I.- El duende
«Érase un muchacho
que no pasaría de los catorce años, alto, desmadejado, de cabellos rubios como
el cáñamo. El pobre no servía para maldita la cosa. Dormir y comer eran sus
ocupaciones favoritas; era también muy dado a practicar juegos, en los que
demostraba sus instintos perversos.
Un domingo por la
mañana se disponían sus padres a marchar a la iglesia; el muchacho, en mangas de camisa y sentado sobre un ángulo de
la mesa, se regocijaba al verlos a punto de partir, pensando en que iba a ser
dueño de sí durante un par de horas.
“Cuando se vayan —pensaba
para sus adentros—, podré descolgar la escopeta de mi padre y hacer un disparo
sin que nadie se meta conmigo.”
Se hubiera dicho
que el padre adivinaba las intenciones del muchacho, por cuanto en el momento
de salir se detuvo a la puerta y dijo:
—Ya que no quieres
venir al templo conmigo y con tu madre, podrías muy bien leer en casa los
sermones del domingo. ¿Me prometes hacerlo?
—Lo haré, si usted
quiere —dijo, pensando, como era de suponer, en no leer más que lo que le
viniese en gana.
—Conviene que leas
detenidamente, porque cuando regresemos te preguntaré página por página; ¡y ay
de ti si te has saltado alguna!
—El sermón tiene
catorce páginas y media —añadió la madre como para colmar la medida—. Debes
comenzar en seguida si quieres tener tiempo para leerlo.
Por fin partieron.
Desde la puerta vio el muchacho cómo se alejaban; se hallaba como cogido en un
lazo.
—Estarán muy
contentos —murmuraba— con creer que han hallado el medio de tenerme sujeto al
libro durante su ausencia.
Mas el padre y la
madre estaban, por el contrario, muy afligidos. Eran unos modestos
terratenientes; su posesión no era más grande que el rincón de un jardín.
Cuando se instalaron en ella apenas bastaba para el sustento de un cerdo y un
par de gallinas. Duros para la faena, trabajadores y activos, habían logrado
reunir algunas vacas y patos. Se habían desenvuelto bien y en esta hermosa
mañana hubieran partido muy contentos camino de la iglesia, de no haber pensado
en su hijo. Al padre le afligía verlo tan perezoso y falto de voluntad; no
había querido aprender nada en la escuela; sólo era capaz de cuidar los patos.
Su madre no negaba
que esto fuese verdad, pero lo que más la entristecía era verlo tan perverso e
insensible, cruel con los animales y hostil al trato con los hombres.
—¡Dios mío, acaba
con su maldad y cambia su modo de sentir —suspiraba—, porque, de lo contrario,
hará su desgracia y la nuestra!
El muchacho
reflexionó largo rato acerca de si leería o no el sermón, y, por último,
comprendió que esta vez lo mejor era obedecer a sus padres. Se arrellanó en el
sillón y estuvo un rato leyendo a media voz, hasta que lo adormeció su mismo sonsonete,
comenzando a dar cabezadas.
“No quiero
dormirme, porque entonces no acabaría de leer en toda la mañana”, se decía.
Pero a despecho de
esta resolución, acabó por dormirse.
“¿He dormido mucho
tiempo, o sólo unos instantes?”, se preguntó al despertarle un ligero ruido que
oyó a sus espaldas.
En el alféizar de
la ventana, frente a él, descubrió un lindo espejito, en el que se reflejaba
casi toda la habitación. Lo miró en uno de sus movimientos de cabeza, y quedó
atónito al ver, por él, que la tapa del cofre de su madre había sido levantada.
La madre poseía un gran cofre de roble, pesado y macizo, con guarniciones de
herraje, que nunca dejó abrir a nadie. Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima.
El muchacho vio por
el espejo que el cofre estaba abierto. No comprendía cómo había sido esto
posible, porque estaba seguro de que su madre había cerrado el cofre antes de
partir: jamás lo hubiera dejado abierto quedando su hijo solo en casa.
Al punto sintió que
se apoderaba de él un gran malestar. Temía que un ladrón se hubiera deslizado
en la casa. No se atrevía ni a respirar: inmóvil, miraba fijamente al espejo.
Se sentía atemorizado en espera de que el ladrón se presentara, cuando le
extrañó ver cierta sombra negra sobre el borde del cofre. Miraba y remiraba,
sin creer lo que sus ojos veían. Poco a poco fue precisándose lo que al
principio no era más que una sombra y tardó poco en darse cuenta de que la
sombra era una realidad. No era ni más ni menos que un pequeño duende que,
sentado a horcajadas, cabalgaba en el canto del cofre.
