IV. Un Dios desconocido
"Me levanté, abrí la ventana y miré hacia abajo la ciudad indiferente.
Me sentí solo y desconcertado. La vida se me presentaba complicada y agresiva.
Ortega apareció con su optimismo sano de siempre, haciéndome bromas sobre los anarquistas. Y antes de irse a la facultad me dejó una obra de Lenin que me encareció leyera, pues allí hacía una crítica definitiva del terrorismo. Yo que bajo la influencia de Nadia había leído las memorias de Vera Figner, enterrada en vida en las cárceles del zar como consecuencia del atentado, no pude leer con simpatía aquel análisis despiadado e irónico. "Desesperación pequeñoburguesa" ¡Qué grotescos aparecían aquellos románticos a la luz implacable del teórico marxista! Con los años he ido comprendiendo que la realidad estaba más cerca de Lenin que de Vera Figner, pero mi corazón ha permanecido siempre fiel a aquellos héroes candorosos y un poco disparatados.
El tiempo pareció de pronto paralizarse, para mí. Ortega me había recomendado que no saliera por unos días de la pensión, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero a los tres días no pude más y empecé a salir, suponiendo que era imposible que la policía reconociese a un muchacho sin antecedentes.
Al mediodía entré en uno de los bares románticos de Constitución y comí. Me producía extrañeza encontrar en las calles y en los cafés tanta gente despreocupada y libre de problemas. Dentro de la piecita yo leía obras revolucionarias y me parecía que el mundo podía estallar en cualquier momento; luego, al salir, encontraba que todo seguía su curso pacífico: los empleados iban a sus empleos, los comerciantes vendían y hasta se podía ver gente sentada en los bancos de las plazas, sentada perezosamente y viendo desfilar las horas: iguales y monótonas. Una vez más, y no sería la última, me sentía un poco extraño en el mundo, como si hubiese despertado de pronto y desconociese sus leyes y su sentido. Caminaba al azar por las calles de Buenos Aires, miraba a sus gentes, me sentaba en un banco de la plaza Constitución y pensaba. Luego volvía a mi piecita y me sentía más solo que nunca. Y únicamente sumergiéndome en los libros parecía encontrar de nuevo la realidad, como si aquella existencia de las calles fuera, en cambio, una suerte de gran sueño de gente hipnotizada. Faltaban muchos años para que comprendiera que en aquellas calles, en aquellas plazas y hasta en aquellos negocios y oficinas de Buenos Aires había miles de personas que pensaban o sentían más o menos lo que yo sentía en ese momento: gente angustiada y solitaria, gente que pensaba sobre el sentido y el sinsentido de la vida, gente que tenía la sensación de ver un mundo dormido a su alrededor, un mundo de personas hipnotizadas o convertidas en autómatas.
Y en aquel reducto solitario me ponía a escribir cuentos. Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu que se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia".
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