VI.- El financiero y Dios.- La contabilidad celestial
"La idea del más allá lo perturbaba. No por la esperanza de que existiera ni por el temor a que no existiera. De hecho, no lograba imaginarlo en términos concretos. Y no conocía otros. Miles de millones de hombres juzgados para toda la eternidad le daban una sensación de vértigo y de pánico.
Nunca, desde que la leyera en un relato, había olvidado la expresión "contabilidad celestial". Y fantaseaba en torno a los problemas -tan insolubles como, por definición, ya resueltos- de la administración cósmica, computadora divina de sentencias inapelables para todos los hombres que seguían muriendo en un minúsculo planeta, responsable cada uno no sólo de lo que había hecho, sino de lo que había pensado. Penas eternas proporcionales a la gravedad de la ofensa, así lo explicaban los tratados de teología, que le parecían similares a los tratados de ficción científica. Pero, ¿qué ofensa podían infligir al Creador del universo los microscópicos hombres, bacterias amontonadas sobre una mota de polvo en el silencio de los espacios? Sin embargo, para ellos el Señor habría hablado desde simples nubes y se habría encarnado y hecho crucificar, mostrando un interés que él, Terragni, no sólo no lograba compartir, sino ni siquiera entender. Nacer y morir por estos pitecántropos en automóvil. No es reacio a la idea de la inmortalidad referida a sí mismo y a pocos más, pero le repugnaba extenderla a la mayoría, a la sirvienta que le abría abusivamente la correspondencia o al primer idiota que lo escrutaba sin motivo en un vagón del metro.
La imagen de miles de millones de hombres embalsamados para siempre le parecía monstruosa. Sólo un Gran Maniático podía corresponder al Dios en que siempre había creído: un detective sideral, que espiaba simultáneamente a un número ilimitado de infelices y les destinaba una cuota añadida de sufrimientos ilimitados, ante los cuales los tormentos inventados por los hombres se convertían en juegos de niños. Y éste era el Dios bueno, el Padre celestial.
Terragni tenía una imagen especial del destino. Concebía la existencia como una red de recorridos, encuentros fortuitos y ocasiones fallidas; un mapa creado para suscitar esperanzas suicidas, efímeras alegrías y dolores duraderos. Sobre todo en el nudo inextricable de las relaciones humanas, Terragni individualizaba el plan del enemigo: en el empecinamiento con que tantos progenitores educaban a sus hijos en el desprecio de sí mismos, en la satisfecha búsqueda del amor equivocado, en la geométrica antítesis entre aptitudes y ambiciones. Las relaciones entre los hombres le parecían una laboriosa, encarnizada, extenuante partida en la que todos los jugadores perdían y el ganador era el espectador oculto que los había llevado a enfrentarse.
Los programas de televisión que más lo atraían eran los documentales sobre animales: guepardos que atrapaban gacelas paralizadas por el terror o sapos agigantados por el teleobjetivo con los ojos entrecerrados en la oscuridad tragándose saltamontes vibrantes. Este infierno animal era presentado como providencial para la selección de la especie, sin embargo le parecía demasiado semejante al humano, donde la supervivencia, pagada tan caro, era acaso más atroz que una extinción total.
La única vez que había revelado estas sensaciones suyas a un estudioso de teología -en la hora que consideraba más propicia para las conversaciones metafísicas, después de la comida- le había contestado con una sonrisa que su visión era materialista. Y él, retrocediendo repentinamente cincuenta años, se había vuelto a sumir en la infancia, cuando pedía informaciones tan detalladas como indiscretas sobre el acto que permitía la concepción del ser humano. Recordaba rostros turbados, respuestas elusivas; y la expresión de su madre mientras le decía, entrecerrando los ojos, con una expresión entre severa y disgustada, que el acto podía parecer un poco vulgar, pero que la religión lo volvía poético; entendía tan mal religión, poesía y sexo, que sólo a una distancia de años había podido captar su alcance, junto con las consecuencias fatales para una mente infantil".
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