sábado, 16 de diciembre de 2017

Textos periodísticos.- Isabel Oyarzábal Smith (1878-1974)


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El sufragio femenino II.- Por lo que debe votar la mujer.

«Es indudable que para que un movimiento cualquiera adquiera fuerza en el país en donde ha de implantarse y atraiga, hasta el punto de desentrañar de su uso antiguos prejuicios, sustituyéndolos con nuevos y más puros ideales, es, ante todo, necesario que el país en cuestión esté perfectamente compenetrado de las ventajas que dicho movimiento puede reportarle.
  Sea cual fuere el terreno que se escoja para la implantación de una reforma, si no está debidamente preparado de antemano a ese fin, existirá el peligro de no adaptación, inherente a todo cambio, y por lo tanto, se corre el riesgo de que la semilla nueva, sembrada a costa de grandes sacrificios, se malogre sin fructificar.
  En un artículo anterior hemos visto que en España la mujer, hasta la hora presente, no ha sentido necesidad de ejercer su derecho al sufragio, no ha comprendido aún que la vida moderna y las exigencias anejas a esta la obligan, como a todo ser consciente, a determinadas responsabilidades, y que no podrá salvar estas, si no obtiene derechos y facultades que faciliten su pleno desarrollo.
  Veamos ahora cómo, una vez logrado esto, la mujer no sólo puede colaborar plenamente al perfeccionamiento y evolución de su propia vida, sino garantizar también lo que para ella es más importante aún que su bienestar personal: la salud, la fuerza y la felicidad de las generaciones venideras.
  Todas las mujeres del mundo que han luchado por conseguir el derecho a votar, lo han hecho teniendo a la vista estos dos grandes ideales. A ninguna ha preocupado ni impulsado un innoble afán de ganancia, ni una desenfrenada ambición; todos los esfuerzos, todos los sacrificios, y han sido muchos y muy grandes los que se han llevado a cabo, han tenido por único y exclusivo objeto el deseo de evitar el sufrimiento que los hombres, con sus leyes, no supieron hasta ahora mitigar; atacar de raíz las injusticias, y abolir, en lo posible, cuanto entraña en la vida un peligro, un obstáculo, por insignificante que sea, al perfecto desarrollo de la raza.
  El voto en manos de la mujer, sin que esto quiera decir que la continua evolución de la humanidad no engendre, alguna vez, nuevas posibilidades, significa tan solo el sostenimiento, como representantes del pueblo, de aquellos hombres que sepan, interpretándolas, luchar por las necesidades de esas dos grandes fuerzas de una nación, que hasta ahora han sido supeditadas a otras muchas menos importantes: la de la mujer, como madre efectiva o probable, y la del niño, que es la esperanza del mañana.
  Y esas necesidades a que aludimos son, en primer lugar: la legalización del trabajo femenino con la extirpación radical de la llaga conocida con el nombre de sweated labour, ese trabajo a domicilio que obliga a las costureras que laboran para los establecimientos de ropas confeccionadas a trabajar doce y catorce horas al día para sacar un jornal de una peseta, a lo sumo, y que exprime, gota a gota, la sangre y la vitalidad de miles de infelices obreras.
  Segundo. Reglamentación del trabajo de la mujer en la fábrica, y concesión a favor de ésta de la retribución que por idéntica labor disfrutan los hombres.
  Tercero. Socorro del estado a la mujer embarazada o lactante, que le evite el cansancio de un trabajo continuo y haga peligrar su salud y la de su hijo. Dicho socorro podía concederse, bien por medio de pequeñas pensiones, bien por bonos de alimentos y alquileres, lo suficiente para que aquellas que cumpliesen la misión de la maternidad no tuvieran que luchar al propio tiempo con el hambre y la miseria.
  Cuarto. La implantación, en ciertos y determinados casos, del derecho al divorcio, sobre todo cuando ello implicara una protección y libre disposición de bienes en favor de los hijos.
  Quinto. Abolición de ese baldón vergonzoso, indigno de una nación civilizada, que legaliza y regula la prostitución, y convierte en esclavas, dificultando o impidiendo toda rehabilitación, a mujeres que han nacido con el mismo derecho que tenemos todos a encauzar en una u otra forma su existencia.
  Sexto. Reconocimiento del poder maternal, que ahora queda limitado al cumplimiento por la mujer de determinados deberes, en tanto al hombre, al que no ligan apenas obligaciones, tiene, como padre, omnímodo derecho sobre su hijo, con exclusión muchas veces de las facultades que, por naturaleza y por lógica, debían corresponder a la madre.
