lunes, 18 de diciembre de 2017

Escritos sobre arte (1934-1969).- Mark Rothko (1903-1970)


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Lo autóctono (hacia 1941)

«El problema de la educación artística consiste fundamentalmente en determinar los objetivos de la misma. Estamos de acuerdo en que la pintura es ante todo una actividad biológica consistente en la expresión del impulso creativo y que es uno de los lenguajes naturales encargados de realizar dicha función. Ello viene atestiguado por la facilidad natural con la que el niño crea las formas esenciales que están siempre presentes en todo arte. Negar al niño dicha experiencia significaría reprimir un modo de habla y de comunicación tan instintivo como el propio lenguaje oral.
 Una vez incluido en nuestro currículum escolar, debemos centrarnos en determinar los objetivos específicos de dicha actividad. Estos objetivos son de dos tipos:
 1.-Su aportación inmediata al niño en tanto ejercicio de expresión durante su vida escolar.
 2.-Su aportación a su vida futura como adulto, dentro del esquema general de su existencia.
 En relación con el primer tipo, la pintura creativa ha demostrado ya suficientemente su valor a través de la práctica realizada en nuestras escuelas. Ha contribuido, en primer lugar, a la felicidad del niño, ya que le ofrece una actividad que le encanta realizar. El que sus resultados tengan la calidad que sin duda tienen, el que sea capaz de plasmar tan palpablemente su mundo en toda su intensidad e inmediatez y sea capaz, a su vez, de comunicarlo, tiene un efecto muy saludable en el desarrollo de su personalidad. Se aprecia claramente hasta qué punto sirve de ayuda para disolver sus inhibiciones y para el ajuste de su personalidad.
 Tratemos ahora el segundo tipo. Podríamos considerar la experiencia de la pintura creativa al mismo nivel de las construcciones con tacos de madera o la realización de bolas de barro, es decir, como una función lúdica de manipulación de materiales plásticos que podemos olvidar una vez que el niño deje de interesarse por ello. Está claro, sin embargo, que la actividad pictórica no puede valorarse en estos términos, desde el momento en que forma parte importante del mundo adulto y, tarde o temprano, el niño tendrá que participar en la vida cultural de una sociedad en la que la pintura juega un papel relevante. Es por ello que esta actividad inicialmente instintiva debe orientarse también hacia una eventual participación del sujeto en la vida cultural, tanto de modo activo como pasivo. La diferencia entre ambas posiciones no es tan grande como pudiera parecer, ya que una participación pasiva satisfactoria es, a su modo, tan creativa como el acto de pintar.
 Una actividad natural y completamente desinhibida sólo se sustenta por sí sola durante un período relativamente corto de tiempo. Antes o después habremos de enfrentarnos con que el niño no se conforma ya con trabajar de una manera inconsciente y nos demanda los placeres del aprendizaje, del desarrollo y del progreso. En el caso de algunos niños, dicho progreso se produce por sí mismo, pero normalmente [sic] habrán de ser el profesor o el entorno quienes estimulen ese deseo de aprender mediante recompensas. Una vez llegados a este punto, habremos de valorar seriamente nuestra responsabilidad en el proceso. Deberemos indicar unas directrices que, al menos, no contradigan la potencial experiencia futura del niño y le aporten algo en ese sentido.
 La adaptación personal del niño a su vida inmediata es, obviamente, uno de los fines principales durante el período educativo. Sin embargo, este libro parte de la premisa de que tal ajuste puede producirse sin por ello tener que violar las leyes mismas de la pintura; y que una valoración adecuada de dichas leyes puede contribuir palpablemente a alcanzar tanto unos como otros objetivos.
 No podemos evitar mirar con envidia la seguridad con la que se ponía en práctica la enseñanza de la pintura en los grandes períodos artísticos del pasado. El aprendiz que entraba en el estudio de los maestros del Renacimiento era realmente afortunado, ya que tanto los objetivos como los métodos artísticos estaban claramente definidos y eran aceptados por todos. El dogmatismo que se derivaba de ello se compensaba por el hecho de que el mismo daba como resultado un tipo de arte de importancia vital para su época, cuyo valor no se ha visto mermado por el tiempo. Por suerte, era tal la unidad existente y resultaba tan adecuada la síntesis que ofrecía respecto a las necesidades intelectuales y espirituales del período que el arte podía desarrollarse perfectamente dentro del marco del orden establecido.
 Desgraciadamente, nuestra sociedad carece de una unidad comparable ni en relación a las ideas, ni tampoco en lo que respecta al arte. Nuestro propio país es, al momento presente, un campo de batalla sin sangre en que luchan por ser aceptadas una docena de posturas enfrentadas o totalmente inconexas entre sí. Tales posturas gozan de un público que varía considerablemente tanto en cualidad como en tamaño. Carecemos de un mito axiomático y reconocible en el que el arte pueda basarse para generar símbolos aceptados por todos. En este país en concreto, hace mucho que ni siquiera intentamos desarrollar una tradición autóctona que nos proporcione la escala que nos permita medir satisfactoriamente nuestros métodos y nuestros objetivos.
 Sería muy interesante hacer una investigación acerca de los alumnos de la academia nacional que son, supuestamente, los guardianes de la tradición americana. Posiblemente, algunos pinten retratos a la moda según los preceptos de la academia. Sin embargo, nos sorprendería descubrir que una gran mayoría se han rebelado contra la tradición y que muchos de ellos exponen en colectivos de artistas abstractos, expresionistas y dentro del "nuevo grupo americano", sin dar muestra alguna del uso de los preceptos aprendidos en la academia.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Paidós, en traducción de Jesús Carrillo Castillo y Eduardo García Agustín. ISBN: 978-34-493-1995-2.]
 

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