jueves, 7 de diciembre de 2017

Blade Runner. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?.- Philip K. Dick (1928-1982)


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«Además, nadie recordaba hoy por qué había estallado la guerra ni quién -si alguien- había ganado. El polvo que había contaminado la mayor parte de la superficie del planeta no se había originado en ningún país en particular, y nadie lo había previsto, ni siquiera el enemigo durante la guerra. Primero habían muerto -era extraño- los búhos. Eso había parecido entonces casi divertido: esas aves gruesas, plumosas, blancas, caídas en los parques y las calles... Como no aparecían antes del crepúsculo, y así había ocurrido cuando vivían, los búhos pasaron inadvertidos. Del mismo modo se manifestaron las plagas medievales. Muchas ratas muertas. Sin embargo, esa plaga había descendido desde lo alto.
 Y después de los búhos, por supuesto, todas las demás aves; pero para ese momento el misterio ya había sido comprendido. Antes de la guerra había un pequeño programa de colonización; ahora que el sol había dejado de brillar sobre la Tierra, la colonización entraba en una nueva fase. Y en relación con ella, un arma de guerra se modificó: el Luchador Sintético por la Libertad. El robot humanoide -o, expresado con propiedad, el androide orgánico-, capaz de funcionar en un mundo extraño, se convirtió en la máquina esencial del programa de colonización. Según las leyes de la ONU todo emigrante debía recibir un androide civil a su elección; y en 1990 la variedad de androides civiles excedía todo lo imaginable, como había ocurrido con los coches americanos en la década de 1960.
 Ese había sido el incentivo básico de la emigración. El androide era la zanahoria y la lluvia radiactiva el látigo. La ONU hizo que emigrar fuera fácil, y difícil -cuando no imposible- quedarse. Permanecer en la Tierra significaba la posibilidad de ser clasificado en cualquier momento como biológicamente inaceptable, una amenaza contra la herencia prístina de la estirpe humana. Una vez calificado especial, un ciudadano quedaba, aunque aceptara la esterilización, al margen de la historia. Cesaba de pertenecer a la humanidad. Y sin embargo, aquí y allá había personas que se negaban a emigrar: eso constituía una irracionalidad sorprendente incluso para los propios interesados. Lógicamente, todos los normales tenían que haber emigrado ya. Quizás, a pesar de su deformación, la Tierra seguía siendo familiar e interesante. O quizá quienes permanecían imaginaban que la nube de polvo terminaría por caer. De todos modos, miles de personas se habían quedado, agrupadas en su mayoría en zonas urbanas donde podían verse físicamente, y animarse mutuamente con su presencia. Estos parecían relativamente cuerdos; pero además -una dudosa adición- había en los suburbios, virtualmente abandonados, seres ocasionales y peculiares.
 Uno de ellos era John Isidore, que se afeitaba en el cuarto de baño mientras la televisión se quejaba en el living. Simplemente había vagabundeado hasta ahí en los días que siguieron a la guerra. En esa infortunada época nadie sabía, realmente, qué estaba haciendo. La gente desquiciada por la guerra, errante, se establecía primero en una región y luego en otra. En ese momento la lluvia de polvo era esporádica y variable; algunos estados se habían visto casi libres de ella, y otros habían quedado saturados. La población desplazada se movía con el polvo. La península, al sur de San Francisco, había estado inicialmente limpia de polvo; y mucha gente se había instalado allí. Cuando el polvo llegó, algunos murieron y otros se marcharon. J. R. Isidore se quedó.
 El televisor gritaba: "¡Nuevamente, los días felices de los estados sureños antes de la Guerra Civil! Ya sea como un criado personal, o un campesino incansable, el robot humanoide hecho a su medida, diseñado SOLAMENTE PARA USTED Y PARA SUS EXCLUSIVAS NECESIDADES, se le entrega a su llegada absolutamente gratis y completamente equipado, de acuerdo con sus propias especificaciones formuladas antes de su partida. Este compañero leal, sin problemas, ha de constituir, en la mayor y más osada aventura humana de la historia moderna..." Y seguía.
 Me pregunto si llegaré tarde al trabajo, pensaba Isidore mientras se afeitaba. No tenía reloj; generalmente dependía de las señales horarias de la televisión, pero hoy debía ser el Día de los Horizontes Especiales, sin duda. La TV afirmaba que era el quinto (o el sexto) aniversario de la fundación de la Nueva América, el principal establecimiento de Estados Unidos en Marte. Y su aparato de televisión, roto en parte, sólo cogía el canal que había sido nacionalizado durante la guerra y era todavía nacional. Isidore estaba obligado a escuchar únicamente al gobierno de Washington con su programa de colonización.
 -Oigamos ahora a la señora Maggie Klugman -sugirió el comentarista a John Isidore, que sólo deseaba saber la hora-. La señora Klugman acaba de llegar a Marte y se ha instalado en Nueva Nueva York donde contesta así a nuestras preguntas: Señora Klugman: ¿cuál es la principal diferencia entre su vida en la Tierra contaminada y su nueva vida aquí, en este mundo que da todas las posibilidades imaginables?
 Después de una pausa, la voz seca y fatigada de una mujer de edad mediana, respondió:
 -Lo que más nos ha llamado la atención a nosotros tres, me parece, es la dignidad.
 -¿La dignidad, señora Klugman?
 -Sí -respondió la señora Klugman, de Nueva Nueva York, Marte-. Es difícil de explicar, pero tener un criado de confianza en esta época tan turbulenta... devuelve la seguridad.
 -Y en la Tierra, señora Klugman, anteriormente, ¿no temía ser clasificada como... como especial?
 -Mi marido y yo nos moríamos de miedo. Y por supuesto, una vez que emigramos ese temor desapareció, afortunadamente, para siempre.
 John Isidore pensó con amargura: y también para mí, sin necesidad de emigrar. Era un especial desde el año anterior, y no sólo por sus genes afectados. No había logrado aprobar el test de facultades mentales mínimas, lo que hacía de él, según la expresión corriente, una cabeza de chorlito. Tres planetas lo menospreciaban, pero él sobrevivía a pesar de todo. Tenía un trabajo: conducía el camión de una empresa de reparación de animales de imitación, el Hospital de Animales Van Ness, cuyo jefe, el gótico y sombrío Hannibal Sloat, lo aceptaba como un ser humano, cosa que él apreciaba. Mors certa, vita incerta, solía decir el señor Sloat. Isidore, que había oído muchas veces la expresión, apenas tenía una oscura noción de su significado. Después de todo, si un cabeza de chorlito pudiera aprender latín, dejaría de serlo. El señor Sloat reconoció la verdad de este aserto cuando lo escuchó. Y había cabezas de chorlito infinitamente más tontos que Isidore, incapaces de trabajar, recluidos en lugares que recibían el extraño nombre de Institutos de Oficios Especiales de América donde, como era habitual, se deslizaba de algún modo la palabra especial.
 -Y su marido, señora Klugman, ¿se sentía seguro usando continuamente un costoso e incómodo protector genital a prueba de radiaciones?
 -Mi marido -empezó la señora Kligman; pero en ese punto Isidore, que había terminado de afeitarse, entró en la habitación y apagó el televisor.»  
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Planeta DeAgostini, en traducción de César Terrón. Depósito legal: B-19562-2001.] 
 

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