  Séptimo. Oposición eficaz y terminante a todos aquellos vicios que, como el alcoholismo, no sólo afectan al individuo que dominan, sino a los seres que este engendra o concibe, y cuyas consecuencias son el raquitismo, el escrofulismo, la tuberculosis y la debilidad física y moral de los que nacen en dichas condiciones adversas.
  Por último, implantación de leyes que eviten los males y desventajas sociales que ahora padecen esos pequeños seres desvalidos, cuya ilegitimidad los priva de los derechos que siguen, tranquilamente, disfrutando aquellos que son causa directa de su mísera e ilegal existencia.
  Estas son, en concreto, las principales aspiraciones que han llevado a las mujeres de otros países a reclamar para su sexo el derecho a votar, y que, sin duda alguna, seguirán impulsando a las que aún no han visto realizado su ideal, y a las que, como las españolas, no se han dado aún perfecta cuenta de lo que significa.
  A más de las ocho peticiones fundamentales que constituyen la bandera del movimiento feminista, de las necesidades especiales de cada país, surgen nuevas exigencias colaterales, y siempre relacionadas con aquello que, directa o indirectamente, afecta al bienestar de la mujer y del niño. Tales como los asilos de ancianas desvalidas y niños huérfanos; los jardines de la infancia, lugar de refugio de aquellos pequeños cuyas madres deben ganar el necesario sustento; la inspección femenina en cuanto se refiere a la cuestión de las subsistencias, y sobre todo, a la inicua adulteración de artículos de primera necesidad, que va en aumento día por día y de la que no se preocupan los hombres, sin duda porque reclama su atención la solución de asuntos más graves, al parecer, que estos.
  Ocúpense enhorabuena los hombres, dicen las sufragistas, de cuanto se relaciona con la prosperidad y grandeza de una nación, siempre que una extremada ambición no les arrastre a los peligros de una guerra; dediquen su inteligencia y actividad a cuanto constituye una fuerza cultural, agrícola, financiera o política, y dejemos a las mujeres la dirección de aquello que atañe al régimen interior doméstico -si se permite la frase- del país; sigan, en una palabra, con la nación el sistema que rige en su propia casa, y verán cómo en estrecha colaboración y armonía laboran ambos sexos con éxito, por el bien de la humanidad.
  La mujer tiene un don de organización excepcional y una capacidad económica extraordinaria, que bien encauzados harían de ella un elemento inapreciable y asegurarían el buen orden dentro del país, como ya lo aseguran dentro del hogar, pudiendo entonces los hombres desembarazada y libremente dedicarse a solucionar problemas de mayor cuantía y trascendencia.
  Mas todo cuanto se diga acerca de lo conveniente que sería que la mujer se mezclara en aquello que a sus hijos y a ella interesa principalmente, es y será inútil mientras no cuente entre sus privilegios el derecho al sufragio.
  Pero ese derecho que, merced a la generosidad con que ha contestado al nuevo llamamiento que hace la vida a sus fuerzas y a sus energías, le corresponde ya de hecho, no le ha sido concedido de un modo efectivo más que en aquellos países en donde la educación que ha recibido la ha colocado al mismo nivel intelectual que los hombres.
  Los pueblos que, como el nuestro, han descuidado hasta lo incomprensible la educación de la mujer, no son merecedores de la colaboración de su labor. Día vendrá, ¡quién puede dudarlo! en que todas las naciones se apresurarán a ofrecer a la mujer idénticos privilegios culturales que a los hombres, y el derecho al sufragio se convertirá, automáticamente, entonces, en la consecuencia lógica de esa educación, como ha sucedido en los países que ahora lo disfrutan.
  Es de esperar que cuando esto ocurra nuestras mujeres sabrán responder a la confianza que en ellas deposite la humanidad, y esa humanidad compuesta de residuos de desilusión y hastío de los que desaparecen, y nuevas ilusiones, exigencias y aspiraciones de los que llegan, y que la fuerza maternal, que en el mundo representa y personifica la mujer, y que aquí ahora se impone, a pesar de todos los obstáculos y todas las dificultades, libre de trabas, podrá cumplir con amplitud su eterna misión.»

[El texto pertenece a la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]

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