lunes, 2 de octubre de 2017

"Criaturas del aire".- Fernando Savater (1947)


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Monólogo undécimo: habla Phileas Fogg

«Señores, seré breve: no me gusta perder el tiempo. No me interesan los viajes, ni las beldades exóticas, ni los volcanes nimbados de cóndores, ni los mares atormentados, ni el hielo, ni el desierto, ni la jungla. Un tigre no es ni más ni menos notable que un coche de punto y no creo que sea motivo suficiente para extasiarse ante él la peculiaridad puramente accidental de que haya más bien pocos cerca de donde vivo, mientras que nunca me faltan coches. Un cielo perfectamente despejado o uno de nuestros londinenses días de niebla son tan pasmosos o triviales como cualquier aurora boreal: a esta última sólo la prestigian su relativa rareza y los diversos avatares geográficos que nos vedan su común contemplación. Me parece de una deplorable vulgaridad la admiración de lo lejano por lejano, de lo escaso por escaso o de lo insólito por insólito. Es como si uno alzase la casualidad a categoría estética y decidiera que sus valores se guiaran por los insignificantes caprichos del atlas. En último término, estos arrobos estereotipados me resultan sospechosos de falta de imaginación. Sí, señores, afirmo que no es la imaginación lo que nos hace salir de casa a correr mundo, sino precisamente la ausencia de ella; el imaginativo, por el contrario, puede permitirse el raro lujo de permanecer sin zozobra en su salita de estar. Todas las peripecias que necesito las obtengo cotidianamente entre las cuatro paredes del Reform Club: la estimulante y a la par exacta inventiva del Times, el masaje espiritual que comporta el criticismo del Standard, la precisión sin concesiones ni remilgos del Morning Chronicle; allí también el pellizco azaroso de una partida de whist, en que la inteligencia se ve obligada a administrar de la mejor manera posible los elementos favorables o desfavorables que le han tocado caprichosamente en suerte, y el reposo saludable y sin estridencias de una charla cortés con personas educadas...
 Quizás algún oyente superficial exclame, al llegar a este punto: "Pero ¿no es aburrido hacer todos los días lo mismo?" Mi respuesta: quien se aburre con la repetición, porque es incapaz de disfrutar las sutiles diferencias que ella nos trae, no logrará más que repetir su aburrimiento, cambien cuanto cambien sus hábitos cotidianos. Un espíritu verdaderamente observador, imaginativo y sensible a la variación inagotable de la vida, prefiere moverse dentro de un marco idéntico sobre el que destacan mejor las delicadas oscilaciones de lo real. Cualquier es capaz de apreciar en qué difiere la City de las cataratas del Niágara, pero muy pocos, en cambio, pueden distinguir la City de la City, la irrepetible peculiaridad de la City de cada día: sólo por lo mucho que las cosas se parecen a sí mismas podemos estar seguros de que en algo cambian, mientras que si abandonamos nuestro decorado y costumbres a cada momento nunca salimos de entre estereotipos inmutables. Por eso quien está auténticamente enamorado de lo vario y tiene honda capacidad para disfrutarlo, no puede hacer cosa mejor que anclarse para siempre en la rutina de un club inglés. Entre sus maderas nobles y sus alfombras silenciosas, en la oscuridad cálida y vivaz de la copa del viejo sherry que preludia la cena, un prodigio se repite meticulosamente día a día: el de la estabilidad del mundo, siempre idéntico y siempre temblando un poco, como un espejismo, hacia la disidencia de sí mismo. Quien se mueve perpetuamente da por garantizada la solidez de las cosas y es incapaz de imaginarlas como no siendo o como contraviniendo lo que antes fueron: por eso gusta de acumular insulsas novedades en su repertorio de arquetipos; pero quien, más imaginativo, presiente la posibilidad del caos, goza con agradecido escalofrío de los dones de la regularidad y de la improbable reiteración de lo conocido.
 Señores, rechacemos la admiración bobalicona motivada por datos extrínsecos de rareza o lejanía, que nada aportan a la naturaleza esencial de nuestra relación con el mundo. Veneremos sólo la única maravilla indiscutible que marca la inserción de lo humano en el cosmos: la puntualidad. Mitad virtud sociable y mitad profecía, en la puntualidad se dan cita nuestros más altos dones, desde la previsión científica hasta la capacidad de prometer (sello esta última, según un pensador alemán contemporáneo, de la vida civilizada), desde el rigor del cálculo hasta la energía del método y la generosidad resuelta. "Dueño de la hora" llaman los musulmanes chiítas al anhelado Mahdi cuya venida justiciera aguardan; y dueños de la hora, de todas las horas, somos quienes hemos llegado al milagro discreto de sobreponernos a la contingencia y lo arbitrario. Para el puntual no hay obstáculos, pues precisamente en el vaticinio y control de éstos reside el secreto de su exactitud. ¡Ah, señores, qué sabe el desordenado o el volatinero del júbilo implacable que produce a cada instante el cumplimiento riguroso de un horario previsto! Vencer la conspiración de las cosas que trata de retrasarnos, de desviarnos o perdernos, es una nueva tarea hercúlea, vía esforzada pero serena hacia una perfección íntima libre de arrebatos. Lo que he logrado dando la vuelta al mundo en ochenta días no es ni más arriesgado ni más meritorio que la precisión cronométrica con la que desde hace veinte años tomo mis almuerzos en el Reform Club. Nada he ganado en este viaje que ya antes no tuviera, nada salvo el derecho a no moverme más de mi centro natural... ¿Y Aouda, me preguntarán ustedes? Señores, se trata sencillamente de mi mujer y yo no vengo a este club a dar publicidad a mi vida privada.»
 

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