miércoles, 22 de febrero de 2017

"El artista encubierto".- Paul Micou (1959)


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 Capítulo dos
 VI

 «Desnudo y encogido en su postura de El pensador, Oscar disfrutó de un momento sublime de temeridad y arrojo. Se estudió las uñas de los dedos de los pies y sintió la quieta tensión de su público.  Se agachó aún más, cerró los ojos y saltó del acantilado. En el aire, dobló las piernas hacia atrás, en una postura medio arrodillada, y mantuvo la pose aunque se sentía caer hacia delante, cada vez más abajo. Se sintió dar dos vueltas y un giro completo hacia un lado antes de sufrir un impacto explosivo centrado exactamente en sus omóplatos.
 Por la presión de los oídos se dio cuenta de que su zambullida había sido lo bastante limpia como para mandarle al fondo mismo de la cala, aunque era incapaz de distinguir en qué dirección se iba hacia arriba. Se relajó en un torbellino de espuma y esperó con paciencia a que el salado Mediterráneo le sacase a la superficie. Mientras su cuerpo se volvía hacia arriba, tuvo tiempo de darse cuenta de que no estaba herido, ni siquiera aturdido, y que podía emerger del agua a recibir la ovación que sin duda le esperaba. Sacó la cabeza a la luz. Alzó los ojos hacia el acantilado y saludó victorioso, descubriendo que estaba mirando al lado que no era. De detrás de él surgieron exclamaciones de alivio en varios idiomas y en el idioma internacional de la risa.
 Oscar se dio la vuelta, saludando aún, para ver una selección de lo más diversa de posturas en las escaleras; cabezas sujetas con las manos con gestos de dolor solidario; manos sobre bocas asombradas; ceños fruncidos de aquellos que desaprobaban el suicidio en propiedades privadas; bocas abiertas de risa. Al final de la escalera estaba Neville de la Seca-Tos con una toalla alrededor de los hombros, aplaudiendo con las manos alzadas pero sacudiendo la cabeza ante la insensatez del joven dibujante, y sin dejar de mantener una mirada competitiva en los jueces que estaban a bordo del yate de su esposa. Mientras Oscar nadaba lentamente hacia la orilla, vio con asombro cómo los jueces conferenciaban entre sí antes de emitir sus veredictos. Se detuvo junto al casco del yate y les miró para que supieran que se había dado cuenta de lo poco ético de su proceder. Uno por uno levantaron sus tarjetas: ochos y nueves; evidente conspiración para mantener en cabeza a su estrella del salto. Oscar se dirigió al embarcadero convencido de que la corrupción gobernaba al mundo.
 Era importante aparecer despreocupado mientras le ayudaban a salir, desnudo, del agua. Neville le tendió la toalla y le estrechó la mano.
 -Valiente -dijo el inglés-. Su salto ha demostrado mucho valor.
 Valor el tuyo, le hubiera gustado decir a Oscar, por haberme metido en esto. Pero al final el resultado esperado se había conseguido, pues entre los que esperaban a Oscar estaba la nuevamente amistosa Veronique.
 -No hubiese sido tan divertido si te hubieras matado -dijo-. Otras veces hemos tenido heridos, ¿sabes?
 Oscar hizo lo que pudo para no romper a llorar al ver a Veronique de cerca.
 -No lo hubiera hecho si tú no hubieses estado mirando.
 -Chsss, no tan alto. Él está justo detrás de mí.
 -¿Quién? Ah, él -herr Dohrmann estaba en el embarcadero, a unos metros de distancia, charlando con Neville de la Seca-Tos. La cicatriz de su mejilla izquierda viajaba en un crescendo desde el rabillo de su ojo muerto hasta la comisura de la boca. Con su capacidad experta para la observación física, Oscar creyó poder detectar ciertos rasgos de la fisonomía germana que su asombrosa hija había heredado: los ojos verdes, naturalmente, pero también el lado superior curvado, la pequeña barbilla puntiaguda, las orejas minúsculas... todo eso tenían en común.
 -Pareces preocupada -le dijo Oscar a Veronique, intentando tocarle el brazo suavemente pero fallando al retirarse ella con brusquedad.
 -Por supuesto que lo estoy -dijo ella.
 -¿Podemos tener una pequeña charla con él?
 -¿Tú? ¿Estás sugiriendo que quieres tener una pequeña charla con mi...?
 -Espera -dijo Oscar-. Aquí viene.
 Herr Dohrmann era un hombre robusto con un torso de barril y piernas nudosas con varices morenas sobresalientes. Su pierna izquierda parecía ligeramente atrofiada, lo que explicaba su pronunciada cojera. La cabeza leonina era un revoltijo de pelo blanco al viento y pliegues de cuero. La cicatriz se le volvía blanca y angulosa cuando sonreía.
 -Joven -dijo el alemán asiendo una de las pequeñas manos de artista de Oscar entre sus dos garras de espadachín-, estuvo usted magnífico. Tendría que haberse llevado una medalla. Me temo que los jueces no han sabido apreciar lo que ha hecho. Fue una tontería que Neville le animara, pero creo que le ha dado usted una lección, ¿ja

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