Escena I
Don Santiago, doña Mercedes y un escribiente.
El escribiente
sentado a una mesa a la izquierda del espectador y escribiendo lo que don
Santiago dicta. Éste paseándose por la sala y dictando. Doña Mercedes, sentada
a la derecha y ocupada en sus labores o leyendo.
«Don Santiago: (Dictando.) Y
hágale usted entender a ese señor alcalde... a ese señor alcalde... que no
estoy dispuesto a tolerar sus alcaldadas... sus alcaldadas... ¡y que no digo él,
mísero alcalde de monterilla… menos que de monterilla, de caperuza... de
caperuza…, sino todos los alcaldes de casa y corte que resucitasen para el caso...
para el caso... todos juntos no lograrían atropellar a don Santiago Carmona...
Carmona, sin recibir un buen zarpazo de don Santiago! Esto del zarpazo, subrayado.
Ahora acaba usted la carta con las fórmulas de ordenanza. ¡Vaya con el
canalluca! No, pues le siento la mano y le clavo la zarpa.
Doña Mercedes: Pero ese alcalde fue amigo
tuyo.
Don Santiago: Ya lo creo, como que me ganó
unas elecciones que estaban muy reñidas. Por eso precisamente sé cómo las
gasta.
Doña Mercedes: Y las ganaría haciendo esas
alcaldadas que ahora te indignan.
Don Santiago: Es distinto, hija: es
distinto. Tú no entiendes de política.
Doña Mercedes: Lo que no quieras para ti, no lo quieras para
el prójimo.
Don Santiago: (Riendo.) ¡El
prójimo! ¡Tiene gracia! El adversario político, y mucho más el que nos disputa
una elección, ni fue, ni es, ni será nunca nuestro prójimo. O si te empeñas en
que lo sea, será de esos prójimos a los cuales se les da contra una esquina o
contra una urna electoral.
Doña Mercedes: Yo creo, sin embargo...
Don Santiago: Mira, Merceditas, tu
especialidad no son las elecciones. Déjame acabar mi correspondencia, que es urgente.
Doña Mercedes: Bueno. (Vuelve a sus labores.)
Don Santiago: Ahora tiene usted que
escribir varias cartas. (Al escribiente.) Le
daré á usted la idea y usted las redacta a su gusto. (El escribiente va tomando notas a medida que habla don Santiago.) A
don Policarpo: que, aunque ya sabe que estoy en la oposición y que me persiguen
como a un perro rabioso, por complacerle hice los imposibles, y que tendrá su
sobrina el estanco, y su sobrino la cartería, y su otro sobrino el empleo en consumos;
que recomendé con eficacia su pleito; por último, que le mando el reloj de
péndola que me pidió, y la caja de puros que me pidió, y la camiseta de lana
que me pidió, y que además le mando a todos los diablos... No, esto de los
diablos no lo ponga usted, porque esto fue lo único que no me pidió: yo le
mando a ellos por cuenta mía.
Escribiente: Ya comprendo.
Doña Mercedes: ¡Válgame Dios, que un
hombre independiente como tú, sufra esas impertinencias!
Don Santiago: Es preciso, querida: es
preciso. Don Policarpo tiene doscientos votos y mucha influencia. ¡Ah! (Volviéndose
al Escribiente.) que
le mando los polvos para matar moscas, aunque no en tanta cantidad como
él deseaba, porque no los encontré... y porque me quedo con unas cuantas libras
para matar moscones en cuanto sea diputado. Esto de los moscones tampoco
lo pone usted.
Escribiente: Claro está.
Don Santiago: Otra; al tío Porrales: que
tengo un gran sentimiento, que se lo anuncio ¡con lágrimas en los ojos!... y
subraya usted las lágrimas... y subraye usted también los ojos... que
la causa de su chico va muy mal; porque según me escriben de la Audiencia, está
probado que Mamerto Porrales fue el primero que pegó con la cachiporra al hijo
del Porruno, y que quizá este primer golpe fue el que causó la muerte
del difunto: póngalo usted así, porque así lo entenderá mejor: la muerte del
difunto. Y que además todos saben ¡la fuerza de brazo que tiene Mamerto!
Esto (Dirigiéndose a su mujer.)
llenará de orgullo al tío Porrales, y siempre es un lenitivo a su pena.
Pero que, de todas maneras, si me saca diputado, como entonces tendré mucha
influencia, le sacaré el indulto. Así: saca por saca: diputación e indulto,
y si no, se pudre en un presidio el bárbaro del porraleño.
Doña Mercedes: Pero Santiago, ¡que tú
protejas asesinos a cambio de un acta! ¡Santiago!
Don Santiago: ¡Qué cosas dices! No fue
asesinato, fue riña: cada uno riñe con sus armas naturales: nosotros, con la palabra:
ellos, con la cachiporra.
Doña Mercedes: ¿Pero qué necesidad
tienes tú de meterte en esas cosas?
Don Santiago: Queridita mía, el bien público y el deber
político lo exigen. ¡Soldado de la idea, a la batalla voy! Otra: (Al escribiente.)
a la viuda de Cascajares: una carta muy fina, y dice usted que no va de mi
letra porque... porque... porque tengo reuma en el brazo; pero que la viuda de
mi pobre amigo Cascajares, ¡será eternamente mi viuda!
Doña Mercedes: ¡Hombre! ¡Tu viuda!
