Bech tercermundea
"En Caracas, el comunista rico y su elegante mujer francesa invitaron a Bech a cenar para que admirara su Henry Moore. La escultura, una figura reclinada de bronce ferozmente estriado -el arte intentando imitar la furia paciente de la naturaleza-, estaba expuesta en un jardín verde vallado donde jugaba una fuente iluminada por focos y florecían las buganvillas. Las bebidas -scoth, Cointreau- se materializaron sobre mesas de cristal. Bech quería disfrutar de las bebidas, el Moore, la belleza del suntuoso recinto, la paradoja de la opinión política, pero seguía trastornado por el vuelo desde Canaima, en donde había visto desaparecer a los indios. El piloto temerario había querido aterrizar en la pista militar no iluminada del centro de la ciudad, en lugar de hacerlo en el aeropuerto internacional junto a la costa, y otras avionetas, igualmente temerarias, descendían sin tregua delante de él, apremiadas por la caída del crepúsculo, por lo que no dejaba de tirar de los mandos y de maldecir, y el avión iba a rodar, y los tugurios de hojalata de las laderas de Caracas inundarían las ventanillas inclinadas... vertiginosas oleadas de mosaico.
"¡Caramba!" quiso exclamar el escritor norteamericano, pero tuvo miedo de pronunciarlo mal. Le agradó advertir, a través de la erupción de su terror, que su fría acompañante también estaba aterrada. Su cara aceitunada parecía envejecida, blanqueada. Sus magníficos párpados sedosos se cerraron de náusea o en oración. Su mano tanteó en busca de la de él, arañándole con sus largas uñas. Bech cogió su mano. Moriría con ella. El avión se zambulló y aterrizó elegantemente, bajo una luna romántica recién despuntada en el cielo nocturno, púrpura de postal, encima de Monte Ávila.
El embajador ofreció una cena a Bech y a la élite ghanesa. Eran una élite bajo este régimen, lo habían sido bajo Nkrumah y lo serían bajo el siguiente régimen. Las posiciones relativas dentro de la élite variaban, sin embargo; un hombre ligeramente degradado, con un exquisito acento de Oxford, se emborrachó y contó a Bech y a las mujeres que ocupaban la mesa el episodio de una procesión a pie en pos de Nkrumah. En aquellos tiempos (y sin duda en éstos), la élite llevaba pistola.
-Totalmente por sorpresa y sin ninguna provocación tangible -dijo el hombre a Bech, mientras su cara, como una estrella de basalto, relucía con su sudor espesado por la ginebra-, me asaltó aquel irresistible impulso de matarle. Irresistible; me picaba la palma de la mano, sentía en los dedos la pequeña cuadrícula del mango del revólver, encañoné hipnóticamente el punto exacto por donde entraría la bala en el centro de su occipucio. Se había convertido en un tirano. ¿No es así, señoras?
Hubo una suave y precavida risita de conformidad por parte de las mujeres ghanesas. Eran magníficas las mujeres ghanesas, desde la negra del sur norteamericano hasta la que ocupa un cargo en el gabinete, fértiles y optimistas, envueltas en sus suntuosas túnicas y turbantes. Bech quiso reposar para siempre, a la luz de la vela, entre aquellas mujeres, como un sultán entre otras tantas almohadas. Mujeres y muerte y aviones: captó soñolientamente que había una cómoda triangulación en ello.
-El impulso se hizo irresistible -continuaba diciendo su informador-. Yo estaba luchando con un auténtico demonio; el sudor manaba de mí como de alguien a punto de vomitar. Tenía que hablar. Coincidió que a mi lado caminaba uno de sus guardaespaldas. Le susurré: "Samy, quiero matarle de un tiro". Tenía que decírselo a alguien o si no lo hubiera hecho. Quizá quería que él me lo impidiese; ¿quién conoce los abismos de la mentalidad del esclavo?; incluso que él me matara antes de que yo cometiera el sacrilegio. ¿Sabe lo que me dijo? Se volvió hacia mí, aquel guardaespaldas de 1'85 de estatura como mínimo, y me dijo solemnemente: "Yo también, Jimmy. Pero no ahora. Todavía no. Esperemos".