Capítulo XXXVI
"Las hazañas de Teodorico (año 456) luego patentizaron al mundo que no había degenerado de las virtudes guerreras de sus antepasados. Después del establecimiento de los godos en Aquitania y el tránsito de los vándalos al África, los suevos, que habían fundado su reino en Galicia, aspiraron a la conquista de España, y estaban amenazando con el total exterminio de los romanos en la España entera. Los naturales de las provincias de Cartagena y Tarragona, acosados con aquella invasión, acudieron representando sus padecimientos y sus zozobras. Pasó el conde Fronton, en nombre del emperador Avito, con ofertas ventajosas de paz y alianza, y aun interpuso Teodorico su mediación poderosa, declarando que a menos de que su cuñado se retirase inmediatamente, tendría que armarse por la causa de la justicia y de Roma. "Dile", contestó el altanero Requiario, "que menosprecio al par su amistad y sus armas; tanto que voy a probar si me espera debajo de los muros de su Tolosa". El reto precisó a Teodorico a precaver los denodados intentos de su enemigo: tramonta el Pirineo acaudillando sus visigodos, acompáñanle francos y borgoñones, y aunque se profesaba sirviente fino de Avito, pactó reservadamente para sí y sus sucesores la posesión absoluta de las conquistas españolas. Estrelláronse ambos ejércitos, o más bien las naciones, a las orillas del río Órbigo, a cuatro leguas de Astorga, y parecía que la victoria decisiva de los godos había exterminado por algún tiempo el nombre y el reino de los suevos. Adelantóse Teodorico desde el campo de batalla hasta Braga, su capital, que conservaba todavía rastros grandiosos de un antiguo comercio y predicamento. No mancilló su entrada con sangre, y los godos respetaron la castidad de sus cautivas y con especialidad las vírgenes consagradas; pero los más del clero y vecindario quedaron esclavos, y allanáronse iglesias y altares en el saqueo general. Huyó el desventurado rey suevo a un puerto del Océano; pero la tenacidad de los vientos le atajó la salida; entregáronlo a su competidor implacable, y Requiario, que ni merecía ni esperaba indulto, recibió con varonil entereza el hachazo que probablemente descargara en igual caso. Tras este sangriento sacrificio, hijo de la política o del encono, Teodorico se internó con sus armas victoriosas hasta Mérida, el pueblo principal de Lusitania, sin hallar más resistencia que la milagrosa de Santa Eulalia; mas quedó atajado en tan próspera carrera y retraído de España antes que pudiese providenciar el afianzamiento de sus conquistas. En su retirada hacia el Pirineo, se fue vengando con el país de todo su malogro, manifestándose en el saqueo de Palencia y Astorga aliado tan leal como enemigo inhumano. Mientras el rey de los visigodos estaba peleando y venciendo en nombre de Avito, había fenecido aquel reinado; y tanto el blasón como el interés de Teodorico quedaron ajados con el fracaso de un amigo a quien había sentado en el trono del Imperio occidental.
El empeño del senado y del pueblo recabó del emperador Avito el avecindarse en Roma y aceptar el consulado para el año inmediato (año 456, oct. 16). El primero de enero, su yerno Sidonio Apolinar entonó sus alabanzas en un panegírico de seiscientos vsrsos; pero aquella composición, aunque galardonada con su estatua de bronce, escasea al parecer de numen y de verdad. El poeta, si cabe desdorar así ese dictado sacrosanto, abulta los merecimientos del soberano y padre, y su profecía de un reinado largo y glorioso quedó luego desmentida con los acaecimientos. Avito, por la época en que la dignidad imperial estaba reducida a una preeminencia de afán y peligro, se frustró en el regalo de la afeminación italiana: no amainaba con la edad su propensión amorosa, y se le tilda de haber escarnecido torpe y vilmente a los maridos cuyas mujeres había seducido o atropellado. Mas no trataban los romanos ni de disculpar sus yerros, ni de respetar sus prendas, pues cada porción del Imperio se iba extrañando más y más de las otras, y el extranjero galo no merecía más que odio y menosprecio".
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