jueves, 26 de octubre de 2017

"La vida perra de Juanita Narboni".- Ángel Vázquez Molina (1929-1980)


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 Primera parte

«Mamá, gracias por aquel eucalipto que tú me escondías debajo de la almohada. Todo para que respirara bien. Y la albahaca en la mesilla de noche, para que no me molestaran los mosquitos. ¡Qué pena más grande que nunca haya podido respirar como yo quiero y que haya personas que son peores que los mosquitos! Siempre estuve acobardada y mi mal, como el tuyo, no tiene cura. Viviré siempre acobardada. Pero te lo agradezco todo, porque tú lo haces por mi bien. Y te juro, bendita, que nunca sabré cuál es mi bien. A veces pienso que no soy tan inconsciente como parezco. Lo que me ocurre es que pienso al revés. ¡Cómo me gustaría ser como esa maldita! Y, sin embargo, ella, a la larga, te hará daño. Y yo, por prudencia, y por miedo, nunca te lo haré. Como siempre. No quiero a papá. Me da terror confesarlo, que Dios me perdone. Pero nunca lo quise. Me mira con lástima, que es lo que más me molesta. Me mira como si toda mi vida hubiera de ser terrible, como si de pronto yo me convirtiera en una huérfana de la tormenta. Eso no es, mamá. Tú lo sabes. Alguna salida tendré. Dios aprieta, pero no ahoga. ¿No crees? En cambio, admira a esa perra. Torpe, una torpe, eso es lo que soy. No doy una. Y cuando intento demostrar mi cólera, tanto tú como papá os quedáis como de piedra. Porque, por lo visto, no tengo derecho a demostrar mi cólera, ni siquiera mis sentimientos. Tengo que ser como vosotros queráis que yo sea. Buena, tontona, atolondrada. Que nunca me entere. Y te juro, mamá, que me entero de demasiadas cosas de las que no quisiera enterarme. Corre que te corre, Juanita, no te quedes atrás. Se me tuercen los tacones, mamá. Y lloro y rabio, mamá, pero me aguanto. Porque sé que no puedo decir una palabra. Maldita boca la mía, que todo lo que por ella suelto se tuerce.
 Malentendidos. Mi vida está llena de malentendidos. Un gesto mío nunca expresa lo que quiere decir. Es como si ese gesto no respondiera a mis reflejos. No soy una mujer moderna. No lo seré nunca, porque nunca llegaré a tiempo. ¿Y sabes lo que te digo, mamá? Que yo no puedo correr más. A ella la llevaste al Lycée porque entonces estaba de moda. Yo me quedé en casa. Y lo poco que aprendí, lo aprendí en la escuelita de la señorita de Hortá. Ahora, perdona que te lo diga, pero cuanto más se sabe, menos se ve. Aquella terrible mujer que se lavaba los pies en una palangana descascarillada, con bicarbonato, y nos recomendaba que volviéramos la cara, porque, a lo peor, me imaginaba yo, tendría un principio de elefantiasis. Nos obligaba a echar una perra gorda en lo alto de un armario para acertar la puntería, pues la perra tenía que caer dentro de un bote vacío de leche condensada, y gracias a aquel truco ella se compraba el mejor trozo de mero que salía del mercado. Tuvo un retrato de don Alfonso XIII con una escarapela roja y gualda, y años después, cuando volvimos a verla, porque ya estaba vieja y enferma, nos topamos de pronto con Madame la République con las tetas fuera. El único recuerdo agradable que guardo de todo aquello fue un reparto de premios: me tocó Corazón, de Edmundo d'Amicis, y aquel verano que nos fuimos a Cortes de la Frontera me lo pasé llorando como una mula. Debajo de aquel retrato de Madame la République ponían: Liberté, Egalité, Fraternité. Y estaba envuelta en la bandera francesa. Envuelta era un decir, porque se le marcaba todo, sin contar aquellas dos inmensas tetonas que eran una indecencia. La pobre nos explicó que no había podido encontrar la lámina española, que se habían agotado. Que a ella la obligaban a poner un retrato de aquella pendona. Que, al fin y al cabo, cada uno enseña lo que tiene, que más sufre el que ve que el que enseña, que había tenido que comprarla precipitadamente en la papelería de Monsieur Lebrun -con lo que a ella le dolían los pies aquella tarde-, que se fue arrastrando, porque no se atrevió a mandar a ninguna niña no fuera a traerle un cromo del Sagrado Corazón, y una ensarta de estupideces por el estilo. Pero a mí aquello me marcó. Ahora, cuando me toco las tetitas, me siento como disminuida. Y no soy tortillera, bien lo sabe Dios, que me gustan los hombres. Pero en silencio, con discreción, no como a mi hermana, que es de las que se meten en los portales. Una buscona. Eso es lo que es. Siempre hablando de lo mismo, machacando mi cerebro con sus cochinerías. Bueno, con lo que sea. Superficial. No es una señorita. Está obsesionada con el sexo y la muy estúpida se cree moderna. Moderna y elegante. No sabe valorar. No siente, ni padece, como no sea por lo mismo de siempre. Y yo porque me invita a todas partes, me callo. Y porque no quiero hacerte sufrir. Que si yo te contara... Te morías ahora mismo de vergüenza y de pena. Callar, aguantar, soportar, ése es mi lema. Ana María dice que existen tres clases de noblezas: la de la sangre, la del dinero y la mía. ¡Lástima que Ana María sea una mujer casada y que ya tenga dos niños como dos soles, porque si no sería una amiga maravillosa, y yo no tendría que salir para nada con esa pandilla de pencas, que no sueltan más que disparates por esa boca! Tú sabes muy bien la clase de hombres que me gusta, porque a ti nunca se te escapó nada. Acuérdate de aquella película que fuimos a ver tres veces. Por alguna razón sería. Y tú lo sabes. Ya sabes lo que te digo y de quién te hablo, que nos enloquecía. ¿A que sí, bendita? Que muy bien vi que se te subían los colores a la cara en cuanto él apareció, y nerviosa perdida no hacías más que abrir y cerrar el bolso. Yo creo que, por dentro, pensabas que ojalá papá hubiera sido así. ¡Qué horror! Gracias a Dios no se parece nada, porque si no el incesto hubiera sido espantoso. Esos hombres no existen en la realidad. Para mal o para bien nuestro. Son de celuloide. Esta semana me olvidé de comprar el Cinegrama, número extraordinario, con la cubierta a todo color, y esa asquerosa de Benita se habrá olvidado de apartármelo. Bien que se lo rogué. Benita, mi reina, ponme entre las apartadas. Me miró riéndose, como siempre. Y lo que ha hecho es apartarme, como si yo fuera una leprosa. Porque mañana, cuando vaya a recogerlo, me dirá que lo siente, que se agotaron. Le caiga un mal. Amiga de la perra de mi hermana, para que sea buena. Si hubiera sido a ella, no le haría lo mismo. Son del mismo percal. Mañana, cuando vaya a preguntar, me dirá que no. Siempre con el no por delante. Mañana, sin falta, llamaré a Ana María y juntas iremos a ver al doctor Decrop para concertar una cita. Sin que se entere nadie. Ya verás qué pronto te pones buena, mamá. ¡Qué manera de llover! Con truenos y relámpagos, lo que faltaba. Santa Bárbara bendita... Será por bien. Así se limpiarán las calles.»
 

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