El muchacho había
oído ciertamente hablar de los duendes; pero jamás pudo imaginar que fuesen tan
pequeños. No tendría mayor altura que el ancho de la mano, sentado como se
hallaba en el borde del cofre. Su cara avejentada era rugosa e imberbe y vestía
larga levita con calzón corto y sombrero negro de anchas alas. Su aspecto era
elegante y distinguido: llevaba blondas blancas en las mangas y en el
cuello, zapatos con hebilla y ligas con grandes lazos. Del fondo del cofre
había sacado un plastrón bordado y lo examinaba tan detenidamente que no pudo
advertir que el muchacho se había despertado.
Éste no salía de su
asombro; pero, en verdad, no se asustó de tal duende; no sentía miedo de cosa
tan pequeña, y comoquiera que el duende se hallaba absorto en su contemplación,
hasta el punto de no ver ni oír nada, pensó el muchacho que sería muy divertido
hacerle blanco de una jugarreta: meterle, por ejemplo, dentro del cofre, y
echar sobre él la tapa o algo por el estilo.
Al desviar la vista
dio con la escopeta de su padre que colgaba de la pared y un poco más allá las
plantas que florecían ante la ventana. Por último, clavó sus ojos en una vieja
manga para cazar mariposas que había en lo alto de la ventana.
Distinguirla y
cogerla fue todo uno, y enarbolándola corrió hacia el cofre; su satisfacción no
tuvo límites al ver lo felizmente que había llevado a cabo su hazaña. El duende
quedó preso en su red, bajo la cual yacía el pobrecito imposibilitado para
trepar.
En el primer
momento el muchacho no supo qué hacer de su presa. Sólo se preocupaba de agitar
la manga hacia uno y otro lado para que el duende no estuviera tranquilo y evitar
que trepase.
Cansado el duende
de tanta danza, le habló para suplicarle que le devolviera la libertad,
alegando que le había hecho bien durante muchos años y que por ello debía
dispensarle mejor trato. Si le dejaba en libertad le regalaría una
antigua moneda de plata, una cuchara del mismo metal y una moneda de oro tan
grande como la tapa del reloj de plata de su padre.
El muchacho no
encontró muy generoso el ofrecimiento; pero le tomó miedo al duende después de
tenerle en su poder. Se daba cuenta de que le ocurría algo extraño y terrible,
que no pertenecía a su mundo, y no deseaba otra cosa que salir de la aventura.
Así es que no tardó
en acceder a la proposición del duende y levantó la manga para que pudiera
salir. Pero en el momento en que su prisionero estaba a punto de recobrar la
libertad se le ocurrió que debía asegurar la obtención de grandes extensiones
de terreno y de todo género de cosas. Como anticipo, debía exigirle, por lo
menos, que el sermón se le grabara sin esfuerzo en la cabeza.
“¡Qué tonto hubiera
sido dejarle escapar!”, se dijo.
Y se puso de nuevo
a agitar la manga.
Pero en este mismo
instante recibió una bofetada tan formidable, que su cabeza parecía que le iba
a estallar. Primero, fue a dar contra una pared, después contra la otra y, por
último, rodó por los suelos, donde quedó exánime.
Cuando recobró el
conocimiento estaba solo en la estancia; no quedaba ni rastro del duende. La
tapa del cofre estaba cerrada; la manga pendía como de costumbre, junto a la
ventana. De no sentir el dolor de la bofetada en la mejilla hubiera creído que
todo era un sueño.
Se dirigía hacia la
mesa haciéndose estas reflexiones cuando de repente observó algo extraño. No
era posible que la casa se hubiera hecho más grande. Pero ¿cómo podía
explicarse de otro modo la gran distancia que tenía que recorrer para llegar a
la mesa? ¿Y qué le pasaba a la silla? A la vista era la misma; pero para sentarse
debió subir hasta el primer travesaño y ascender así hasta el asiento. Lo mismo
ocurriría con la mesa, cuya superficie no podía ver sino escalando el brazo del
sillón.
“¿Qué significa
esto? Yo creo que el duende ha encantado el sillón, la mesa y la casa toda.”
El sermonario
continuaba abierto sobre la mesa y, al parecer, sin cambiar en modo alguno;
pero algo extraordinario ocurría cuando para leer una sola palabra tenía que
ponerse en pie sobre el mismo libro.
Después de leer
algunas líneas levantó la cabeza. Sus ojos se fijaron de nuevo en el espejo y
no pudo menos que exclamar en alta voz:
—¡Otro!
En el interior del
espejo veía claramente un hombrecito, muy pequeño, con su gorro puntiagudo y
sus calzones de piel.
—Viste exactamente
como yo —gritaba, juntado las manos con la mayor sorpresa.
