jueves, 1 de septiembre de 2016

"Cuentos".- Charles Perrault (1628-1703)


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 Los deseos ridículos

 "Esta historia comienza muchos años atrás. Érase una vez, un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir a descansar y jubilarse porque veía que jamás se le había cumplido ni uno solo de sus deseos.
 Uno de tantos días que estaba trabajando en el bosque y, como era costumbre en él, quejándose amargamente, se le apareció el mismísimo Júpiter con un rayo en la mano. Grande fue el espanto del leñador que, arrojándose al suelo, murmuró:
 -Nada quiero, nada deseo.
 -Deja de temblar -le dijo Júpiter-; vengo a verte porque he escuchado tus quejas y quiero ayudarte. Yo te prometo cumplir tus tres primeros deseos, los primeros que quieras formular sobre cualquier cosa. Elige lo que puede hacerte dichoso y dejarte completamente satisfecho y como tu felicidad depende de ti, reflexiona bien antes de formular tus deseos.
 Después de decir esto, Júpiter ascendió a los cielos y el leñador muy contento, echóse la carga de leña al hombro, que entonces no le pareció pesada, y volvió a su casa, diciéndose:
 -He de reflexionar mucho antes de formular un deseo. El caso es importante y quiero tomar consejo de mi mujer.
 Cuando entró en su casa llamó a su mujer y le contó lo sucedido:
 -Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, pero muy ricos, y todos nuestros deseos se verán realizados.
 Al oír estas palabras la leñadora empezó a hacer castillos en el aire, pero luego dijo a su marido:
 -Cuidado con que nuestra impaciencia nos perjudique y procedamos con calma. Consultémoslo con la almohada y dejemos para mañana nuestro primer deseo.
 -Estoy de acuerdo, dijo el leñador; trae un buen vino para celebrarlo.
 Cenaron, bebieron y sentándose luego al amor de la lumbre, el leñador exclamó, apoyándose en el respaldo de su silla:
 -¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendrían unas morcillas!
 Apenas acabó de pronunciar estas palabras, vio una larga morcilla que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba serpenteando a su mujer, que lanzó un grito. La mujer, al darse cuenta de que esto sucedía por el deseo tonto de su marido, no dejó de reprocharle lo que había hecho.
 -Hubiéramos podido tener oro, perlas, diamantes, excelentes vestidos... y eres tan necio que se te ha ocurrido desear semejante cosa.
 -Cállate, mujer, reconozco mi falta y procuraré enmendarla.
 -A buenas horas, calzas verdes; se necesita ser muy animal para formular ese deseo.
 Tanta fue la insistencia de la mujer que el buen hombre perdió la calma y, como a pesar de sus súplicas ella no cejase, exclamó furioso:
 -Los hombres hemos venido al mundo a sufrir. ¡Maldita sea la morcilla! ¡Ojalá se te quede colgada de la nariz para que te calles!
 Dicho y hecho, la morcilla quedó colgada de la nariz de la esposa del leñador. Ella quedóse muda de asombro y él con la boca abierta y rascándose el cogote. Restablecióse el silencio hasta que la mujer, que había perdido los bríos y no apartaba la mirada de la morcilla, murmuró:
 -¿Y bien?
 -Sólo falta formular el tercer deseo. Puedo transformarme en rey pero, ¿qué clase de reina vas a ser tú con esa morcilla en la nariz? Elige, mujer: o reina con esa nariz más larga que una semana sin pan o leñadora con una nariz como la que tenías.
 Mucho discurrieron antes de decidirse, pero como sus miradas no podían apartarse de la morcilla, que a cada gesto se agitaba como una rama movida por un huracán, prefirió la leñadora quedarse sin trono y conservar las narices como antes. Formulado el deseo por el leñador, su mujer volvió a quedar como estaba, lo que no fue obstáculo para que se llevase la mano a la cara para convencerse de que la morcilla había desaparecido.
 El leñador no cambió de posición, no se convirtió en un gran potentado, no llenó de escudos su bolsa y creyóse muy dichoso empleando el último de los tres deseos en devolver a su esposa las narices que antes tenía.
 
 Moraleja:
 
 ¡Cuántos son los que con voces / llenan los cielos y tierra
y sin cesar de sus labios / se desprenden duras quejas!
¡Cuán dichoso yo sería, / van diciendo, si pudiera
hacer esto o bien aquello! / -¡Hazlo!, la suerte contesta
 y en vez de crecer su dicha / crecen a veces sus penas,
que sólo es dichoso el hombre / que con poco se contenta,
a su suerte se acomoda / y delirios no alimenta".

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