sábado, 29 de enero de 2022

Catón político.- Roque Barcia (1823-1885)


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Advertencia del editor

Revolución de 1854. (Hoja volante). ¿Qué haremos?

 «Pasó el gabinete San Luis: pasó ese gabinete que pretendía hacer de veinte millones de hombres un corazón egoísta y avaro: pasó como pasan los terremotos, como pasan las epidemias; pasó para no volver más.
 ¿Quién obró este prodigio? La revolución. ¿Qué es la revolución? Tal vez se ignora generalmente.
 Cien años de mal gobierno, se ha escrito, son preferibles a tres días de revolución.
 Nosotros creemos que debe decirse: cien revoluciones son preferibles a sólo tres días de un mal gobierno. Porque la revolución no es el tumulto, no es la anarquía, no es el botín; la revolución es la gran disciplina de los que no gobiernan para la humanidad, sino para ellos, para sus pasiones, para sus ruindades; la revolución es un instante de ley suprema: un instante en que la ley se viste el traje de todos para ser igual, inviolable, poderosa, casi divina. La revolución es tan indispensable para dar vida a las opiniones de la sociedad, como son indispensables ciertas inundaciones para dar alimento a los campos.
 Pero esas revoluciones destruyen, se dice; también destruye el hacha que tala los árboles, y no obstante la poda les hace producir. También destruyen las tormentas, los huracanes y los rayos, y no obstante esos rayos purifican la atmósfera. También destruyen los abismos y, no obstante, la Providencia los ha creado para que nos inspiren horror. También destruyen los torrentes y sin embargo Dios ha dicho al torrente que trabaje la tierra y que detenga nuestra planta ante la idea de un gran poder.
 La revolución es la boca por donde respiran la sociedades; no hay volcán sin respiradero: no hay sociedad humana sin revoluciones. ¿Qué fuera de nosotros si para los tiranos no hubiera un abismo, si el arbitrio de un hombre no tuviera por valla u torrente? ¿Qué fuera de nosotros si la revolución no hiciera las veces de un volcán?
 ¿Hay verdad, hay creencia, hay razón humana en esos movimientos espontáneos y universales, en esas cruzadas de los pobres que se llaman revoluciones? ¿Hay razón? ¿Hay humanidad? Pues la revolución es más buena; es santa: Dios la ha creado cuando creó el derecho y la justicia, así como cuando hizo brotar la atmósfera y la luz creó con ellas la tempestad y el rayo. La sociedad la necesita, Dios la quiere.
 Revolución fue el pueblo de Moisés, revolución fue la palabra de Jesucristo, revolución el libro de Mahoma, revolución el siglo de Sesostris, revolución el de Licurgo, y el de Pericles, y el de César, y el de Médicis, y el de Carlos V, y el de Luis XIV, y el de Pedro el Grande. Genios abortados por la revolución son Bonaparte, Franklin y Washington: esa triple pirámide levantada sobre el horizonte de dos mundos.
 Revolución fue Homero como Bossuet: revolución David como Galileo; revolución Cervantes como Atila; revolución Pedro el Ermitaño como Calvino; revolución Guttenberg como Fulton.
 Revolución es el coloso que siembra por el mundo los grandes hombres y las grandes ideas como tantos otros mármoles gigantescos que nos señalan el lindero de las edades.
 La China no fue sabia sino porque revoluciones ocultas trabajaron su espíritu: la revolución de la industria, la revolución del pensamiento. La India, ese paraíso de la humanidad, ese olvido encantado del mundo, no dará un solo paso en el camino de la perfección, en el camino de la vida, mientras que una revolución generosa y magnánima no arrebate de la boca de los magnates indios el hueso que roen bajo la mesa de su señor: mientras que la idea revolucionaria no les dé justicia, no les dé derecho, no les dé razón; es decir, no les dé libertad, porque la libertad es la primer razón, el primer derecho, la primer justicia. La India será un sueño para el mundo ilustrado mientras que no llame a su puerta ese genio de águila, ese viajero de todos los siglos, ese espíritu de cien brazos que cruzó los mares, que anduvo proscrito por los bosques de América, que articuló, por fin, una sola palabra, y que con ella ha fabricado veinte naciones de un pueblo salvaje.
 ¡Venturosa la sociedad en cuya conciencia puede resolverse el pensamiento de una revolución!
 La revolución será mala cuando un Calígula sea un Sócrates; cuando Roma deje de adorar a Trajano; cuando la civilización de América deje de sellar una palabra de gratitud sobre el sepulcro de Bolívar; cuando los Alpes dejen de guardar la memoria de su Guillermo Tell; cuando vendamos a un usurero nuestro destino; cuando el mundo deje de inclinar la cabeza sobre una esperanza. Las revoluciones serán malas cuando sea misión de los idiotas el apostolado y el martirio. Gobiernos imbéciles, ¿queréis cortar aquí el cuello al gigante? Allí resucitará con mil cabezas. ¿Queréis arrebatar al Océano el oleaje que revienta en la orilla? Un millón de olas viene después. ¿Queréis triunfar sofocando a Rienzi, execrando la memoria de Massaniello, levantando un cadalso ante los girondinos, ahorcando a Riego, inmolando al heroico Menolli, lanzando una sentencia contra Garibaldi, codiciando la sangre del valiente Kossut? Os engañáis. Usurpad