miércoles, 3 de noviembre de 2021

Mogens.- Jens Peter Jacobsen (1847-1885)


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La peste en Bérgamo


 «Estaba la Bérgamo Vieja, sobre la cima de un monte y al abrigo de sus puertas y murallas, y estaba la Bérgamo Nueva, a los pies del mismo monte y expuesta a todos los vientos.
 Un día se desató al peste en la ciudad nueva. Comenzó a propagarse a un ritmo endiablado; muchos murieron y el resto huyó por la llanura hasta desperdigarse en todas direcciones. Y aunque los vecinos de la Bérgamo Vieja incendiaron la ciudad abandonada para purificar el aire, poco remedio supuso. También ellos empezaron a morir en las alturas: al principio uno al día, luego cinco, luego diez y luego un par de docenas, y al alcanzar el mal su apogeo, aún muchos más.
 Y ellos no podían huir como los de la ciudad nueva. Hubo quienes lo intentaron, pero acabaron llevando una vida de bestias acosadas, ocultos en las zanjas y en las cloacas, al abrigo de las cercas y en medio del verdor de los sembrados; y es que los campesinos, que con la llegada de los primeros fugitivos habían visto irrumpir la peste en sus granjas, ahuyentaban de sus tierras a pedradas a cuanto desconocido les salía al paso, o lo molían a palos como a un perro rabioso, sin piedad ni misericordia. En legítima defensa, pensaban ellos.
 Tuvieron que quedarse donde estaban, las gentes de la Bérgamo Vieja. Día tras día, el calor se hacía más tórrido y el terrible contagio se volvía más voraz. El horror arreció hasta tornarse demencia, y la tierra pareció engullir todo rastro de orden y buen gobierno para reemplazarlo por cuanto existe de malo.
 En los primeros tiempos, con el brotar de la peste, todos se mantenían unidos en armonía y concordia, velaban por que los cadáveres recibiesen la debida sepultura, se cuidaban de encender diariamente en las plazas grandes hogueras, para que el humo purificador circulase por las calles, y repartían enebro y vinagre entre los pobres. Pero, por encima de todo, acudían a las iglesias, ya fuese a horas o a deshoras, solos o en procesión. De día se postraban ante Dios con sus plegarias, y de noche, cuando el sol se ocultaba tras las cumbres, las campanas de todas las iglesias lanzaban al cielo el lamento de sus cientos de gargantas. Se ordenaban ayunos, y a diario se exponían reliquias en los altares.
 Por fin, no sabiendo ya qué hacer, desde el balcón del consistorio y al son de tubas y trombones proclamaron a la Virgen Santísima alcaldesa de la ciudad, ahora y por siempre.
 Mas de poco sirvieron todos sus desvelos; nada surtía efecto. Poco a poco, las gentes se fueron convenciendo de que el Cielo o bien no quería o no podía auxiliarlas, y no sólo se cruzaron de brazos, resignándose a que ocurriera lo que hubiese de ocurrir, sino que el pecado, antes un morbo latente e insidioso, pareció trocarse en una peste maligna, manifiesta y furiosa que, a la par que la epidemia corporal, ansiara matar el alma como ésta ansiaba aniquilar el cuerpo. Tan increíbles eran sus actos, tan monstruoso su empedernimiento. El aire estaba plagado de blasfemia e impiedad, de resuellos de glotones y alaridos de borrachos, y la más salvaje de sus noches no era más negra de obscenidades que cualquiera de sus días.
 “¡A día de hoy comeremos, ya mañana moriremos!” Parecían haberle puesto música a este estribillo e interpretarlo, con un sinfín de instrumentos, en un eterno concierto infernal. De no haber estado inventados ya todos los pecados, se habrían ideado allí, pues no había camino que, en su perversidad, dejasen de explorar. Florecían entre ellos los vicios más antinaturales y les eran familiares pecados tan insólitos como la nigromancia, la brujería y el culto al diablo, pues fueron muchos los que acudieron a las potencias infernales en busca del auxilio que el Cielo les negaba.
 Todo rastro de caridad y compasión se borró de su espíritu, cada quien pensaba sólo en sí mismo. Al enfermo lo veían como a un enemigo público y si un pobre desdichado se desplomaba en la calle, presa de los primeros vértigos de la fiebre, no sólo no había puerta que se le abriera sino que, a punta de lanza y a pedradas, lo obligaban a arrastrarse hasta apartarlo del camino de los sanos.
 Día tras día, la peste arreciaba. El sol estival se abatía sobre la ciudad, no caía una gota de lluvia ni  corría un soplo de brisa. Los cadáveres que se pudrían en el interior de las casas y los que yacían a medio enterrar despedían un hedor asfixiante, que venía a mezclarse con el aire estancado de las calles y atraía nubes de cuervos y cornejas, que ennegrecían  muros y tejados. Y sobre las murallas que ceñían las calles se posaron, llegadas de muy lejos, unas aves grandes y extrañas, de picos voraces y curvas garras, que lo observaban todo con ojos calmos y ávidos, como si sólo aguardasen a que la desdichada ciudad se viera reducida a una enorme fosa de carroña.
