domingo, 17 de abril de 2016

"La geometría del amor".- John Cheever (1912-1982)


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El mundo de las manzanas

 "De los cuatro poetas con los cuales solía agruparse a Bascomb uno se había disparado un tiro, otro se había ahogado, un tercero se había ahorcado y el cuarto había muerto de delirium tremens. Bascomb los había conocido a todos, había sentido afecto por la mayoría, y había cuidado a dos de ellos cuando estaban enfermos, pero la sugerencia general de que al consagrarse a la poesía también había elegido su propia destrucción era algo contra lo cual se rebelaba enérgicamente. Conocía las tentaciones del suicidio, del mismo modo que conocía las tentaciones de todas las restantes formas del pecado, y excluía cuidadosamente de la villa todas las armas de fuego, las cuerdas apropiadas, los venenos y las píldoras somníferas. Había percibido en Z -el más íntimo de los cuatro-, un vínculo inalienable entre su poderosa imaginación y sus poderosas dotes de autodestrucción, pero con su estilo obstinado y campesino Bascomb estaba decidido a destruir o ignorar ese nexo, a derrocar a Marsyas y a Orfeo. La poesía confería una gloria perdurable, y Bascomb había decidido que el último acto de la vida de un poeta no debía representarse como había sido el caso de Z -en un cuarto sucio con veintitrés botellas de gin-. Como no podía negar el vínculo entre el brillo y la tragedia, parecía dispuesto a amortiguar su filo.
 Bascomb creía lo que había dicho cierta vez Cocteau en el sentido de que escribir poesía era utilizar un nivel imperfectamente comprendido de la memoria. Su obra era aparentemente un acto de rememoración. Cuando trabajaba no encomendaba tareas prácticas a su memoria, pero el protagonista era sin duda la memoria: su memoria de las sensaciones, los paisajes, los rostros y el inmenso vocabulario de su propio idioma. Quizás consagraba un mes o más a un poema breve, pero industria y disciplina no eran las palabras apropiadas para describir su trabajo. Parecía, no que elegía las palabras, sino que las recordaba de los miles de millones de sonidos que había oído desde que por primera vez había entendido el lenguaje. Así, como en efecto dependía de su memoria para conferir utilidad a su vida, a veces se preguntaba si la memoria no comenzaba a fallarle. Cuando hablaba con amigos y admiradores se esforzaba mucho por evitar las repeticiones. Si a las dos o a las tres de la mañana se despertaba y oía el chapoteo discordante de sus fuentes, durante una hora se ejercitaba recordando nombres y fechas. ¿Quién era el adversario de lord Carrigan en Balaklava? El nombre de lord Lucan tardaba un minuto en surgir dificultosamente de la niebla, pero al fin aparecía. Conjugaba el pasado remoto del verbo essere*, contaba hasta cincuenta en ruso, recitaba poemas de Donne, Eliot, Thomas y Wordsworth, explicaba los episodios del Risorgimento a partir de los disturbios de Milán en 1812 y hasta la coronación de Vittorio Emanuele, enunciaba las épocas de la prehistoria, la equivalencia de una milla en kilómetros, los planetas del sistema solar y la velocidad de la luz. La capacidad de reacción de su memoria mostraba un retraso evidente, pero él creía conservar su aptitud. El único deterioro era el sentimiento de ansiedad. Había visto que el tiempo era tan destructivo que se preguntaba si la memoria de un viejo podía ser más longeva que un roble; pero el árbol que él había plantado en la terraza treinta años antes estaba muriéndose, y él podía recordar los detalles del corte y el color del vestido que su amada Amelia usaba la primera vez que se vieron. Impuso a su memoria la tarea de abrirse paso en las ciudades. Imaginó que caminaba de la estación ferroviaria de Indianápolis a la fuente conmemorativa, del Hotel Europa al Palacio de Invierno de Leningrado, del Edén Roma, pasando por Trastevere, a San Pietro en Montorí. Frágil, dudoso de sus facultades, esta inquisición se hacía lucha en su propia soledad."
 
*Essere: verbo "ser", en italiano.

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