miércoles, 8 de junio de 2016

"Buscando al Emperador".- Roberto Pazzi (1946)


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XIX

 "De modo que era verdad lo de la revolución en San Petersburgo, y que el Zar ya no era Zar...
 Un día de agosto lo habían visto llegar acompañado por un séquito de trescientas veinte personas, y alojarse luego en el palacio del gobernador. Muchas casas de la ciudad tuvieron que ser requisadas para acomodar al personal del séquito: diez damas de compañía, doce gentilhombres de cámara, seis camareras, dos camareros, diez criados, tres cocineros, cuatro pinches de cocina, un mayordomo, un cantinero, un enfermero, un secretario, un barbero, tres perros spaniel, además de los doscientos guardias del coronel Kobylinsky. Decían que estaba prisionero, que en San Petersburgo había estallado la revolución, pero ellos jamás llegaron a creérselo del todo: pues veían a su Zar cada día paseando sonriente por la ciudad, a la misma hora de la tarde, acompañado por las grandes duquesas y el séquito, mientras los guardias apenas lograban contener a los transeúntes que querían besarle la mano... Se sabía que la Zarina no salía jamás del palacio del gobernador para no apartarse de su hijo, enfermo de hemofilia. Luego debieron ocurrir otras cosas en San Petersburgo, porque un día otros soldados, los soldados rojos, llegaron para llevárselo y el Zar volvió a marcharse en abril, aunque con un séquito menor, tal vez para regresar más rápido a su palacio de Tsarkoie Seló. Se decía, de todas formas, que lo habían detenido en Ekaterinburgo. De hecho, desde el día de su partida ellos se sintieron abandonados hasta que llegó un regimiento entero de soldados rojos cuyo comandante, el comisario del pueblo Nykolsky, declaró que en toda Rusia ya no había nobles ni Zar, que la guerra había terminado y que pronto la tierra sería entregada a los campesinos. La ciudad no sabía a quién creer. Aunque a partir de entonces muchas cosas cambiaron y la vida ya no volvió a ser la de antes. La primera novedad fue la supresión de la carera de la vergüenza. Desde hacía siglos las prostitutas, los judíos, tres o cuatro usureros, los mendigos, algunos locos y los enanos, tenían que participar en una carrera por la plaza de San Alejo, en la que las mujeres competían sin ropa interior bajo las faldas arremangadas y los hombres afeitados y enfundados en costales como si fueran penitentes.
 Luego se evacuó a los deportados de la fortaleza de Orlov. Vieron entonces a los prisioneros de estado, aquéllos que habían atentado contra la vida del abuelo del Zar, vacilar a la entrada de la fortaleza, frotarse los ojos y bajarlos después de una rápida mirada al sol, cegados por esa luz cuyo resplandor no esperaban volver a ver. Hasta que apareció -las mujeres al verlo huyeron despavoridas haciéndose la señal de la cruz-, el gigantesco coronel Ruzsky, el dinamitero, padre de un gran amigo del Zar, y hombre tan alto y corpulento que, al no caber en ninguna celda, tuvo que ser encerrado en la torre que hacía esquina, desde cuyas rejas todas las mañanas contaba a los niños su historia para que jamás se marcharan de su ciudad y para que no cometieran el mismo error que él, cuando de muchacho huyera de su poblado hacia el sur, a San Petersburgo, escondido en el carruaje de un mercader judío. Más tarde se prohibió al juglar que cantara, al juglar que por los caminos polvorientos en verano y resbalosos a causa del hielo en invierno informaba a la gente sobre lo que decían que pasaba en Moscú y San Petersburgo, dando vueltas con su tambor a la hora del crepúsculo, cuando la gente volvía a casa del trabajo y tenía ganas de escuchar sucesos lejanos e improbables.
 El nuevo gobierno, cuyo comisario, atrincherado entre todo su regimiento, ocupaba ahora la casa del gobernador, quería que la gente escuchara la radio que había hecho colocar en la plaza del mercado y que leyera los periódicos, en vez de escuchar a esos inveterados mentirosos que eran los juglares.
 Fue ese comisario maníaco el que hizo parar el reloj de la torre de San Salvador, el único de la ciudad, regalo de la Zarina Isabel, en cuyo pesado calendario de mármol blanco se habían asomado durante doscientos años, movidos a mano por los Agagianian, la familia armenia encargada de esa tarea, los días y los meses del calendario ruso -que llevaba trece días de retraso con respecto al del mundo-, en tanto que el viejo mecanismo del reloj hacía avanzar los minutos. Era preferible que los ciudadanos aprendieran a ser más precisos, y a llevar un reloj, en lugar de tener que depender de los frecuentes retrasos de esa familia de distraídos que, a menudo, y sobre todo en invierno, cuando en Siberia quedaba detenido el tiempo, olvidaban marcar los minutos, las medias horas y, a veces, hasta los días".      

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