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«Nada podía arrastrarme a semejante desconcierto, pero la única posibilidad de vivir me era ofrecida por España y me resigné a ello. Liberado de la dictadura delirante de Perón, nutrida, día tras día, por la cacería política y la delación generalizada, el 30 de octubre de 1955 ingresé en la negra España del Caudillo, la del despotismo férreo, bien que sin escándalo.
El argentino no ama a España, la Madre Patria: lejos estaba yo de suponer, sin embargo, al cruzar la frontera en Irún, hasta qué punto la detestaría.
Transportado por la adversidad de una tiranía a otra, me sorprendía que hubiese hombres que desearan furiosamente el poder y se instalaran en él sin experimentar el terror que debería acompañarlo. Mi opinión política, bauticémosla así -una anarquía limitada por el respeto al otro-, se formó en gran parte con la contribución de mi padre, sin que él lo supiera.
Yo tenía nueve años en 1939, cuando estalló la guerra en Europa, y ver a mi padre sonreír al escuchar las noticias que transmitía, con fuertes crepitaciones, el aparato de radio, cuando anunciaba el retroceso de los Aliados y marcar de inmediato sobre el mapa de Europa, que se había procurado Dios sabe dónde, la posición de los alemanes, me enseñó a llevar la cuenta de los avances de unos y otros y a alegrarme de lo que él lamentaba.
Nunca lo suficientemente pedante, él ignoraba, sin embargo, que yo me rebelaba, oponiéndome a él en todo lo que estaba a mi alcance y, sobre todo, por precaución, en todo aquello que no lo estaba.
En este punto me gustaría entrar en la habitación con piso de baldosas rojas y destartaladas de la pensión madrileña, pero la memoria, que prefiere los ecos y las afinidades antes que la cronología, me conduce, casi seis años más tarde, a la que el Greco ocupa en un hotelucho de París, en la Rue Dauphine.
Subo una escalera que huele a humedad, tropiezo con los escalones, las varillas de cobre que ya no retienen sino a intervalos la alfombra deshilachada. En lo alto de cada tramo, la luz de una bombilla desnuda. Unos escalones después del último descansillo, se abre la puerta "32".
El Greco, a medias tendido sobre su cama, las piernas replegadas, dibuja. La habitación, que parcialmente pierde su revoque, forma una suerte de trapecio; los lados más largos esbozan una perspectiva, aunque ésta aparece falseada a causa de la ventana ubicada al costado del punto de fuga. Esto es lo que el Greco está dibujando.
Revienta de risa al poner bajo mi vista un croquis, al tiempo que me señala el techo: "Dios es un humorista... esta pieza ¡la ha dejado sin terminar!"
[...] Por completo, desprovisto de dinero, el Greco evitaba salir del hotel pues temía, al volver, encontrarse con su equipaje depositado en la recepción; no pagaba su habitación desde hacía varias semanas y nadie, entre sus relaciones, tenía miedos para resolver su situación, si bien sus amigos compartían con él lo que lograban procurarse: un croissant por aquí, una porción de pizza por allá, una torta y agua helada, que era por entonces la bebida favorita del Greco.
Le había llevado un guisado, a primera vista muy apetitoso y justo al alcance de mi bolsillo, sin calcular la impresión de disgusto que al abrir el paquete podía experimentarse ante el contraste entre esa carne y esas legumbres embebidas en caldo, y la caja de cartón que las contenía y que en el camino se había humedecido.
Se rio a carcajadas y, al instante, conmovido por mi pena, emanó de él, súbitamente apaciguado, una extraña dulzura, mezcla de animal, de ángel y de niño, todo entero en la luz de su mirada azul.
Ese día fue cuando me habló de su muerte: no estaba en él la negación de sí mismo, al contrario; más que el presentimiento, tenía la certeza de morir joven y que "se trataría" de suicidio; hablaba de ello como si alguien que fuese más él mismo que él, fuera a ejecutar la tarea en su lugar.
En ese momento en que lo vuelvo a ver, cercado por la ignorancia de lo que va a ocurrirle, el Greco enciende la lámpara de la mesa de noche. Estamos de pie, el desorden del lecho nos separa. Afirma que prefiere "una muerte juvenil" -ésa fue su expresión- porque toda su vida, no importa a qué edad concluya, es una vida realizada. Y oigo de nuevo las inflexiones irónicas de su voz: "No será dramático, será justo como beber un vaso de agua. Mi único miedo es retrasarme... Me quedan por hacer muchas cosas". Y ríe.
El humor -se aferraba a él- quedaba a salvo; lo necesitaba.
Y una y otra y otra vez, y otra vez más, y nuevamente, con las alas cortadas pero con el impulso intacto, voló -durante los breves años asignados por el destino a su trabajo, los tres años que le quedaban por vivir- hacia algunas gloriosas derrotas. Como a cualquiera, le había llevado largo tiempo traducir en pensamiento lo que desde siempre le proponía su sensibilidad.
La belleza, como objetivo del arte, ¿le parecía una vanidad, y el saber mostrar más importante que el saber hacer? Abandonó pinceles y lápices por una barra de tiza con la cual trazaba círculos en torno de los transeúntes de Saint-Germain-des-Prés, obligando así a la gente sentada en las terrazas, a mirarlos.
[...] El dedo, y el Greco: "El Arte Vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a los demás a mirar de nuevo lo que pasa en la calle. El Arte Vivo busca al objeto, pero 'el objeto hallado' lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo 'mejora'. El Arte Vivo es contemplación y comunión directa. Quiere terminar con la premeditación que implican la galería y la exposición. Debemos ponernos en contacto con los elementos vivos de nuestra realidad: movimiento, tiempo, personas, conversaciones, olores, ruidos, lugares, situaciones. Arte Vivo. Movimiento Dito. Alberto Greco, 24 de julio de 1962, a las 11.30".
Tal el manifiesto "Dito del arte vivo" -o "Dedo del arte vivo"- que concibió y publicó en Génova, ciudad que, entre todas las de Italia, es la primera que el niño argentino conoce enseguida, de oírla nombrar, pues cree que de Génova partieron las carabelas de Cristóbal Colón, La Niña, La Pinta y la Santa María.
El Greco expuso en París una caja de vidrio llena de ratones, y los liberó al paso del presidente de la República de Italia, durante una ceremonia oficial en Venecia; y en Roma, con un cómplice, Carmelo Bene, aún no famoso, que montaba sus primeras obras en un teatrito próximo a la Ciudad del Vaticano, se lanzó a un happening frente a un público de alto copete.»
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