Primera parte: Galicia
La cursilería del regionalismo
«Ahora llego a Galicia y algunos paisanos suponen que yo he tenido devaneos con Málaga el verano pasado, que me he madrileñizado excesivamente o que soy un gallego-andaluz, según la frase de Pérez Lugín. El regionalismo gallego es de una cursilería desesperante. Hay que ser gallego "a mucha honra". Y para mí no es honra ser gallego porque considero que también es gallego Cao y Durán. Galicia es un país encantador; pero tiene un inconveniente: el galleguismo. En Madrid, en Buenos Aires, en La Habana, en todos los sitios donde hay colonia gallega, se puede estudiar un tipo muy curioso, que es el del gallego profesional. ¡Gallegos que viven de ser gallegos y que llevan tantos o cuantos años de gallegos militantes! En las últimas elecciones de concejales celebradas en Madrid salió triunfante el Sr. Vilariño, del Centro Gallego.
-¿Cuál es -le preguntaba yo a un paisano- la personalidad del Sr. Vilariño?
-¡Ah!, es un gran gallego -me contestó.
¡Un gran gallego! Es decir, un hombre que es más gallego que los otros. ¡No lo comprendo!
El regionalismo tiene en todas partes un defecto fundamental que ya le señaló Baroja al regionalismo catalán: el de substituir con un problema casero los grandes problemas de nuestro siglo. En el caso concreto del regionalismo gallego, apenas si se trata de algo más que de una tertulia literaria. Si por azar se refieren alguna vez los regionalistas al problema agrario, por ejemplo, lo hacen de tal modo, que este problema parece exclusivo de Galicia. En una velada gallega celebrada el otro día en el teatro Español, el recaudador de contribuciones se presentaba en escena acompañado del Juzgado para embargar la casa de un campesino que debía no sé cuántos recibos.
-¡He aquí lo que se hace con los gallegos! -decía el campesino.
Un amigo vallisoletano que se sentaba a mi vera, se indignó:
-¿Es que acaso en Valladolid no nos cobran la contribución?
La obra era mala y al final yo no quise aplaudir.
-Es usted un mal gallego -me dijo el vecino del otro lado.
-No. Es que la obra es mala.
-La obra es gallega, y basta.
Ya lo saben los currinches que quieran tener un éxito. Escriban en gallego.
Para hacer versos, comprar pescados y hablarle a las gallinas, a los pájaros y a los aldeanos
El gallego, que es un idioma dulce, armonioso y abundante en vocales, no sirve para la vida ni para la literatura. En gallego se pueden hacer algunas poesías -Rosalía las ha hecho maravillosas-, comprar algunos pescados y hablarles a las gallinas, a los pájaros y a las muchachas de aldea. Pero, ¿cómo va a tener nadie la pretensión, no ya de escribir una obra filosófica, sino de hacer en gallego un artículo político o una crónica periodística? No se habla gallego más que en las aldeas. En una ciudad de quinientos habitantes -en Villagarcía, sin ir más lejos-, el gallego ya no alcanza para expresar las necesidades diarias de las gentes.
Es natural, porque el gallego se ha quedado atrás y porque toda la cultura de Galicia, desde muchísimos años a esta parte, se ha hecho en castellano. Ni siquiera hay unidad en el gallego, que, de aldea a aldea, se habla de modo muy distinto. El gallego se va deshaciendo en el castellano y ésta es su obra: la de enriquecer el idioma común con buena cantidad de expresiones pintorescas y de giros nuevos.
-¿Va usted a la playa?
-Sí, señor; le voy. En casa no se le puede estar.
Una de las cosas más simpáticas de la sintaxis gallega es esta de dedicárselo todo al interlocutor.
-Le estuve muy malita, pero ahora ya le estoy buena.
Si los labios que lo dicen son bonitos, es cosa de dar las gracias galantemente.
Aquí, en las rías bajas, hay un giro que se presta a muchos equívocos:
-¿Y luego?
Se dice "¿Y luego?" como en Madrid se dice "¿Entonces?" o "¿De modo que?".
Un amigo mío que fue una vez a Madrid, entró, por equivocación, en una lechería a pedir un bock de cerveza.
-¿Puede usted darme un bock?
-No, señor. No tenemos.
-¿Y luego?
-Luego, tampoco.
Hoteles y ferrocarriles
No. No hay cuidado de que el regionalismo gallego llegue a poner nunca en peligro la integridad de la patria. El regionalismo gallego no tiene razón de ser más que como una protesta contra esos andaluces que les llaman gallegos a aquellos que no les convidan. Pase el regionalismo catalán, porque los catalanes necesitan disculpar con el regionalismo su mala pronunciación castellana. ¡Pero los gallegos!
Es indudable que los hombres de las rías bajas tienen un sentido del castellano tan claro, por lo menos, como los de Valladolid. ¡Como que aquí está la entraña del idioma! ¿Qué necesidad de un idioma aparte? ¿Para qué vamos a empeñarnos en cultivar el gallego si nos resulta tan sencillo expresarnos en castellano?
-Pero usted -suelen decirme por aquí- no es un verdadero amigo de Galicia.
-No. No soy amigo de ninguna región ni de ninguna provincia. Yo creo que se puede ser amigo de una muchacha, de un compañero -que ya es mucho decir- y hasta de un senador vitalicio. Pero las amistades con las provincias me parecen demasiado presuntuosas. Jamás he comido con ninguna. Y a este respecto es al que he contado la historia de mis relaciones con los Estados balcánicos.
Galicia no necesita de regionalismo. Lo que necesita son hoteles y ferrocarriles. Si los regionalistas gallegos se dedicaran a hacerlos en vez de decir en versos malos que Galicia es lo más hermoso del mundo, cumplirían con su verdadero deber.»
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