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"Una migración compuesta por millones de personas avanzaba por Polonia. Iba de Oeste a Este. La formaban los ejércitos de los perseguidos y de los perseguidores, convoyes fugitivos, columnas de aprovisionamiento, trenes que corrían hasta llegar a puentes destruidos o a ramales que habían sido bombardeados -eran miles los vagones que quedaban inmovilizados en las vías-, carros cuyos tiros morían de hambre y reventaban y los innumerables vehículos de las columnas perseguidoras, tanques, jinetes, gentes de a pie, de uniforme y de paisano, que corrían durante semanas, alejándose cada vez más de los almacenes en los que se guardaban los uniformes y las armas que no habían llegado a recibir y que habían caído en manos de los perseguidores; regimientos polacos que se disolvían, desertores y merodeadores, hombres a los que les hacían daño las botas y hombres que las habían arrojado y caminaban descalzos y con los pies llagados, derrotados, heridos, enfermos; gentes de ciudad y gentes del campo que los ejércitos en fuga arrastraban hacia el Este, todos demacrados, sucios, hambrientos y cansados, tanto los perseguidores como los perseguidos. Muy pronto, en todo el país no circulaba ni un solo tren, no se daba de comer a los caballos ni se ordeñaba a las vacas. El ganado deambulaba mugiendo en torno a los humeantes restos de las granjas. Se habían roto todas las comunicaciones; las divisiones del enemigo perdieron todo contacto con sus Ejércitos y los regimientos, con sus divisiones. Finalmente, sólo algunos grupos aislados ofrecían resistencia. Pero eran vencidos uno a uno y retrocedían, eran hechos prisioneros, se entregaban y generaban desertores a docenas, a cientos, a miles. A derecha e izquierda de las carreteras se amontonaban las armas y municiones abandonadas, los cañones y los automóviles volcados. Los caballos muertos, con el vientre hinchado, apestaban el aire. En la zona de Rzeszow se encontró incluso un elefante muerto en una zanja.
No se veía un solo cristal entero ni a un hombre afeitado ni a una mujer peinada; a las reses fugitivas se les quebraban las patas como si tuvieran los huesos de mantequilla. Los pueblos parecían incendiarse solos. No había comida ni cigarrillos ni bebidas. Ni siquiera se encontraban ya los sifones de vidrio agrietado. Las casas estaban vacías o abarrotadas de fugitivos, los regimientos estaban desabastecidos, los prisioneros decían que desde hacía días vivían únicamente de lo que mendigaban a los campesinos. Pero tampoco los campesinos tenían nada. Las cunetas estaban llenas de detritos. Todo el país parecía un cuerpo que se pudriera en vida. De cada cien soldados, apenas diez se mantenían en sus puestos. Era el colapso más grande o, por lo menos, el más súbito de todos los tiempos. Y, en las calles y plazas de las ciudades, los monumentos de los políticos y artistas de antaño, parecían contemplar, atónitos, el caos.
Todo el mundo había abandonado su casa. Millones de personas, sin equipaje, sin el más indispensable alimento, iban hacia el Este, siguiendo órdenes imprecisas y remotas esperanzas. Esta situación se prolongó hasta mediados de septiembre. Luego, los rusos entraron en guerra y se produjo el reflujo hacia el Oeste. Los fugitivos volvieron sobre sus pasos y se detuvieron entre el Bug y el San, donde quedaron atenazados.
Allí los polacos realizaron hazañas de verdadero valor. Muchos de ellos, en especial los oficiales, se defendieron hasta el fin. Pero no sabían que ya estaban perdidos. Hacía semanas que no recibían noticias. Creían que, por el Norte, sus ejércitos ya estaban en Berlín... No sospechaban siquiera el avance de los rusos. No sabían absolutamente nada. Creían estar consiguiendo victorias en todas partes y a las dos horas eran hechos prisioneros. Pero muchos preferían la muerte al cautiverio, y de los oficiales de las tropas que pelearon también en el Este, fueron centenares los que se suicidaron".
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