-Yo creo que sí. Pero se lo deberías preguntar a ella y así lo sabrías seguro.
Lucandro se quedó con el gesto fruncido.
-No -dijo-. Yo creo que no le gustaría. Así que no se lo voy a preguntar.
Le parecía que era un capricho tonto, caso de que lo tuviera. Y, además, salir de viaje significaría dejar el castillo expuesto a un posible asalto de los ladrones. Cuando Lucandro decía "ladrones" pensaba siempre en aquellos rostros curtidos y serios de los campesinos de Belfondo, que apenas se alzaban al verlo pasar a caballo. Tampoco él se atrevía nunca a mirarlos a la cara. Sentía una amenaza en su actitud reservada, como de animales al acecho. Tituc le había venido con el cuento de que querían tierras mejores y de que andaban algo agitados. Cuanto mejor se les trataba, más pedían. Le envidiaban porque era rico. Y, por lo visto, estaban pasando mucha hambre porque la cosecha había sido muy mala.
-Pues ocúpate de ellos un poco más -le aconsejó Cambof-. Baja al pueblo a hablar con ellos. Nunca lo haces y eso debe ser lo que los tiene descontentos.
-Total -se enfadó Lucandro-, que he venido a que me resuelvas un problema y me sales con otro.
Cambof le miró muy serio, moviendo la cabeza.
-Tu único problema, Lucandro, es que tienes el alma encogida -le dijo-. Quiere crecer y no la dejas. Quiere gritar y le tapas la boca. Quiere volar y le atas las alas. Ni yo ni nadie te podemos ayudar a ensanchar el alma. Sólo tú, desde dentro, lo puedes hacer. Pero no quieres. A tu alma la tratas peor que a tus vasallos.
Lucandro no llevó de viaje a Serena, aunque procuró dedicarle más tiempo y más atención. Pero a ella no pareció gustarle que estuviera pendiente de sus movimientos y de sus humores. Y es que notaba que no lo hacía por cariño sino por una especie de penitencia que se había impuesto. La atosigaba a preguntas sin sacar nada en limpio más que impacientarse. ¿Qué quería Serena en realidad?
-Nada -le dijo ella un día-. Que no me hagas tantas preguntas. Cuando no me preguntas nada, es cuando me encuentro mejor.
Lucandro se quedó bastante aliviado.
-De acuerdo -le dijo-, pero cuando quieras algo, prométeme que me lo pedirás.
-Te lo prometo -contestó ella.
Poco tiempo después, Serena quedó encinta y le pidió a Lucandro que le dejara poner una cama en su cuarto de costura y dormir allí. Lucandro accedió y le dio a elegir entre todas las camas que había en el castillo. A ella le gustó una de madera de cerezo que tenía incrustado en la cabecera un pavo real en colores tornasolados. Se la subieron al cuarto de costura y se la pusieron arrimada al balcón. Serena se pasaba las tardes echada allí, mirando al campo, sin hablar con nadie.
En aquella cama, una tarde de diciembre, Serena dio a luz una niña. Poco después empezó a nevar y ella cerró los ojos. Sabía que tenía que pedir algo para su hija porque no se había presentado ningún hada de las que se presentan, en los cuentos, a formular sus deseos junto a la cuna del recién nacido.
-Que entienda sus sueños mejor que yo entiendo los míos -les pidió con los ojos cerrados a los copos de nieve-. Y que los pueda seguir siempre.
La niña tenía la piel muy blanca y el pelo y los ojos muy negros. Le pusieron de nombre Altalé".
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