sábado, 16 de abril de 2016

"Hijos de la ira".- Dámaso Alonso (1898-1990)


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Nota preliminar a "Los insectos"

 "Protesta usted, indignada, de mi poema Los insectos. Ya la hubiera querido ver a usted en aquella noche de agosto de 1932, en este desierto de Chamartín, en este Chamartín, no de la Rosa, sí del cardo corredor, de la lata vieja y del perro muerto. Altas horas. La ventana abierta, la lámpara encendida, trabajaba yo. Y sobre la lámpara, sobre mi cabeza, sobre la mesa, se precipitaban inmensas bandadas de insectos, unos pegajosos y blandos, otros con breve choque de piedra o de metal: brillantes, duros, pesados coleópteros; minúsculos hemípteros saltarines, y otros que se levantan volando sin ruido, con su dulce olor a chinche; monstruosos, grotescos ortópteros; lepidópteros en miniatura, de esos que Eulalia llama capitas; vivaces y remilgados dípteros; tenues, delicadísimos neurópteros. Todos extraños y maravillosos. Muchos de ellos, adorables criaturas, lindos, lindos, como para verlos uno a uno, y echarse a llorar, con ternura de no sé qué, con nostalgia de no sé qué. Ah, pero era su masa, su abundancia, su incesante fluencia, lo que me tenía inquieto, lo que al cabo de un rato llegó a socavar en mí ese pozo interior y súbito, ese acurrucarse el ser en un rincón, sólo en un rincón de la conciencia: el espanto. He leído terrores semejantes de viajeros por el África ecuatorial. Un reino magnífico y fastuoso, un reino extraño, ajeno al hombre e incomprensible para él, había convocado sus banderas, había precipitado sus legiones en aquella noche abrasada, contra mí. Y cada ser nuevo, cada forma viva y extraña, era una amenaza distinta, una nueva voz del misterio. Signos en la noche, extraños signos contra mí. ¿Mi destrucción?
 Y había dos géneros monstruosos que en especial me aterrorizaban. Grandes ejemplares de mantis religiosa venían volando pesadamente (yo no sabía que este espantoso y feroz animal fuera capaz de vuelo) y caían, proféticos, sobre mí o chocaban contra la lámpara. Cada vez que esto sucedía, corría por mi cuerpo y por mi alma un largo rehilamiento de terror. Junte usted además el espanto de las crisopas. Son éstas unos neurópteros delicadísimos, de un verde, ¿cómo decírselo a usted?, de un verde no terreno, trasestelar, soñado, con un cuerpo minúsculo y largas alas de maravillosa tracería. Como su nombre indica, y usted sabe (puesto que usted ha hecho, como yo, los primeros pinitos de griego) tienen los ojos dorados: dos bolitas diminutas de un oro purísimo. Oh, créame usted, mucho más bellas que lo que llamamos oro. Pero ocurrió que me pasé las manos por la cara y quedé asombrado: yo estaba podrido. No, no era a muerto: no estaba muerto, no. No era la podredumbre que se produce sobre la muerte, sino la que se produce en los seres vivos. Oh, perdone usted, perdóneme usted, mi querida amiga: piense usted en una cloaca que fuera una boca humana, o en una boca humana que fuera una cloaca. Y ahora intensifique ese olor; multiplique su fría animosidad, su malicia antihumana, su poder de herir o picar en la pituitaria y producir una conmoción, una alarma frenética en no sé qué centro nervioso, atávicamente opuesto a su sentido; concentre usted aún más y piense en la idea pura del olor absoluto. Y entonces tendrá usted algo semejante. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, gran Dios! Sin duda la fétida miseria de mi alma había terminado de inficionar mi cuerpo. Porque aquello era mucho más que mi habitual putrefacción. El horrendo olor se repitió muchas veces, y llegué a observar que, siempre, después de tocarme una crisopa. No lo sabía antes. Luego he podido comprobar que estos animales (por los menos en las noches de verano) son nada más que bellísimas sentinas.
 Oh, yo la hubiera querido ver allí, mi querida amiga. Mi alma se llenó de náuseas, de espanto y de furia, y, alucinado, demente, escribí el poema que a usted tanto le molesta". 

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