Primera parte
"-Tibergo -le repliqué-, ¡cuán fácil es el triunfo cuando nada se opone a nuestras propias armas! Permíteme que yo argumente a mi vez, querido amigo. ¿Sostienes tú, acaso, que eso que llamas la dicha de la virtud y del honor esté libre de penas, sinsabores y amarguras? ¿Qué nombre dar a la cárcel, a las cruces de los cementerios, a los suplicios de las mazmorras y a las torturas de los déspotas? ¿Acaso vas a decirme, como los místicos, que los suplicios del cuerpo labran la felicidad del alma? Yo creo que es una paradoja, y esa dicha que tanto evocas y ensalzas sólo constituye un tejido de sufrimientos a cuyo través se aspira la felicidad. Entonces, si la misma fuerza de la imaginación nos hace ver el placer en medio de estos mismos dolores, puesto que dices que nos conducen a un fin dichoso, ¿por qué calificas de contrasentido mi conducta y mis acciones? Amo a Manon, y no aspiro ni deseo otra cosa que vivir feliz y tranquilo a su lado, aunque ello me valga pasar por un camino sembrado de mil dolores y sacrificios. Áspero es ese camino, amigo mío, pero la esperanza de que algún día acabará lo convierte en suave y llevadero, porque ahora un solo momento junto a mi amada me compensaría de todos aquellos sufrimientos que he vivido por conseguirlo. Lo que dices tú y lo que contesto yo es igual, con la diferencia de que llevo una ventaja por mi parte: la felicidad que yo anhelo y espero está muy próxima, y la tuya... muy lejana aún; la mía es de la misma naturaleza que los dolores, y la otra es sólo cierta para la fe.
Como era de esperar, Tibergo se escandalizó por semejante razonamiento mío y, retrocediendo asustado, me dijo muy serio que cuanto acababa de exponer hería el buen sentido y, por añadidura, era un desgraciado sofisma irreverente y totalmente equivocado.
-Tu consideración -añadió- respecto a tus sufrimientos y lo que ofrece la religión, es una de las ideas más monstruosas y libertinas que he oído jamás.
-Confieso que no es quizá muy justa -repliqué-; pero ten cuidado, ya que no es precisamente sobre ella que baso mis argumentos, sino que me he limitado a justificar lo que tú has juzgado como un contrasentido y que no es otra cosa que la constancia en un amor desgraciado y cruel, y creo haberte demostrado que, si hay error, tanto caes en él tú como yo. Sólo he querido asociar ambas cosas y sostengo cuanto acabo de decir. ¿Es que tú defiendes que la meta de la virtud es infinitamente más elevada que la del amor? ¿Acaso yo lo niego? No se trata ahora de eso, amigo mío. ¡Se trata de la fuerza que poseen una y otra para hacernos soportables y más llevaderos los dolores! Juzguemos, si no, por los mismos efectos: ¡cuántos desertores no habrá de la severa virtud, y qué pocos, en cambio, del amor! Me contestarás seguramente que si el ejercicio del bien está lleno de trabajos no son necesarios; que ya no existen déspotas ni tiranos, ni cruces amargas, y que conoces una multitud de gente virtuosa que vive una existencia plácida y feliz; sin embargo, en este caso te contestaré que hay también mil amores mansos y tranquilos, afortunados y dichosos, y -una circunstancia más a mi favor- añadiré aún que el amor, a pesar de lo falso y engañoso que resulta muchas veces, sólo produce satisfacciones y felicidad, en tanto que la virtud nos exige prácticas austeras y tristes. No, no te alarmes -añadí, viéndole de nuevo a punto de escandalizarse-. Quiero obtener de todo esto la única conclusión, y es que no hay peor medio para conseguir que un corazón reniegue de su amor que negar las mismas alegrías que éste le proporciona, reflejándole una compensación en la virtud, escabrosa y mortificante. Conforme estamos constituidos, es evidente que sólo el placer proporciona la felicidad, y desafío a quien me demuestre lo contrario o no piense lo mismo. Claro está, no precisa que el corazón se escuche mucho a sí mismo para llegar a comprender que, de todos los placeres, el más dulce e inefable es el del amor, y muy presto advierte que se le engaña cuando le prometen otro más exquisito. Predicador que tratas de reintegrarme al camino severo de la virtud, dime mejor que es indispensable, pero no me ocultes jamás que es penosa y harto severa".
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