sábado, 28 de octubre de 2017

"Las olas".- Virginia Woolf (1882-1941)


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«Quiero decir con ello que me convertí en cierto tipo de individuo, y que desbrocé mi camino del mismo modo que uno sigue una senda en el campo. Mis botas se desgastaron un poco, en la parte izquierda. Cuando entraba en un lugar, se producían ciertos reajustes. "¡Aquí llega Bernard!" ¡De cuántas distintas maneras dice la gente estas palabras! Hay muchas estancias, muchos Bernards. Está el Bernard encantador, pero débil; el fuerte, pero quisquilloso; el brillante, pero desaprensivo; el buen compañero, pero sin la menor duda insoportable pelmazo; el simpático, pero frío; el de abandonado aspecto, pero -id a la estancia contigua- mundano, dicharachero y demasiado bien vestido. Con respecto a mí mismo, era algo diferente, y nada de lo anteriormente dicho. Soy especialmente propicio a examinarme con la mayor firmeza en estos momentos en que me encuentro ante el panecillo del desayuno, con mi esposa, que, por ser totalmente mi esposa y no la muchacha que lucía, cuando tenía esperanzas de encontrarme, cierta rosa, me da la sensación de existir, en medio de la inconsciencia, tal como debe tenerla la rana que se posa bajo la sombra de la hoja verde adecuada. "Pásame...", digo. Y ella contesta: "La leche..." O: "Vendrá Mary." Palabras sencillas para quienes han heredado el botín de todos los siglos, pero que no lo son cuando se dicen día tras día, en la pleamar del vivir, cuando uno se siente entero, completo, durante el desayuno. Los músculos, los nervios, los intestinos, los vasos sanguíneos, todo lo que constituye los muelles y resortes de nuestro ser, el inconsciente murmullo de la máquina, así como el cosquilleo y movimiento de la lengua, funciona de maravilla. Abrir, cerrar, abrir, cerrar, comer , beber, a veces hablar... Todo el mecanismo parecía dilatarse y contraerse, como la cuerda de un reloj. Tostadas y mantequilla, café y jamón. The Times y las cartas. Y de repente sonó el teléfono exigente. Me levanté despacio y me acerqué al teléfono. Cogí la negra boca. Observé la facilidad con que mi mente se preparaba para recibir el mensaje que quizá fuera (se me ocurren fantasías así) el de asumir el mando del Imperio Británico; observé mi compostura; advertí con qué magnífica vitalidad los átomos de mi atención se dispersaban, se arremolinaban alrededor de la interrupción, asimilaban el mensaje, se adaptaban a un nuevo estado de cosas, y creaban, en el momento en que colgaba el teléfono, un mundo más rico, más fuerte, más complejo, en el que yo tenía que interpretar mi papel, y no albergaba la menor duda de que sabría hacerlo del modo debido. Después de encasquetarme el sombrero, salí a un mundo habitado por un gran número de hombres que también se habían encasquetado el sombrero, y nos rozamos y tropezamos en trenes y metros, intercambiando el conocedor guiño de competidores y camaradas que luchan, con mil artimañas y fintas, para alcanzar un mismo objetivo: ganarnos la vida.  
 La vida es agradable. La vida es buena. El proceso de la vida, en sí mismo, es satisfactorio. Fijémonos en un hombre normal y corriente que goce de buena salud. Le gusta comer y le gusta dormir. Le gusta respirar aire fresco y caminar a buen paso por la calle. O, en el campo, canta el gallo encaramado en una verja; un potro galopa alrededor de un campo. Siempre hay algo que hacer a continuación. El martes sigue al lunes. El miércoles al martes. Y cada día emite las mismas ondas de bienestar, repite la misma curva de ritmos, cubre con un escalofrío la fresca arena, o se va lentamente con cierta pereza. De esta manera, el ser crea aros, la identidad se robustece. Lo que era ardiente y furtivo como un puñado de grano arrojado al aire, y desperdigado aquí y allá por soplos de vida nacidos en todos los puntos de la rosa de los vientos, es ahora metódico y ordenado y arrojado con un propósito. O así parece.
 Señor, ¡qué agradable! ¡Señor, qué bueno! Cuán tolerable es la vida de los tenderos, pensaba, mientras el tren pasaba por los suburbios, y uno veía las luces en las ventanas de los dormitorios... Activos y enérgicos, como una multitud de hormigas, me decía en pie ante el cristal, contemplando a los obreros, con la bolsa en la mano, entrando agrupados en la ciudad. Cuánta dureza, cuánta energía y violencia en los miembros, pensaba al ver a los hombres en blancos calzoncillos corriendo tras la pelota de fútbol, en la nieve, en enero. Ahora, quejoso por un asunto de poca monta -quizá la carne-, parecía un lujo el perturbar con un leve temblor la enorme estabilidad, cuyo estremecimiento, ya que poco faltaba para el nacimiento de nuestro hijo, aumentaba su esplendor, de nuestra vida matrimonial. Refunfuñé, durante la cena, hablé irrazonadamente como si fuera millonario y pudiera arrojar cinco chelines por la ventana; y, como un perfecto grosero, tropecé adrede con una banqueta. Cuando nos disponíamos a acostarnos, hicimos las paces en la escalera, y, en pie ante la ventana, fija la vista en el cielo límpido como el interior de una piedra azul, dije: "Demos gracias por no tener la necesidad de remontar esta prosa en poesía; el lenguaje menudo basta." Y así era por cuanto la amplitud y claridad de lo que veía no presentaba obstáculo alguno sino que permitía a nuestras vidas extenderse más y más, más allá de los erizados tejados y chimeneas, hasta el impecable límite.
 Contra esto se estrelló la muerte de Percival. "¿Cuál es la felicidad?", dije (nuestro hijo había nacido), "¿cuál es el dolor?", refiriéndome a los dos costados de mi cuerpo, mientras bajaba la escalera, en manifestación puramente física. También me fijé en el presente estado de la casa. El viento movía la cortina, la cocinera cantaba, por la puerta entreabierta veía el armario. Dije: "Dale (a mí) otro momento de respiro", mientras bajaba la escalera. "Ahora, en esta sala, sufrirá: no tiene escape." Pero no hay palabras para el dolor. Sólo hay gritos, grietas, blancura que pasa sobre las sábanas, alteraciones del sentido del tiempo y del espacio; la impresión de algo extremadamente fijo en los objetos móviles; y sonidos muy remotos y después muy cercanos; carne desgarrada y sangre que salta, una coyuntura bruscamente retorcida; y bajo todo ello hay algo muy importante, aunque muy remoto, que se debe conservar en la soledad. Y así salí. Vi la primera mañana que él no vería. Los gorriones eran como juguetes colgando de un hilo sostenido por un niño. ¡Qué extraño es ver las cosas sin adherirse a ellas, desde fuera, y darse cuenta de la belleza que tienen en sí mismas!»
 

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