La peste en Bérgamo
«Estaba la Bérgamo Vieja, sobre la cima de un
monte y al abrigo de sus puertas y murallas, y estaba la Bérgamo Nueva, a los
pies del mismo monte y expuesta a todos los vientos.
Un día se desató al peste en la ciudad nueva.
Comenzó a propagarse a un ritmo endiablado; muchos murieron y el resto huyó por
la llanura hasta desperdigarse en todas direcciones. Y aunque los vecinos de la
Bérgamo Vieja incendiaron la ciudad abandonada para purificar el aire, poco remedio
supuso. También ellos empezaron a morir en las alturas: al principio uno al
día, luego cinco, luego diez y luego un par de docenas, y al alcanzar el mal su
apogeo, aún muchos más.
Y ellos no podían huir como los de la ciudad
nueva. Hubo quienes lo intentaron, pero acabaron llevando una vida de bestias
acosadas, ocultos en las zanjas y en las cloacas, al abrigo de las cercas y en
medio del verdor de los sembrados; y es que los campesinos, que con la llegada
de los primeros fugitivos habían visto irrumpir la peste en sus granjas,
ahuyentaban de sus tierras a pedradas a cuanto desconocido les salía al paso, o
lo molían a palos como a un perro rabioso, sin piedad ni misericordia. En
legítima defensa, pensaban ellos.
Tuvieron que quedarse donde estaban, las
gentes de la Bérgamo Vieja. Día tras día, el calor se hacía más tórrido y el
terrible contagio se volvía más voraz. El horror arreció hasta tornarse
demencia, y la tierra pareció engullir todo rastro de orden y buen gobierno
para reemplazarlo por cuanto existe de malo.
En los primeros tiempos, con el brotar de la
peste, todos se mantenían unidos en armonía y concordia, velaban por que los
cadáveres recibiesen la debida sepultura, se cuidaban de encender diariamente
en las plazas grandes hogueras, para que el humo purificador circulase por las
calles, y repartían enebro y vinagre entre los pobres. Pero, por encima de
todo, acudían a las iglesias, ya fuese a horas o a deshoras, solos o en
procesión. De día se postraban ante Dios con sus plegarias, y de noche, cuando
el sol se ocultaba tras las cumbres, las campanas de todas las iglesias
lanzaban al cielo el lamento de sus cientos de gargantas. Se ordenaban ayunos,
y a diario se exponían reliquias en los altares.
Por fin, no sabiendo ya qué hacer, desde el
balcón del consistorio y al son de tubas y trombones proclamaron a la Virgen
Santísima alcaldesa de la ciudad, ahora y por siempre.
Mas de poco sirvieron todos sus desvelos; nada
surtía efecto. Poco a poco, las gentes se fueron convenciendo de que el Cielo o
bien no quería o no podía auxiliarlas, y no sólo se cruzaron de brazos,
resignándose a que ocurriera lo que hubiese de ocurrir, sino que el pecado,
antes un morbo latente e insidioso, pareció trocarse en una peste maligna,
manifiesta y furiosa que, a la par que la epidemia corporal, ansiara matar el
alma como ésta ansiaba aniquilar el cuerpo. Tan increíbles eran sus actos, tan
monstruoso su empedernimiento. El aire estaba plagado de blasfemia e impiedad,
de resuellos de glotones y alaridos de borrachos, y la más salvaje de sus
noches no era más negra de obscenidades que cualquiera de sus días.
“¡A día de hoy comeremos, ya mañana
moriremos!” Parecían haberle puesto música a este estribillo e interpretarlo,
con un sinfín de instrumentos, en un eterno concierto infernal. De no haber
estado inventados ya todos los pecados, se habrían ideado allí, pues no había
camino que, en su perversidad, dejasen de explorar. Florecían entre ellos los
vicios más antinaturales y les eran familiares pecados tan insólitos como la
nigromancia, la brujería y el culto al diablo, pues fueron muchos los que
acudieron a las potencias infernales en busca del auxilio que el Cielo les
negaba.
Todo rastro de caridad y compasión se borró de
su espíritu, cada quien pensaba sólo en sí mismo. Al enfermo lo veían como a un
enemigo público y si un pobre desdichado se desplomaba en la calle, presa de
los primeros vértigos de la fiebre, no sólo no había puerta que se le abriera
sino que, a punta de lanza y a pedradas, lo obligaban a arrastrarse hasta
apartarlo del camino de los sanos.
Día tras día, la peste arreciaba. El sol
estival se abatía sobre la ciudad, no caía una gota de lluvia ni corría un soplo de brisa. Los cadáveres que
se pudrían en el interior de las casas y los que yacían a medio enterrar
despedían un hedor asfixiante, que venía a mezclarse con el aire estancado de
las calles y atraía nubes de cuervos y cornejas, que ennegrecían muros y tejados. Y sobre las murallas que
ceñían las calles se posaron, llegadas de muy lejos, unas aves grandes y
extrañas, de picos voraces y curvas garras, que lo observaban todo con ojos
calmos y ávidos, como si sólo aguardasen a que la desdichada ciudad se viera
reducida a una enorme fosa de carroña.
