miércoles, 27 de diciembre de 2017

La química secreta de los encuentros.- Marc Levy (1961)


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«Hombres de esmoquin y mujeres en vestido de noche se apretujaban en los escalones. Daldry cogió a Alice del brazo y se unió a la muchedumbre.
 -No me diga ... -susurró Alice al oído de Daldry.
 -¿Que vamos a la ópera? ¡Pues sí! Le había preparado esta sorpresita. La agencia de viajes de Londres lo orquestó todo. Nuestras entradas esperan en la taquilla. Una noche en Viena sin ir a escuchar una obra de teatro lírico era inconcebible.
 -Pero no con la ropa con la que he viajado todo el día -dijo Alice-. Mire a la gente de alrededor, parezco una pordiosera.
 -¿Por qué cree que estaba perdiendo la paciencia en ese maldito taxi? El traje de gala es obligatorio, así que haga como yo y cierre bien su abrigo; nos lo quitaremos cuando la sala esté sumida en la oscuridad. Se lo ruego, ni un comentario; por Mozart, estoy dispuesto a todo.
 Alice estaba realmente contenta de ir a la ópera, era su primera vez, por lo que obedeció a Daldry sin chistar. Se colaron entre los espectadores con la esperanza de escapar a la vigilancia de los porteros, acomodadores y vendedores de programas, que se ajetreaban en el vestíbulo principal. Daldry se presentó ante la ventanilla y le dio su nombre a la recepcionista. La mujer se puso las gafas e hizo pasar una larga regla de madera por el registro que se encontraba delante de ella.
 -Señor y señora Daldry, de Londres -dijo con un acento austríaco muy marcado y le tendió las entradas a Ethan.
 Sonó un timbre anunciando el comienzo del espectáculo. Alice hubiese querido tener tiempo para contemplar el lugar, el esplendor de la gran escalera, las arañas gigantescas, los dorados, pero Daldry no le dio ocasión. La tiraba del brazo sin parar para mantenerse ocultos entre la muchedumbre, que avanzaba con sus entradas hacia el jefe de sala. Cuando llegó su turno, Daldry contuvo el aliento. El jefe de sala le pidió amablemente que dejaran sus abrigos en el guardarropa, pero Daldry hizo como si no le entendiera. Detrás de ellos, los espectadores empezaban a impacientarse. El jefe de sala alzó los ojos al cielo, rasgó la esquina inferior de las entradas y los dejó entrar. La acomodadora se quedó mirando a Alice y, a su vez, le rogó que se quitase el abrigo. Estaba prohibido llevarlo en la sala. Alice se sonrojó, Daldry se mostró ofendido, volviendo a hacer como si no comprendiese una palabra de lo que le decían, pero la acomodadora había adivinado su estratagema y les pidió en un inglés muy decente que hicieran el favor de obedecer y hacer lo que se les pedía. Las normas sobre la indumentaria eran estrictas, y el traje de etiqueta, obligatorio.
 -Dado que habla nuestra lengua, señorita, podemos solucionarlo entre nosotros. Acabamos de llegar del aeropuerto y un estúpido accidente en el hielo de sus carreteras nos ha impedido cambiarnos.
 -Señora, y no señorita -respondió la acomodadora-. Y, sean cuales sean sus motivos, debe llevar imperativamente esmoquin y la señora vestido largo.
 -Pero eso qué importa, ¡si vamos a estar a oscuras!
 -No soy yo quien hace las reglas, en cambio, estoy obligada a hacerlas cumplir. Tengo más personas que acompañar, señor, regrese a la ventanilla, donde le reembolsarán sus entradas.
 -Pero bueno -dijo Daldry perdiendo la paciencia-, cada regla tiene su excepción, ¡su reglamento tendrá la suya! No estaremos más que una noche aquí, simplemente le pido que mire para otro lado.
 La acomodadora miró a Daldry de una manera que no dio ninguna esperanza.
 Alice le suplicó que no montase un escándalo.
 -Venga -dijo-, no pasa nada, era una maravillosa idea y ya estoy más que sorprendida. Vamos a cenar, estamos agotados, tal vez no habríamos aguantado toda una ópera.
 Daldry fulminó a la acomodadora con la mirada, cogió sus entradas, que rompió delante de ella, y arrastró a Alice hacia el vestíbulo.
 -Estoy furioso -dijo al abandonar la ópera-, no es un desfile de moda, sino música.
 -Es la costumbre, hay que respetarla -respondió Alice, para calmarlo.
 -Bueno, pues esa costumbre es grotesca, y ya está -refunfuñó Daldry al salir a la calle.
 -Es gracioso -dijo Alice-, cuando se enfada pone cara de niño. Menudo carácter debía de tener.
 -¡Tenía muy buen carácter y era un niño fácil!
 -No le creo ni por un instante -le respondió Alice riéndose.
 Fueron en busca de un restaurante y, al mismo tiempo, rodearon la ópera.
 -Esa idiota de la acomodadora nos ha hecho perdernos Don Giovanni. No se me pasa. Al agente de viajes le costó muchísimo conseguirnos esos asientos.
 Alice había visto una puertecita por la que acababa de salir un utilero. La puerta no estaba completamente cerrada, y Alice puso una sonrisa traviesa.
 -¿Estaría dispuesto a arriesgarse a una noche en la comisaría por escuchar Don Giovanni?
 -Ya le he dicho que por Mozart estaría dispuesto a todo. 
 -Entonces, sígame. Con un poco de suerte, tal vez sea yo quien le sorprenda ahora.
 Alice empujó la puerta de servicio y conminó a Daldry a que la siguiera sin hacer ruido. [...]
 -¿Y si nos pillan? -preguntó Daldry.
 -Diremos que nos hemos perdido buscando los aseos, ahora trepe y cállese.
 [...] Daldry la seguía, paso a paso, y cuanto más avanzaban mejor se distinguían las melodías de la ópera.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2012, en traducción de Juan Camargo. ISBN: 978-840-800789-0.]
 

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