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"La abuela regresó al hogar paterno, donde debía pasar tres días antes de volver a casa de su suegro. No tuvo apetito durante estos tres días y parecía ausente. La bisabuela le preparó sus comidas favoritas y trató de obligarla a comer, pero la joven desviaba la cabeza al oler cualquier cosa y recorría la casa como una zombi, enjugándose las lágrimas. Sin embargo, aunque apenas tocaba la comida, su aspecto no desmejoraba: su piel seguía diáfana y sus mejillas sonrosadas; sus ojos oscuros, entre los párpados sombríos, parecían pequeñas y brillantes lunas entre la niebla.
-Chiquilla -rezongaba la bisabuela-, ¿te has vuelto inmortal o un Buda que no necesita comer ni beber? ¡Estás matando a tu madre!
La bisabuela observaba a su hija, sentada con la compostura del bodhisatva Guanyin, mientras dos lagrimillas transparentes se deslizaban de sus ojos. Una inquisitiva mirada perpleja relució en los ojos rasgados de la abuela y cayó sobre su madre, como la de quien desde lo alto de la ribera observa a un experimentado pez negro que retoza en el río.
El bisabuelo se recuperó de su borrachera, por fin, al segundo día de la llegada de su hija y, de inmediato, recordó que Shan Tingxiu le había prometido una fuerte mula negra. En sus oídos resonaba el rítmico clípiticlop de los cascos de la mula, lanzada a la carrera, camino abajo. ¡Y qué mula! Ojos negros como dos linternas y cascos grandes como cuencos.
-Viejo estúpido -le dijo la bisabuela, ansiosa-, nuestra hija no quiere comer. ¿Qué podemos hacer?
El bisabuelo la miró por el rabillo de sus ojos beodos y dijo:
-¡Es una malcriada, una malcriada asquerosa! ¿Quién se ha creído que es ella? -Se acercó a la abuela, y muy enfadado le dijo-: ¿Tú qué te crees, esclava? Las personas comprometidas en matrimonio están unidas por un hilo, no importa lo lejos que se hallen. Marido y mujer, para lo bueno o para lo malo. Cásate con una polluela y se convertirá en una gallina, cásate con una perra y se convertirá en una puta. Tu padre no es un noble de alto abolengo y tú no eres una rama de oro ni una hoja de jade. Has tenido la gran fortuna de encontrar un hombre rico como éste y también la ha tenido tu padre. Lo primero que ha hecho tu suegro ha sido prometerme una estupenda mula negra. Esos sí que son modales...
La abuela seguía sentada, inmóvil, con los ojos cerrados.
Sus pestañas húmedas parecían cubiertas por una capa de miel, cada una pegada a la otra, brillante y arqueada como la cola de una golondrina. El bisabuelo la miraba, cada vez más furioso.
-No te hagas la sorda y la muda conmigo, por muy arqueadas que tengas las pestañas. Te puedes morir si quieres, pero te convertirás en el fantasma de la familia Shan. ¡En el mausoleo de la familia Dai no hay lugar para ti!
La abuela se echó a reír.
El bisabuelo le dio una bofetada.
Con una especie de siseo, el color se desvaneció de las mejillas de la abuela dejando tras sí la palidez. Pero, poco a poco, el color volvió a lucir en medio de esa palidez y su rostro se convirtió en el rojo sol de la mañana. Sus ojos echaban fuego, rechinaron sus dientes y su cara se torció en un gesto de mofa. A la vez que miraba con odio a su padre, dijo:
-Sólo temo... si... ¡puedes olvidarte de verle siquiera un pelo a esa mula!
Bajó la cabeza, empuñó los palillos y tragó la comida que echaba vapor ante ella, como si fuese un torbellino que esparciera nieve en el aire. Cuando terminó tiró el cuenco al aire, muy alto, el cuenco en que había comido, que dio una voltereta, giró reflejando la luminosidad escasa y gris, y destrozó dos telarañas antes de precipitarse al suelo, donde su borde superior brincó y describió un semicírculo antes de detenerse. Tomó otro cuenco y lo alzó: fue a estrellarse en la pared y cayó al suelo en dos pedazos. El bisabuelo estaba perplejo, con la boca abierta, las patillas temblorosas, incapaz de decir palabra.
-¡Hija -exclamó la bisabuela-, por fin has comido algo!"
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