XI
«-Óyeme -le dijo por fin-, te irás, si quieres irte pero ya no me volverás a ver porque ahora ya me encuentro vieja y cansada y creo que este otro disgusto no podré soportarlo.
Toño trataba de tranquilizarla, volvería pronto y cargado de dinero y todos se pondrían contentos. Maruca movía tristemente la cabeza, mirándolo continuamente a los ojos, y decía que no, que no, que a ella ya no la volvería a ver.
-¡Me encuentro vieja! -repetía-, ¡me encuentro vieja! ¡Mírame a la cara! Ahora ya no tengo tantas fuerzas para llorar como cuando me dieron la noticia de lo de tu padre y de lo de tu hermano. Si voy al lavadero, por la noche vuelvo a casa tan cansada que no aguanto más y antes no me pasaba esto. No, hijo mío, ¡ya no soy la que era! Entonces, cuando sucedió lo de tu padre y lo de tu hermano, era más joven y más fuerte. También el corazón acaba por cansarse y se deshace a jirones, como la ropa vieja en la colada. Ahora me falta el valor y todo me da miedo; y el corazón se me encoge cada vez que estáis en la mar y las olas son tan altas que pasan por encima de vuestras cabezas.
Ella tenía toda la cara mojada pero no se había dado cuenta de que estaba llorando y creía tener ante sus ojos a su hijo Lucas y a su marido, cuando se marcharon para no volver más.
-¡Así ya no te veré nunca más! -le decía-. Ahora la casa se va vaciando poco a poco y cuando se vaya el pobre viejo de tu abuelo, ¡en qué manos se quedarán esos pobres huerfanitos! ¡Ay! ¡Virgen de los Dolores!
Lo tenía abrazado, con la cabeza en el pecho, como si su hijo quisiera escaparse de inmediato y le tocaba la cara y los hombros con manos temblorosas. Entonces Toño no aguantó más y se puso a darle besos y a hablarle boca con boca.
-¡No, no!, ¡no me iré si usted no quiere! ¡Mire! ¡No me diga eso, no me lo diga! Está bien, seguiré haciendo como el burro del compadre Mosca, que cuando ya no pueda arrastrar la carreta lo tirarán a un foso para que reviente. ¿Ya está contenta? ¡Pero no llore más así! ¿Ve como el abuelo ha bregado durante toda su vida? Y ahora que está viejo, ¡sigue bregando! como el primer día para salir del pantano. ¡Ése es nuestro destino!
-¿Y tú qué crees, que los demás no tienen problemas? "Cada agujero tiene su clavo, unos están nuevos y otros usados". ¡Fíjate en el patrón Cebolla que va corriendo detrás de su Blas, para que no le tire todo lo que tiene, por lo que ha sudado y trabajado durante toda su vida, en el delantal de la Avispa! ¡Y el intendente Felipe que, a pesar de lo rico que es, está siempre mirando al cielo y reza avemarías por su viña cada vez que pasa una nube! ¡Y el tío Crucifijo, que no come por ahorrar y se pasa el día peleándose con éste o aquél! ¿Y no crees que esos marineros forasteros también tendrán sus sinsabores? ¿Quién sabe si volverán a ver a su madre cuando lleguen a sus casas? Y, a nosotros, si llegamos a comprar la casa del níspero, cuando ya tengamos el trigo en el troje y las habas para el invierno y Mena ya se haya casado, ¿qué más nos puede faltar? Cuando yo esté bajo tierra, y el pobre viejo también haya muerto, y Alejo pueda ganarse la vida, entonces vete donde quieras. Pero entonces ya no te marcharás, ¡te lo digo yo!, ¡porque entonces lo comprenderás!, comprenderás lo que sentíamos todos dentro del pecho cuando veíamos que te obstinabas en querer abandonar tu casa, y sin embargo seguíamos dedicándonos a las tareas habituales sin decirte nada. Entonces no tendrás el valor de abandonar el pueblo en el que has nacido y crecido, en el que estarán enterrados tus seres queridos, bajo el mármol, delante del altar de la Virgen de los Dolores, pulido por todos los que se han arrodillado los domingos.
Desde aquel día Toño ya no volvió a hablar de hacerse rico y renunció a marcharse, porque la madre lo protegía con los ojos cada vez que lo veía triste, sentado en el umbral; y la pobre mujer estaba verdaderamente tan pálida, cansada y deshecha, que cuando había un momento en el que no tenía nada que hacer y también ella se sentaba mano sobre mano, con la espalda encorvada ya como la del abuelo, a uno se le encogía el corazón. Pero ella no sabía que iba a marcharse en el momento menos esperado, a un viaje en el que se reposa para siempre, bajo el mármol pulido de una iglesia, y que iba a dejar en el camino a todos los que quería, que estaban junto a su corazón y se lo iban arrancando a jirones uno detrás de otro.
En Catania había cólera, de forma que todo el que podía se iba a un lugar u otro, hacia los pueblos y campos de los alrededores. A Trezza y a Ognina había llegado la riqueza con todos aquellos forasteros que se gastaban allí el dinero. Pero los mayoristas torcían el gesto cuando se hablaba de vender una docena de tonelillos de anchoas, y decían que el dinero había desaparecido por miedo al cólera. Piedeganso les decía: "¿Qué pasa, es que la gente ya no come anchoas?" Pero al patrón Toño y a los que tenían anchoas en venta, para hacer mejor negocio, les decía que con el cólera la gente no quería estropearse el estómago comiendo anchoas ni porquerías parecidas, que preferían comer pasta y carne y por eso había que cerrar los ojos y conformarse con el precio en vigor. ¡Los Malavoglia no habían contado con eso! Por lo tanto, para no retroceder como los cangrejos, la Larga iba a llevar huevos y pan fresco de un lado a otro por los caseríos de los forasteros, mientras los hombres estaban en la mar, y así se ganaba alguna moneda. ¡Pero había que protegerse de los malos encuentros y no aceptar ni siquiera un pellizco de tabaco de alguien desconocido! Al andar por las calles había que ir por en medio, lejos de las paredes, en las que se corría el riesgo de atrapar mil porquerías y había que tener cuidado de no sentarse encima de las piedras o en las tapias. Un día que la Larga volvía de Aci Castello, con la cesta al brazo, se encontró tan cansada que las piernas empezaron a temblarle y tenía la sensación de que eran de plomo. Entonces cayó en la tentación de descansar dos minutos encima de las cuatro lajas de piedra puestas en hilera a la sombra de la higuera silvestre que está junto a la capillita, a la entrada del pueblo; no se dio cuenta, aunque luego sí lo pensó, que un pobre desconocido, que también parecía muy cansado, había estado sentando allí algunos minutos antes y había dejado sobre las piedras unas gotas de algo que parecía aceite. Así que también ella cayó, cogió el cólera y volvió a casa que ya no podía más, amarilla como una vela de la Virgen y con grandes ojeras negras [...]»
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