sábado, 18 de febrero de 2017

"El laberinto vasco".- Julio Caro Baroja (1914-1995)


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 II

 «Hoy en España estamos ante un problema político intrincado, que es el de cómo se pueden aplicar unas leyes autonómicas en "regiones históricas", conocidas y que a la par resulten favorables a la marcha general del país. Durante cinco años se ha predicado la excelencia de los regímenes autonómicos y se ha abominado del "Centralismo", en abstracto o en concreto (pensando sobre todo en lo ocurrido desde 1936). Se ha llegado, también, a implantar unos importantes estatutos de Autonomía y se proyectan otros: unos tienen razones históricas fuertes de existir. Otros, no parece que se deban más que a elucubraciones oportunistas.

III

 Que todo esto se ha hecho a gusto de muchos y a disgusto de algunos, es evidente. Otra cosa sería afirmar que son claras las razones de la alegría y de los disgustos. Porque no faltan los que, tanto en un caso como en otro (en el de la alegría y en el del disgusto), creemos que se manejan ideas vagas e imprecisas o lugares comunes que pueden producir -como en el pasado- grandes e irreparables males. ¿Por qué? Por la interpretación que se pretende dar a lo "autonómico" dentro de unos "espacios" que también se quiere que, ante todo y por encima de todo, sean eso: "Naturales", inmutables y a la vez suficientes por sí mismos al "autogobierno", etc. La base desde la que se opera de "natural" no tiene nada en muchos casos: si es que no consideramos "naturales" las pasiones colectivas de los hombres, en un sentido que no haría gracia a los propagadores de ciertos lugares comunes, de que ahora hay que tratar algo.
 Antes he aludido al concepto de "¡Humano, demasiado humano!". Pues bien, "demasiada humana" es la noción de que vivimos en el "centro moral" del mundo y de que cuanto más se alejan los hombres y las cosas de ese centro (nuestro yo) son peores, hasta llegar al "espacio anónimo e inmoral" por excelencia: el de los que -por estar lejos- no son como yo. Esta noción es primitiva, vieja y extendida, pero no hay tiempo ni ocasión para demostrarlo. Se puede registrar en la vida política de los pueblos de modos contradictorios entre sí. Pero concretándonos ahora al problema autonómico recordaremos que gran parte de los problemas de tendencia autonomista se fundan en la aceptación de los que lo defienden viven, en el centro moral de un mundo circundante donde el mal les viene siempre de algo alejado de ese centro: en este caso un "Centro" con mayúscula, responsable de todas las desdichas imaginables. El mundo está dividido en dos grandes órbitas. La "nuestra" donde casi todo está bien moralmente. La "de otros", donde todo está mal. El catalán se siente perfecto como tal, el vasco lo mismo, el andaluz también. Lejos, en Madrid, está el Mal, o por lo menos la ligereza, la inconsistencia, la mandanga; frente a eso la seriedad, la hombría, la honradez propias. Si ésta no es una de las bases más populares, ya que no son sólidas, de la "fe autonómica", me gustaría que me lo demostraran y me alegraría de haberme equivocado. Pero la realidad es que "El espacio natural de lo autonómico" para muchos autonomistas es este viejo y fantástico "espacio moral", egocéntrico, sociocéntrico y etnocéntrico.
 De amar al prójimo como a ti mismo a creer que tú eres perfecto y que el que vive en tal o cual posición espacial, más o menos lejos de ti, tiene por fuerza unos rasgos malos, hay sensible distancia. Pero lo que en el nómada sahariano o el campesino vasco-navarro (que, por sistema, llamaba "korobeltza" al habitante del valle meridional inmediato) era o es una vieja debilidad cultural sobre la que no se va a insistir ahora, en la burguesía autonómica, como en otras burguesías nacionalistas de fines de siglo pasado y comienzos de éste, se "justificó" con argumentos más o menos retóricos y altisonantes, por hombres que tuvieron el talento de olfatear bien lo que le gustaba a aquella burguesía. Dejando a un lado lo que saliera de pluma de juristas, economistas e historiadores (que al fin y al cabo eran los que con mayor conocimiento podían hablar de lo "autonómico"), los argumentos que más gustaron (y exasperaron a los contrarios) se extrajeron de pretendidas "causas naturales": la raza, como base de la integridad moral y de la superioridad propia, idealizada. Se habló de hechos diferenciales y se hicieron curiosos retratos "étnicos" del prójimo y de uno mismo, etc. No cabe duda de que si hay un "espacio natural", éste es el que ocupan las pasiones en nuestros cuerpos. Es el espacio que puede estar mejor o peor ocupado. Los políticos tienen que contar siempre con él. Dominarlo y vencerlo si es necesario. Los mismos procesos de Autonomía se verán seriamente amenazados si los responsables de llevarlos adelante no tienen autoridad intelectual y moral para deshacer "pensamientos" y sentimientos como los descritos y otros de los que aún hay que tratar: lugares comunes tan peligrosos como los que manejaron durante mucho los más fieros enemigos de la Autonomía precisamente.
 
IV
 
 Porque otro sentimiento que domina a gran parte de la masa autonomista es el que podríamos definir como "sentimiento restaurador". Se siente que muchas cosas queridas (usos, costumbres, leyes) se han perdido o que aguantan llevando un existir lánguido y decadente. Hay que vigorizarlas, hay casi que resucitarlas. El autonomista ama su lengua, sus leyes, sus fiestas, sus bailes y diversiones. Todo esto es laudable. Pero, al mismo tiempo ama otras cosas y, por supuesto, entre ellas y en primer lugar el dinero, como cada hijo de vecino. Hasta qué punto hay contradicción en estas dos clases de amores es algo que puede verse con los ojos, en cualquier parte de España donde hay "problema autonómico" (más acaso que donde no lo hay).»

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