Entonces, el
hombrecito del espejo hizo el mismo ademán.
El muchacho se
tiraba de los cabellos, se pellizcaba, se mordía, hacía piruetas, y el hombre
del espejo reproducía al punto sus movimientos.
Rápidamente le dio
una vuelta al espejo para ver si había alguien oculto tras él; pero no vio a
nadie. Se puso entonces a temblar porque, de repente, comprendió que el duende
le había encantado y que la imagen que reflejaba el espejito no era otra que la
suya propia.
Se imponía hacer
algo, y lo mejor para que resultara provechoso consistía en buscar al duende
para ver el modo de hacer las paces con él.
Saltó a tierra y se
puso a buscarlo. Miró por detrás de las sillas y los armarios, bajo la cama y
en el horno. Se agachó incluso para mirar en un par de agujeros donde se metían
los ratones; pero todo fue en vano.
Todas estas
pesquisas iban acompañadas de llantos, súplicas y promesas de todo género:
nunca más faltaría a sus palabras, jamás se entregaría al mal, jamás se dormiría
durante el sermón. Si volvía a recobrar su cualidad de ser humano sería el niño
más obediente, el más dócil, el más solícito a todo ruego. Pero era inútil
prometer; de nada le servía.
En esto recordó de
pronto haber oído decir a su madre que los duendes tienen la costumbre de
esconderse en el establo, y hacia allí se dirigió. Afortunadamente, la puerta
de la casa había quedado abierta; por sí solo no hubiera podido alcanzar el
picaporte. Y salió sin el menor tropiezo.
Sobre la vieja
grada de roble que había ante la puerta saltaba un pajarillo que comenzó a piar
y gritar apenas descubrió al muchacho:
—¡Tuit-tuit! ¡Miren
a Nils el guardador de patos, más pequeño que un liliputiense! ¡Miren al
pequeño Pulgarcito! ¡Miren a Nils Holgersson Pulgarcito!
Los patos y las
gallinas se volvieron rápidamente hacia Nils, promoviendo un alboroto con sus
cloqueos y cacareos verdaderamente formidables:
—¡Ki-ki-ri-ki! —cantó
el gallo.
—¡Bien merecido lo
tiene por haberme tirado de la cresta! ¡Cra, cra, cra, bien está!-, contestaban
las gallinas, repitiendo infinitamente la misma exclamación.
Los patos se
reunieron, apretándose los unos contra los otros, alargando sus cabezas al
mismo tiempo y preguntando:
—¿Quién habrá
podido hacer esto? ¿Quién lo habrá podido hacer?
Lo más maravilloso
era que el muchacho podía comprender el lenguaje de estos animales.
Sorprendido, permaneció un momento en la escalinata para escucharlos.
“Comprendo el
lenguaje de las aves y los pájaros —se decía—, porque he sido transformado en
duende.”
En el establo sólo
había tres vacas, pero cuando llegó el muchacho se desencadenó tal estruendo
que cualquiera hubiera creído que eran lo menos treinta.
—Mu, mu, mu —mugía
Rosa de Mayo-. Es una dicha que haya justicia en este mundo.
—Le haré danzar
sobre mis cuernos-, mugía otra.
—¡Mu, mu, mu! —mugían
todas a la vez, sin que el muchacho pudiera entender lo que decían, porque los
mugidos de una apagaban y hacían incomprensibles los de las otras.
Intentó hablarles
del duende; pero no lograba hacerse oír. Las vacas estaban en plena agitación.
Las tres parecían desmandarse como cuando entraba en el establo un perro
extraño. Lanzaban coces furiosas, agitaban sus rabos y movían sus cabezas, amenazando
cornearle.
El muchacho hubiera
querido decirles que deploraba el haber sido tan malvado con ellas, que se
arrepentía para siempre y que no volvería a hacerles nada si accedían a decirle
dónde estaba el duende; pero las vacas armaban tal alboroto y se agitaban tan
violentamente, que tuvo miedo de que llegaran a soltarse, y juzgó que lo más
prudente era salir del establo.
Ya en el corral, se
sintió muy descorazonado al darse cuenta de que nadie se mostraba dispuesto a
ayudarle a hallar al duende. Además, pensaba que, incluso, encontrarlo, no le
podría servir para maldita la cosa.
Poco a poco
comenzaba a darse cuenta de lo que representaba el no volver a ser un hombre y
esto lo aterraba. En adelante viviría separado de todo; ya no podría jugar con
los otros niños, ya no podría hacerse cargo de las propiedades de sus padres y,
más ciertamente, ya no podría encontrar a ninguna joven que quisiera ser su
esposa.»
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