. No tenían libros en sus casas, ni biblioteca en la escuela, ni biblioteca en sus barrios. No existía el lugar de fuga para ellos. Y no eran chicos de la calle, eran escolares, una escuela los contenía, estaban dentro del sistema. Pero había que recomponer algo antes, para que luego la lectura pudiera contribuir a hacer de ellos lo que ya sabemos: individuos autosuficientes, mejor equipados, capaces de pensar. Mientras tanto cualquier discurso sobre su función reparadora era provisorio. Es el punto donde el voluntarismo encuentra su límite, creo, y el problema de la lectura trasciende la lectura, es político, sin duda lo es, y sería ingenuo circunscribir la tarea al contacto, a provocar o alentar el contacto, como si lo único que estuviera faltando fuera la oportunidad. En nuestros países no deberíamos soslayar esta instancia política; que seguramente trae turbulencias y ruidos en esta permanente voluntad de acordar, tan armoniosa y sin fisuras, como la que se pone de manifiesto en estos foros, y que es muy loable pero que se logra sólo si están todos los problemas, con todos sus ingredientes y alcances, puestos a la vista y en consideración. Por eso a veces también me pregunto si la preocupación por cómo leen nuestros chicos no es hilar demasiado fino. En realidad leen como pueden, como los dejan, si los dejan. Sin embargo no podemos dejar de hacerlo, justamente porque a veces esa escuela es la única proveedora de alguna, precaria, forma de lectura.
  Por cierto, a los autores nos invitan casi siempre a las escuelas donde los libros, digamos, circulan.
  Y allí estoy, de nuevo, pensando si es mejor privilegiar las preguntas más generales, ésas que «valen para todos los libros», o atender más bien a la curiosidad de ese momento. Pensando, siempre, cómo intervenir sin interferir.» 
 
 [El extracto pertenece a la edición en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes]
  

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