Don Santiago: No: mi viuda, no; ¡mi
amiga eterna! ¡mi amiga ineludible! (Al escribiente.) Que cuento
con ella en la próxima lucha electoral, y que espero que hará por su buen
Santiago lo que hubiera hecho el pobre Cascajares. Siempre que ponga usted Cascajares,
ponga usted ¡pobre!.
Doña Mercedes: Pues dicen que la viuda del pobre Cascajares
se casa.
Don Santiago: ¡Diablo! Entonces Cascajares a secas; o no le
nombre usted: diga usted “aquél”. Al concluir la carta pone usted como postdata
que le mando un juguete para el monísimo de Rufinito.
Doña Mercedes: La verdad; cuando estuve en
el pueblo y vi a Rufinito, no me pareció tan mono como dices.
Don Santiago: ¡Que no es mono! pues si
parece un mico. Feo, estúpido y antipático como el bestia de Cascajares,
que en paz descanse. Pero son ciento cincuenta votos. Otra: al señor Cura, que
lo felicito cordialmente por su último sermón y que le mando una escopeta de
dos tiros. “¡Cosa buena el sermón!” y “cosa buena la escopeta” pero que no se
distraiga y dispare desde el púlpito sobre los feligreses creyendo cazar
venados, perdices y conejos.
Doña Mercedes: ¡No digas eso, Santiago!
Don Santiago: Como lo digo: (A doña Mercedes.)
si a él le hacen mucha gracia estas cosas... (Al escribiente.)
Y concluya usted la carta diciendo: «¡Santiago, y a ellos!» A todas estas cartas
contesta usted en los términos de siempre. (Le da un paquete de cartas.)
Variantes de mi circular: el bien público, los intereses del distrito, etc.,
etc.: además, ya he puesto algunas notas. Las despacha usted y me las trae a
firmar. Han de salir hoy mismo.
Escribiente: Sí señor: con el permiso
de ustedes. (Sale por la izquierda, primer término, llevándose cartas y papeles.)
Escena II
Don Santiago y Doña Mercedes
Doña Mercedes: Válgame Dios, Santiago, que
cuantos más años pasan, más se te enardece la fiebre política. Un hombre como tú,
independiente, rico, ilustrado, noble, altivo...
Don Santiago: Se agradece, mi señora
doña Mercedes. ¡Al oírte, me siento noble y altivo!
Doña Mercedes: ¡Y siéndolo, porque lo eres,
te rebajas, te humillas hasta convertirte en mísero adulador del tío
Porrales y de la viuda de Cascajares!
Don Santiago: ¡Qué remedio! La
adulación, querida Mercedes, es y será eterna. En otros tiempos, un hombre
político adulaba a los magnates; hoy, un hombre político escribe cartas
cariñosas al tío Porrales y a la viuda del difunto; ¿qué más da?
Al fin y al cabo adular al débil es más digno que adular al poderoso:
indudablemente es un progreso.
Doña Mercedes:
Es que no les adulas en cuanto débiles, sino en cuanto son relativamente
poderosos: ¡doscientos votos!... ¡ciento cincuenta votos!... ¡que no tuvieran
votos y ya veríamos!
Don Santiago: ¡Oh, moralista con faldas!
¡Filósofo estoico del género femenino! Escucha: la adulación, que al pronto
parece cosa fea, no es más en el fondo que un efecto inevitable de la solidaridad
humana: en estas sociedades modernas todos nos necesitamos y todos nos
adulamos. (Tomando tono de discurso.) ¡Ah!... ¡sí!... la adulación circula
desde las soberbias cúspides a las humildes hondonadas. Adulan
emperadores y monarcas a sus
pueblos, para que les afiancen con lazos de cariño las coronas. Adula el
pretendiente al ministro para que le conceda un destino, y el ministro al diputado
para que le apoye en la Cámara, y el diputado en ciernes al tío Porrales para
que le dé sus votos. Adula el aristócrata o el potentado al humilde revistero
para que escriba con tinta de arrope y miel rosada las maravillas y esplendores
de su regio palacio. Adulan todos al periodista, porque la letra de molde es
formidable y temerosa, y a su vez adula el periodista al público, porque el
público es el que paga. Adula el general al soldado con proclamas más o menos
épicas, para que le dé con su sangre la victoria, y adula el amante a la mujer
hermosa para que le conceda las regaladas ternuras de su amor. ¡Ah! ¡la
adulación universal es el tributo del egoísmo universal al amor universal! ¿Que
la adulación es hipocresía? ¿Qué importa! ¡Al fin los moldes comunican sus
formas a las esencias, como dijo Santo Tomás!
Doña Mercedes: ¡Ea! ¡ya te lanzaste! ¡mira
que no estás ni en un Congreso ni en un Ateneo!
Don Santiago: Me acusas: me defiendo. Y
todo, ¿por qué? ¡Porque le mando un juguete a Rufinito, una escopeta al
señor cura y una camiseta de lana a don Policarpo! ¿Y qué? ¿No es triunfo, no
es progreso, no es fruto de paz y de fraternidad
universal, esto de que yo, que aspiro a los más altos poderes de la Nación,
tenga que atender y que mimar a los humildes del surco y del terruño? Cuando la
noble ambición, cuando el amor a la patria, cuando los nuevos ideales...
Doña Mercedes: ¡Mira que me voy!...
Don Santiago: Cuando...
Doña Mercedes: Cuando te pones así, te
pones irresistible...»
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