jueves, 12 de octubre de 2017

"Recuerdos, sueños, pensamientos".- Carl Gustav Jung (1875-1961)


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Período escolar
I

«Mi decimoprimer año fue, hasta cierto punto, trascendental para mí, pues a la sazón fui al Instituto de Basilea. Con tal motivo tuve que separarme de mis compañeros de juegos del pueblo y entré verdaderamente en el "gran mundo", donde gente poderosa, mucho más poderosa que mi padre, vivía en grandes y espléndidas casas, iban en costosas calesas tiradas por soberbios caballos y se expresaba en los distinguidos idiomas francés y alemán. Sus hijos, bien vestidos, de elegantes modales y disponiendo de dinero abundante, eran mis compañeros de clase. Con asombro y mal disimulada envidia me enteré que habían estado durante las vacaciones en los Alpes, en las "resplandecientes montañas nevadas" junto a Zúrich, e incluso en el mar, lo cual llegaba a ser el colmo. Yo los observaba como seres de otro mundo, procedentes de aquel dominio inaccesible de las nevadas montañas que brillaban como ascuas y de las lejanías inmensas del inimaginable mar. Reconocí entonces que éramos pobres, que mi padre era un pobre párroco de aldea y yo un hijo de párroco mucho más pobre todavía, que tenía agujeros en la suela de los zapatos y tenía que pasar seis horas de clase con los calcetines empapados. Empecé a contemplar a mis padres con otros ojos y empecé a comprender sus desvelos y preocupaciones. Por mi padre sentía yo especial compasión y, curiosamente, menos por mi madre. Se me aparecía como algo más fuerte. Sin embargo, me ponía de su parte cuando mi padre no podía dominar su nerviosismo. Esto no fue precisamente favorable para la formación de mi carácter. Para liberarme de estos conflictos me situé en el papel de supremo juez de paz que nolens volens debe juzgar a sus padres. Esto me ocasionó un cierto engreimiento que hizo aumentar mi orgullo, ya de por sí vacilante, a la vez que lo disminuía.
 Cuando yo tenía nueve años, mi madre dio a luz a una niña. Mi padre estaba nervioso y satisfecho. "Esta noche tienes una hermanita", dijo, y yo me quedé del todo sorprendido pues no había notado nada anteriormente. El que mi madre permaneciese con frecuencia en cama no me había llamado la atención. Lo interpretaba como una imperdonable debilidad. Mi padre me llevó a la cama de mamá y ella sostenía en sus brazos un pequeño ser que por su aspecto resultaba decepcionante: una cara roja y diminuta como de viejo, los ojos cerrados, posiblemente ciegos como perritos. El personaje tenía en la espalda algunos largos pelos rojizos, lo que me hizo pensar: ¿se convertiría en un mono? Me sentía intimidado y no sabía cómo tomármelo. ¿Éste era el aspecto de un recién nacido? Se murmuró entonces algo acerca de la cigüeña que había traído al niño. ¿Qué pasaba, sin embargo, con una camada de perros y gatos? ¿Cuántas veces hubiera tenido que volar la cigüeña hasta que todos los cachorros estuvieran allí? ¿Y qué sucedía con las vacas? Yo no podía imaginarme que una cigüeña trajera en su pico a toda una ternera. Además los campesinos decían que la vaca había tenido terneras y no que la cigüeña las había traído. Esta historia era evidentemente una patraña que querían hacerme tragar. Yo estaba seguro de que mi madre había vuelto a hacer algo que yo no debía saber.
 Esta repentina aparición de mi hermana me dejó una vaga sensación de desconfianza que incitaban mi curiosidad e interés. Posteriores reacciones extrañas de mi madre confirmaron mis sospechas; algo deplorable iba unido a este nacimiento. Por lo demás, este acontecimiento no me inquietó, pero ciertamente contribuyó a agravar un suceso que tuvo lugar cuando yo tenía doce años.
 Mi madre tenía la desagradable costumbre de hacerme todas las advertencias posibles cuando iba yo de visita o era invitado. Entonces llevaba yo no sólo mi mejor traje y zapatos limpios, sino que también notaba una sensación de dignidad en mis aspecto y modales y sentía como una humillación el que la gente de la calle pudiera oír las cosas ofensivas que mi madre me gritaba: "No olvides tampoco cumplir las recomendaciones de papá y mamá, y limpiarte la nariz, ¿llevas pañuelo?, ¿te has lavado las manos?", etcétera. Me parecía del todo inadecuado poner en evidencia mis sentimientos de inferioridad ante todo el mundo, en el que yo desde hacía tiempo cuidaba mi vanidad y autosuficiencia. Estas ocasiones significaban mucho para mí. En el camino hacia la casa donde estaba invitado me sentía importante y digno, como siempre que llevaba el vestido de los domingos en un día laborable. Pero el cuadro variaba mucho tan pronto como traspasaba el umbral de la casa ajena. Entonces me ofuscaba la impresión de la grandeza y poderío de esa gente. Me sentía atemorizado ante ellos y en mi pequeñez me hubiera hundido catorce brazas bajo tierra al hacer sonar yo la campana. El sonido que resonaba allá dentro zumbaba en mis oídos como una maldición. Me sentía tan insignificante y miedoso como un perro que huye. Lo peor era que mi madre me había preparado antes "correctamente". "Mis zapatos están sucios y también mis manos. No tengo pañuelo, mi cuello está mugriento", resonaba en mis oídos. Entonces, por despecho, no realizaba ninguna recomendación o me comportaba deliberadamente de un modo tímido y obstinado. Cuando las cosas iban mal pensaba en mi secreto tesoro en la viga que me ayudaba entonces a recobrar mi dignidad humana: recordaba en mi desespero que yo también era el otro -aquel del secreto inviolable, la piedra y el hombrecito con levita y sombrero de copa. [...]
 No he podido esclarecer hasta hoy, en que a mis ochenta y tres años escribo estos recuerdos, qué relaciones guardaban entre sí mis tempranos recuerdos: son como brotes aislados que nacen de un rizoma subterráneo. Son como las fases de un proceso evolutivo inconsciente. Mientras que siempre me resultó imposible encontrar una relación positiva con el "hér Jesús", recuerdo que a partir de los once años aproximadamente empezó a interesarme la idea de Dios. Empecé a rezar a Dios, lo que me complacía en cierto modo porque Dios me parecía carente de contradicciones. Dios no intervenía en mis desconfianzas. [...] Él (Dios) era más bien un ser único de quien no era posible hacerse una idea exacta, como había oído decir. Era como un viejo señor muy poderoso; pero me decía para tranquilizarme: "No puedes imaginártelo, ni establecer comparación alguna". No podía, pues, permitirme familiaridades con él como con el "hér Jesús" que no era ningún "secreto". Una cierta analogía con mi secreto de la viga empezó a perfilarse...»
 

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