mil rayos al sol y el sol no dejará de alumbrar al mundo; usurpad mil gotas al torrente, y el torrente: os inundará. ¿Cuántos tiranos no han existido? Ninguno ha dado muerte a una sola idea. ¿Cuántos verdugos no han vibrado la terrible cuchilla? Ninguno ha dado muerte a un solo derecho: ningún hacha ha segado la garganta de la humanidad. Os engañáis; para la idea cada hora es una nueva e interminable generación. Hay revoluciones porque no gobernáis para el gobierno; hay revoluciones porque queréis que todo el mundo vea las cosas con los ojos de vuestra policía y entienda con el entendimiento de vuestros fiscales, y piense con el pensamiento de vuestra opresión; hay revoluciones porque bebéis placeres en la misma copa que otros llenan de deshonra y de hambre; porque convertís la sociedad en un rostro espantado que va dando vaivenes sobre la punta de una bayoneta; porque hacéis un misterio del día; porque hacéis un crimen de nuestra virtud; porque queréis tener la verdad bajo llave, como se tiene a un perro dogo. Hubo Vísperas sicilianas, sucedieron las Pascuas veronesas, existió el juego de pelota, hubo revoluciones, porque las ensangrentadas conquistas de un pueblo no son el juro de vuestra heredad, porque un libro no es un cubilete, porque una conciencia no es un payaso, porque la creencia y el amor no han dejado de ser jamás el testamento del primer hombre. Hubo revoluciones, hay revoluciones porque como Xerjes lanzáis cadenas a la mar, cuando en vano dijerais al arbusto: no tengas sombra, y en vano dijerais al grano de arena: desaparece de este globo donde Dios te ha creado. Hay revoluciones, habrá revoluciones porque sois tiranuelos, porque sois tan pobres que hasta carecéis de la más vulgar de todas las virtudes: ¡la virtud de pensar en Dios! Legislad y seréis razón: creed y seréis dogma; hablad por boca de la libertad del derecho, de ese pensamiento divino que perpetuamente se agita en el mundo, como las olas en el golfo: sed liberales y cerraréis la puerta a esas revoluciones que os espantan: no habrá revoluciones, porque vosotros seréis entonces la revolución, porque vosotros seréis la humanidad, ese gran símbolo que ha salido triunfante de los naufragios del pasado, que atraviesa inmortal las turbulencias del presente y tiende sus alas hacia adelante como el genio del porvenir. No seáis milanos, no seáis búhos, no seáis buitres: sed águilas; haced de modo que para miraros tengamos que levantar la frente.
Resultado de imagen de roque barcia caton politico analecta editorial Mal gobierno, que truecas en paño mortuorio la púrpura sagrada del mando, ¡aprende a conocer que el que te habla es hombre como tú!
 Pero la revolución es como el fuego. Quien sobre ella pone imprudentemente la mano, se quema. No es bastante que un pueblo se revolucione; no es bastante que la madre para [dé a luz]: es indispensable educar al hijo. Nuestra revolución pública está hecha: ahora conviene dirigirla a sus fines propios. ¡Ay de nosotros si nos engañamos en la educación de nuestro pupilo! Esa revolución, que es el azote providencial del gobierno injusto que la sofoca, es también el juicio inexorable del pueblo ignorante que no la comprende.
 La revolución podría significarse por medio de un gigante que tiene muchos rostros. Un rostro mira a las costumbres, a los sentimientos, a las ideas. He aquí la revolución inteligente y moral.
 ¿Qué haremos en este sentido? ¿Descuidaremos la instrucción pública?
 Otro rostro mira a los derechos y a las obligaciones. He aquí la revolución política.
 ¿Qué haremos? ¿No debería corregirse el veto absoluto? ¿Continuará siendo una quimera la responsabilidad de los ministros?
 El tercer rostro mira a las propiedades: he aquí la revolución civil.
 ¿Qué haremos? ¿Es justo que existan en Madrid quinientos establecimientos públicos de usura? ¿Quinientos establecimientos que tal vez se enriquecen con la pobreza y la inmoralidad de quince mil familias?
 Otra cara de la revolución mira al culto. He aquí la revolución religiosa.
 ¿Qué haremos? ¿Será razonable que los obispos se llamen Iglesia absolutamente? ¿Será razonable que la Iglesia esté absolutamente fuera del Estado, cuando está dentro del presupuesto que paga el Estado? ¿Es político que haya en la sociedad un poder que no sea sociedad? ¿Qué haya una parte que no viva con la vida del todo, cuando del todo recibe su vida? ¿Es político que los seminarios conciliares no se ajusten a los estatutos explícitos del concilio de Trento, ahora que ninguna legislación ha anulado dicho concilio?
 Meditemos en estas preguntas, sazonemos nuestras opiniones y esperemos con confianza. Un gobierno no se constituye como se hace una montera, Roma no fue obra de un día. Tanto peligro hay en la parálisis como en la convulsión, así como la mitad de los ciclos dista tanto de un polo como de otro.
 Baste al pueblo saber que sobre las cabezas de todo el mundo levanta sus brazos el gigante de la razón.
 Madrid, 30 de julio de 1854.- Por un comité liberal,- Roque Barcia.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Analecta Editorial, 2011, en edición de Mónica Rivero Fernández, pp. 223-228. ISBN: 978-84-92489-17-6.]

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