Se cumplían once semanas del estallido de la
peste cuando los torreros y otras personas apostadas en lugares elevados vieron
acercarse un singular cortejo que serpenteaba por la llanura. Poco a poco se
adentraron en las calles de la ciudad nueva, entre los muros tiznados y los
negros montones de ceniza que antaño fueran tinglados de madera. ¡Qué gentío!
Serían seiscientos o más, hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Portaban entre
unos y otros grandes cruces negras y, sobre sus cabezas, amplios estandartes
rojos como la sangre y el fuego. Cantaban a la par que andaban, llenando el
aire inerte y bochornoso de melodías extrañas y desesperados lamentos.
Marrones, grises, negras eran sus ropas, pero
llevaban todos una marca roja en el pecho, que resultó ser una cruz cuando la
vieron de cerca. Seguían aproximándose. Se apiñaban por el empinado camino
amurallado que subía hacia la ciudad vieja. […]
Los bergamascos se agolparon a contemplarlos,
con asombro e inquietud. Sus rostros enrojecidos y embriagados contrastaban con
la palidez de los recién llegados; sus miradas embotadas y veladas de lujuria
se agachaban ante las de estos ojos hirientes, llameantes; los blasfemos que
reían olvidaban cerrar la boca al oír los himnos. ¡Y había sangre en todos los
flagelos!
Las gentes se incomodaron al ver a aquellos
extraños. Mas poco tardó en quedar atrás esa sensación. Apenas reconocieron
entre los crucíferos a un zapatero de Brescia que no andaba muy bien de la
cabeza, pasó a ser cosa de risa la procesión entera. Como, por otra parte, era
algo novedoso que venía a distraerlos de la rutina, al ver que los forasteros
se encaminaban a la catedral salieron todos en pos de ellos como habrían
corrido detrás de un grupo de saltimbanquis o de un oso amaestrado.
Sin embargo, a medida que avanzaban a
empellones se iban exasperando, pues se sentían prosaicos frente a tal
solemnidad y entendían sobradamente por qué aquellos zapateros y sastres habían
ido hasta allí para convertirlos, para rezar por ellos y pronunciar palabras
que nadie quería oír.
Dos filósofos flacos y canosos, que habían
hecho de la impiedad un sistema, incitaban a la turba y la azuzaban con toda la
maldad de sus corazones, de forma que, a cada paso que daban en dirección a la
iglesia, la actitud de las gentes se volvía más amenazadora y sus accesos de
cólera más violentos. Poco faltó para que llegaran a ponerles la mano encima a
aquellos sastres flagelantes venidos de otros lugares.
De repente, a menos de cien pasos de la
entrada del templo, una taberna abrió sus puertas y una partida de jaraneros,
unos a lomos de otros, salió en tropel, se situó a la cabeza de la procesión y
la condujo entre cánticos, alaridos y cómicos gestos de devoción; todos, salvo
uno de ellos, que fue dando volteretas hasta los escalones recubiertos de
hierba de la iglesia. Y así, entre risas, entraron todos en paz en el
santuario.
[…]
Entre tanto, los de la taberna llevaron sus
tropelías hasta el mismísimo altar mayor. Uno de ellos, un joven carnicero
fuerte y corpulento, se quitó el mandil blanco y se lo anudó al cuello de modo
que le colgaba a la espalda como un manto. De tal guisa empezó a oficiar con
palabras absurdas y terribles, cuajadas de obscenidades y blasfemias. Un
gordinflón bajito y entrado en años, sorprendentemente ágil y vivaracho, con
cara de calabaza pelada, le hacía las veces de sacristán, respondiéndole con
las tonadas más lascivas en boga por aquellos lares; se arrodillaba, hacía
reverencias, volvía el trasero hacia el altar, agitaba la campana como si de un
cascabel de bufón se tratara y hacía molinetes con el incensario. Los demás
borrachos, tumbados cuan largos eran en los reclinatorios, hipaban de
embriaguez entre aullidos y carcajadas.
La iglesia entera reía, vociferaba y se
regodeaba a costa de los forasteros. Si se fijaban bien, les gritaban, podrían
apreciar en cuánta estima tenía la Bérgamo Vieja al Señor. Su regocijo, sin
embargo, no obedecía tanto al placer de ofender a Dios como al disfrute que les
procuraba imaginar cuán dolorosamente debían de clavarse sus blasfemias, como
aguijones, en los corazones de aquellos hombres piadosos.
Hirviendo de odio y sed de venganza, estos
permanecían en el centro de la nave, entre gemidos de aflicción. Con la mirada
y las manos levantadas hacia Dios, le rogaban que se vengase del desprecio del
que era víctima en su propia casa. […]
De pronto, uno de los forasteros, un fraile
joven, se puso en pie y tomó la palabra.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ardicia Editorial, 2016, en
traducción de Blanca Ortiz Ostalé, pp. 65-71 y 73. ISBN: 978-84-944476-1-7.]
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