Quinto año
«Se suele decir: "Ha vuelto de la guerra completamente cambiado." O bien: "La muerte de su mujer lo ha transformado por completo." Y también se dice: "me he encontrado a Cayo después de esa absurda crisis religiosa por la que acaba de pasar: no lo he reconocido; parece otro."
Todo esto es falso. El hombre nunca cambia, nada hay en el mundo que pueda transformarlo y la experiencia más profunda nunca logra cambiarle su esencia, que es definitiva. Se hace uno más viejo, eso es todo. Se juzgan las cosas con menos facilidad y se obra, después de una crisis o de un conocimiento revelador del mundo, con más sensatez. Las ilusiones se le caen a uno como plumas inútiles. Se adquiere una mayor sensatez. O se enloquece.
Heme aquí de nuevo, en Tomis. Han pasado meses desde que terminó el viaje que hice por el país de los dacios, donde he aprendido más cosas que en todo el resto de mi vida, donde he visto la muerte y la pureza, el sufrimiento y la más pura y tranquila alegría de vivir, donde el secreto de la vida y de la muerte me ha sido revelado en parte. Todo esto debería haberme hecho cambiar por completo, convirtiéndome en un ser nuevo, como suele decirse. Y la verdad es que vuelvo a encontrarme en la misma espera que me atormentaba antes de emprender ese viaje, la misma espera -ahora ya lo sé- que me impulsó en mis veinte años a Grecia, con la misma intensidad, con idéntica esperanza en el corazón y en los pensamientos. ¿No he sido el mismo en Sulmona, en Roma, que éste que soy aquí? Hay una diferencia: antes ignoraba lo que esperaba y desde que vivo en Tomis, sobre todo después de mi viaje más allá del Danubio, ya lo sé. Esa certidumbre no es precisamente lo más indicado para tranquilizarme, pues miles de hombres antes que yo, Virgilio entre ellos, y también Sófocles y Platón, Pitágoras y Tales, han esperado sin duda lo mismo: sí, la misma respuesta. Y como no llegaba, respondieron ellos mismos a sus propias preguntas, a su propia angustia, pero siempre fue un camino nuevo hacia la misma espera, una nueva manera de plantarse frente al cielo, con el alma tendida hacia lo que no quería responderles. Me quedan pocos años y dudo que mi tiempo sea un tiempo privilegiado. Hoy se espera más que nunca. Es cierto que la espera no tortura ya sólo las entrañas de algunos privilegiados de la desesperación, sino que se ha convertido en una tortura general. Vivimos en el siglo de la espera y ninguna solución humana es ya aceptable ni posible, pero ¿cómo vamos a creer que nuestros oídos han sido dotados precisamente para recibir el mensaje que espera la humanidad desde hace miles de años? ¿Bastaría con esa respuesta para que yo me transformase en un hombre diferente?
Este año es más benigno el invierno: el mar no se hiela, los vientos del norte se abaten sobre la llanura antes de llegar a nuestras calles. El cielo está cubierto con frecuencia, pero no nieva. Honorio acaba de decirme que el invierno ha terminado ya y que esperan a las galeras griegas mañana. Estamos todavía en febrero, pero los armadores y los marinos sabían ya desde septiembre pasado el tiempo que iba a hacer, porque los oráculos les habían informado. No pueden perder tiempo.
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Dokia me sigue pidiendo noticias de Sedida, de Scorys y de sus familias, como si acabase de regresar de mi viaje. Repito las mismas noticias que le di hace unos meses, aunque adornándolas cada vez con detalles y comentarios inéditos. Me lo agradece con la mirada como los niños cuando les contamos la misma historieta que siempre nos están pidiendo. Se la saben de memoria, pero basta una palabra nueva, una entonación, y todo el relato cambia de aspecto para ellos. He preguntado un día a Dokia: "¿Conocías a los dos viejos?" Y le he contado toda la historia: nuestro encuentro, la tarde en la apacible cabaña, nuestra amistad y el fin trágico de los ancianos bajo las flechas de los sármatas y entre las llamas. Pero lo que más le impresionó fue el comienzo de mi relato; más aún que el violento final. Y es que la muerte constituye para los dacios lo que podríamos llamar el "desenlace feliz". Lo que les cuesta soportar es la vida.
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Ha nevado mucho esta mañana, con grandes copos de abril. Oigo las lágrimas del traicionado invierno, que se había librado de la nieve y que ahora se funde al contacto con el aire primaveral. La ciudad está llena de ruidos, como si sus habitantes se hubieran despertado más pronto para una fiesta o una conmemoración y se sintieran, todos ellos a la vez, animados por el mismo fervor. Tomis es la viva imagen de la inconsciencia humana. Vive al borde del peligro, será la primera víctima de una futura catástrofe y las gentes no lo sospechan siquiera. En el fondo, tienen toda la razón para comportarse de este modo. Vivir es arriesgarse. Las gentes de aquí viven desde hace siglos rozando el peligro y, hasta ahora, nada grave les ha ocurrido.
Prefiero no pensar en ello, pero basta una alusión para que vuelva a ver el trágico cuadro. Me había embarcado en Troesmis, en un barco de vela que me había de llevar a Novioduno, de donde una galera me traería a Tomis. [...] Navegábamos cerca de la orilla izquierda, donde la corriente era más rápida. Una columna de humo indicaba en la llanura el paso de los sármatas. En cierto momento desapareció el humo oculto por los altos chopos que hacían sonar en la brisa la plata de su follaje. Cerré los ojos ante el primer cadáver que se balanceaba suavemente al extremo de una cuerda. Abrí los ojos. Había otro cadáver con el rostro ensangrentado. Y así, hasta cincuenta cadáveres colgados, con los ojos y la carne picoteados por los cuervos y las gaviotas. Eran sármatas vencidos que habían sido ahorcados por los dacios, los cuales se vengaron así de los saqueos, de los incendios, de las matanzas. [...] Llego incluso a preguntarme: "¿Somos nosotros los que hemos inventado el tormento y la crueldad? He aquí unos hombres que se rebelan contra otros hombres. Los vencedores torturan a los vencidos y acaban con ellos." Pero pienso en Prometeo, que ningún mal había hecho, y en la tortura que Júpiter le infligió. Y pienso en Niobe, la hija de Tántalo.»
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