El sabio y el tonto
"Un poco más allá, se internaron en un bosquecillo. Allí, sobre el suelo, a la sombra de un árbol, mataron el hambre. Comieron un pedazo de pan y queso y unas aceitunas, de que el mecánico gustaba mucho. Bebieron y descansaron un rato.
Martín se mostraba aún ensombrecido. El mecánico quiso desvanecerle el disgusto y le habló:
-Todo lo que te he dicho, Martín, era verdad; pero has hecho bien en no quedarte; yo hubiera hecho lo mismo.
Martín le miró; se animaba; aquello, cuando menos, le gustaba.
-Sí, sí, Martín. No hay nada en el mundo que valga esta vida; no hay nada como esto, ya te lo dije otras veces: acostarse cuando uno tiene sueño y no pensar en nada, levantarse cuando uno quiere y andar a la buena de Dios; comer cuando uno tiene hambre... y tiene comida, claro está; beber cuando uno tiene sed. No tener que dar las gracias a nadie del pan que uno come; no tener que reír cuando uno quisiera estar serio y estar serio cuando quiere reír, por miedo a que le quiten hasta el pan de la boca. No hay nada como esto; ya te lo dije otra vez y yo ya firmaría para que siempre fuese así: cantar, comer, beber y caminar, y reírse del prójimo y hasta de su sombra, y cuando llegue la muerte... A ti te asusta la muerte, ¿no? La muerte no es nada, Martín. Hay que hacer como el de la copla...
-¿Qué hizo el de la copla?
-Echarse a dormir. ¿No te acuerdas? Te la voy a repetir:
Cada vez que considero
que me tengo que morir,
tiendo la capa en el suelo
y me harto de dormir.
"¡Qué bien habla hoy! -pensó Martín-. Parece un predicador."
No obstante, en lo de la muerte, ya lo sabemos, no estaba conforme. Él no quería nada con aquella señora; no quería ni oírla nombrar.
-Si no fuese, Martín, que uno tiene detrás lo que tiene... que a uno le esperan...
Otra vez lo de "detrás". "¿Qué será? -se preguntaba Martín por segunda vez-. ¿Quién le esperará?"
Continuó hablando y Martín animándose y sintiendo que todo malhumor se le desvanecía.
Emprendieron de nuevo la marcha. Caminaban contentos, como hombres que no tienen prisa; que mejor, o peor, han llenado el estómago, que no viajan en tren; no tiene trato con jueces ni con funcionarios; no pagan peaje ni contribución y apenas el gasto que hacen, y no tienen, de momento, otra preocupación que apartarse de la Guardia Civil, que debía ser la "torta" que el mecánico temía.
Otra alegría llevaban aún en el alma; pero de esta no hablaban: el mecánico, de que Martín no hubiese querido quedarse con el viejo; Martín, de haberse librado de quedarse.
De cuando en cuando, Martín se acordaba aún del de Alfama y de la historia de Pampla, el bandolero. "Ya no la sabré" -se repetía-. Era lo único que lo apenaba.
Transpusieron unas alturas y apenas salieron al valle, vieron una extraña comitiva; ésta era breve y avanzaba con lentitud bajo el sol con el coche negro a la cabeza. "¡Caramba -se dijo el mecánico, ya escamado-, otro entierro!"
Y enseguida vieron la aldea, allí, a la derecha; formábanla unas casas bajas y aplastadas, pegadas a la ladera. El entierro, sin hachas, con un cura con roquete y una docena de personas, entre ellos algunas mujeres que seguían al coche, fue hundiéndose tras una loma.
-Éste se va sin cantos, Martín, sin luces... Así iremos nosotros".
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