 Se cumplían once semanas del estallido de la peste cuando los torreros y otras personas apostadas en lugares elevados vieron acercarse un singular cortejo que serpenteaba por la llanura. Poco a poco se adentraron en las calles de la ciudad nueva, entre los muros tiznados y los negros montones de ceniza que antaño fueran tinglados de madera. ¡Qué gentío! Serían seiscientos o más, hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Portaban entre unos y otros grandes cruces negras y, sobre sus cabezas, amplios estandartes rojos como la sangre y el fuego. Cantaban a la par que andaban, llenando el aire inerte y bochornoso de melodías extrañas y desesperados lamentos.
Resultado de imagen de mogens jans perter jakobsen Marrones, grises, negras eran sus ropas, pero llevaban todos una marca roja en el pecho, que resultó ser una cruz cuando la vieron de cerca. Seguían aproximándose. Se apiñaban por el empinado camino amurallado que subía hacia la ciudad vieja. […]
 Los bergamascos se agolparon a contemplarlos, con asombro e inquietud. Sus rostros enrojecidos y embriagados contrastaban con la palidez de los recién llegados; sus miradas embotadas y veladas de lujuria se agachaban ante las de estos ojos hirientes, llameantes; los blasfemos que reían olvidaban cerrar la boca al oír los himnos. ¡Y había sangre en todos los flagelos!
 Las gentes se incomodaron al ver a aquellos extraños. Mas poco tardó en quedar atrás esa sensación. Apenas reconocieron entre los crucíferos a un zapatero de Brescia que no andaba muy bien de la cabeza, pasó a ser cosa de risa la procesión entera. Como, por otra parte, era algo novedoso que venía a distraerlos de la rutina, al ver que los forasteros se encaminaban a la catedral salieron todos en pos de ellos como habrían corrido detrás de un grupo de saltimbanquis o de un oso amaestrado.
 Sin embargo, a medida que avanzaban a empellones se iban exasperando, pues se sentían prosaicos frente a tal solemnidad y entendían sobradamente por qué aquellos zapateros y sastres habían ido hasta allí para convertirlos, para rezar por ellos y pronunciar palabras que nadie quería oír.
 Dos filósofos flacos y canosos, que habían hecho de la impiedad un sistema, incitaban a la turba y la azuzaban con toda la maldad de sus corazones, de forma que, a cada paso que daban en dirección a la iglesia, la actitud de las gentes se volvía más amenazadora y sus accesos de cólera más violentos. Poco faltó para que llegaran a ponerles la mano encima a aquellos sastres flagelantes venidos de otros lugares.
 De repente, a menos de cien pasos de la entrada del templo, una taberna abrió sus puertas y una partida de jaraneros, unos a lomos de otros, salió en tropel, se situó a la cabeza de la procesión y la condujo entre cánticos, alaridos y cómicos gestos de devoción; todos, salvo uno de ellos, que fue dando volteretas hasta los escalones recubiertos de hierba de la iglesia. Y así, entre risas, entraron todos en paz en el santuario.
 […]
 Entre tanto, los de la taberna llevaron sus tropelías hasta el mismísimo altar mayor. Uno de ellos, un joven carnicero fuerte y corpulento, se quitó el mandil blanco y se lo anudó al cuello de modo que le colgaba a la espalda como un manto. De tal guisa empezó a oficiar con palabras absurdas y terribles, cuajadas de obscenidades y blasfemias. Un gordinflón bajito y entrado en años, sorprendentemente ágil y vivaracho, con cara de calabaza pelada, le hacía las veces de sacristán, respondiéndole con las tonadas más lascivas en boga por aquellos lares; se arrodillaba, hacía reverencias, volvía el trasero hacia el altar, agitaba la campana como si de un cascabel de bufón se tratara y hacía molinetes con el incensario. Los demás borrachos, tumbados cuan largos eran en los reclinatorios, hipaban de embriaguez entre aullidos y carcajadas.
 La iglesia entera reía, vociferaba y se regodeaba a costa de los forasteros. Si se fijaban bien, les gritaban, podrían apreciar en cuánta estima tenía la Bérgamo Vieja al Señor. Su regocijo, sin embargo, no obedecía tanto al placer de ofender a Dios como al disfrute que les procuraba imaginar cuán dolorosamente debían de clavarse sus blasfemias, como aguijones, en los corazones de aquellos hombres piadosos.
 Hirviendo de odio y sed de venganza, estos permanecían en el centro de la nave, entre gemidos de aflicción. Con la mirada y las manos levantadas hacia Dios, le rogaban que se vengase del desprecio del que era víctima en su propia casa. […]
 De pronto, uno de los forasteros, un fraile joven, se puso en pie y tomó la palabra.»
  
   [El texto pertenece a la edición en español de Ardicia Editorial, 2016, en traducción de Blanca Ortiz Ostalé, pp. 65-71 y 73. ISBN: 978-84-944476-1-7.]

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