domingo, 26 de febrero de 2017

"La cripta de los templarios".- Manuel Nonídez (1954)

 
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 VI.-La espera
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«-De acuerdo -don Andrés se encontraba incómodo-. ¿Dónde nos quedamos en la explicación?
 Marta recogió el barco de papel y lo dejó en su regazo, a la vista, para recordar que en el momento que se iniciase un nuevo altercado, reanudarían la batalla y repuso:
 -Los primeros templarios habían celebrado un concilio en Europa regresando  después a Jerusalén.
 -Ah, claro, bien... Allí no les faltó trabajo de armas. De hecho, los templarios junto a la Orden de San Juan del Hospital que, con el tiempo, al cuidado y albergue de peregrinos en sus hospitales, había añadido su protección por las armas, conformaban ejércitos de élite tenidos en gran estima por los monarcas y el pueblo llano. Hay que tener en cuenta que las mesnadas cristianas, al margen de las órdenes militares, nunca llegaron a ser más que una fuerza expedicionaria de ocupación, compuesta por una pequeña cantidad de soldados fijos, condenados traídos de occidente que redimían sus penas como cruzados forzosos y mercenarios aborígenes conocidos como turcopliers o turcópolos, que combatían allí donde era mejor la paga.
 -¿No reclutaban soldados en Tierra santa? -se extrañó Kiko.
 -En épocas de crisis era imprescindible, de lo contrario, los pulanos, gentes de origen occidental nacidas en el reino franco de Jerusalén, preferían dedicarse al comercio y al trabajo de sus tierras.
 -Como cualquier hijo de vecino... -apostilló el cura.
 -Bueno... En París quedó Payen de Montdidier ocupado en organizar la infraestructura necesaria que generase el dinero con el que habría de mantenerse la Orden en Oriente. En numerosas ocasiones, los nobles, que consideraban un gran orgullo poder servir en la Orden aunque fuera por un tiempo limitado, rivalizaban entre sí por hacer la donación más espléndida. Idearon, o modificaron para su uso, múltiples sistemas que hacían crecer su economía; el que discutíamos antes, las inhumaciones, sólo fue uno de tantos. Un ejemplo más: el señor de unas tierras se ponía bajo la custodia de la Orden, con ello obtenía protección para sus gentes y su hacienda y beneficios espirituales y fiscales, lo que hoy llamaríamos exención de impuestos... En contrapartida, en la hora de su fallecimiento y tras asignar a la viuda una suma con la que se asegurase su supervivencia y la de sus descendientes, el Temple se hacía cargo de sus posesiones. Los templarios también llegaron a convertirse en los banqueros más fiables de Occidente: un viajero podía depositar una suma de dinero en cualquiera de sus encomiendas desde donde se libraban documentos de pago para hacerlos efectivos en las demás posesiones del Temple que se encontraban en su ruta...
 -Entonces... ¿Más que guerreros, eran comerciantes? -Kiko estaba descubriendo un aspecto de estos caballeros medievales que le gustaba muy poco.
 -La Orden poseía un sello en el que se puede apreciar a dos caballeros montados en el mismo caballo, quizá fuera un recuerdo de su primera época, cuando aún eran los Pobres Caballeros de Cristo pero, posteriormente, cada caballero era equipado con cota de malla larga y corta, espada, maza, hacha y lanza y, en su caso, arco o ballesta, casco con protección nasal, calza y camisa para su ropa interior y sobreveste y manto para la exterior, un escudero armado y varios sirvientes; los pertrechos normales de campaña como cacerolas, frascos o trébedes y tres caballos, dos de ellos ligeros y uno grande y robusto para soportar el peso de la armadura en combate. Cualquier hombre de aquel siglo que poseyese la mitad del equipamiento de un caballero templario era considerado rico... Imagina lo que le costaría a la Orden mantener el gasto de alimentos y pertrechos de todo un ejército de caballeros, sargentos, escuderos, armígeros, mercenarios, maestros de oficio, siervos...
 -Siempre el vil dinero... -interrumpió don Agustín.
 El profesor respiró hondo y prosiguió con resignación:
 -La Orden mantenía permanentemente dos frentes abiertos contra los musulmanes: uno en Tierra Santa y otro en la Península Ibérica; el resto de sus posesiones eran la maquinaria donde se generaba el dinero para mantenerlos...
 -Oh, basta; está usted dando una imagen equivocada de los templarios. De sus palabras se puede deducir que eran meros recaudadores de impuestos con que financiar una guerra santa y ¡nada más alejado de la verdad! Su largueza y justicia hacían de ellos las personas más queridas y respetadas de su tiempo. El caballero, por sí mismo, era pobre. Sólo se le admitía en la Orden si el Capítulo reunido a tal efecto lo consideraba merecedor de tal honor y, aun así, se le advertía y daba la oportunidad de arrepentirse de ello antes de tomar el hábito. Nada le pertenecía, ni siquiera la voluntad. La Orden, bajo su estricta Regla, se ocupaba de todas las necesidades  espirituales y materiales del fraile, pero al fallecer éste, todo retornaba a su seno para ser reutilizado. Cuando el caballero se encontraba fuera del convento, las normas se adecuaban a la vida de campaña, pero en su interior se observaba la austera Regla del Císter. Para dormir no podían despojarse nunca del calzón y llevaban la camisa recogida con un leve cinturón. A las dos de la madrugada en verano y a las cuatro en invierno, sonaba la campana llamando a maitines; tras el canto de estos se rezaba trece padrenuestros por Nuestra Señora y otros trece por el santo del día; después se llegaban hasta las caballerizas para dar de comer a sus caballos y regresaban a la cama, donde, antes de acostarse, rezaban nuevamente. A la llamada de la hora prima, se vestían para oír misa en la capilla y disponerse tras ella a las labores que tenían encomendadas... y así hora tras hora.
 -Pues se les iba el día en rezos... -Manolita acababa de entrar en la sala portando una bandeja-. Desde la ventana he visto a Sebastián cruzando la plaza -comunicó a su hermano al dejar sobre la mesa el servicio de café.» 

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