Carta desde el Himalaya: ¿qué hacer?
«En el Himalaya indio, 17 de enero de 2002
Me
gusta estar en un cuerpo que envejece. Puedo mirar las montañas sin el deseo de
escalarlas. Cuando era joven habría querido conquistarlas; ahora puedo
dejarme conquistar por ellas. Las montañas, como el mar, recuerdan una grandeza
por la cual el hombre se siente inspirado, elevado. Esa misma grandeza está
también en cada uno de nosotros pero allí nos es difícil reconocerla.
Por eso nos atraen las montañas. Por eso a través de los siglos, tantísimos
hombres y mujeres han venido aquí arriba, al Himalaya, esperando encontrar en estas alturas
las respuestas que se les escapaban permaneciendo en las llanuras. Siguen
viniendo.
El
invierno pasado por delante de mi refugio pasó un viejo sanyasin vestido de anaranjado. Estaba
acompañado por un discípulo, también él renunciatario.
-¿Adónde vais, Mahajá? -le pregunté.
-A
buscar a Dios -respondió, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Yo
vengo, como esta vez, a tratar de poner un poco de orden en mi mente. Las
impresiones de los últimos meses han sido fortísimas y antes de volver a
partir, de “bajar a la llanura” otra vez, necesito silencio. Sólo así puede
oírse la voz que sabe, la voz que habla dentro de nosotros. Quizá sólo sea
la voz del sentido común, pero es una voz verdadera.
Las
montañas son siempre generosas. Me regalan albas y ocasos irrepetibles; el silencio sólo
es roto por los sonidos de la naturaleza que lo hacen aún más vivo.
Aquí
la existencia es sencillísima. Escribo sentado sobre el suelo de madera,
un panel solar alimenta mi pequeño ordenador; uso el agua de una fuente en la
que beben los animales del bosque -a veces incluso un leopardo-, cocino arroz y
verduras con una bombona de gas, atento a no tirar la cerilla usada. Aquí todo
es extremado, no se despilfarra nada y pronto se
aprende a dar valor a cualquier pequeña cosa. La sencillez es una enorme
ayuda para poner orden.
A
veces me pregunto si el sentimiento de frustración, de impotencia que muchos,
en especial entre los jóvenes, tienen ante el mundo moderno se debe al hecho de
que éste les parece tan complicado, tan difícil de entender que la única
reacción posible es creerlo un mundo ajeno: un mundo en el que no se puede
poner las manos, un mundo que no se puede cambiar. Pero no es así: el mundo es
de todos.
Sin
embargo, ante la complejidad de mecanismos inhumanos - gestionados quién sabe
dónde, quién sabe por quién- el individuo está cada vez más desorientado,
se siente perdido, y así acaba por cumplir sencillamente sus pequeños deberes
laborales, la tarea que tiene delante, desinteresándose por el resto y
aumentando así su aislamiento, su sentimiento de inutilidad. Por eso es
importante, en mi opinión, devolver cada problema a lo esencial. Si se plantean
las preguntas de fondo, las respuestas serán más fáciles.
¿Queremos
eliminar las armas? Bien: no perdamos el tiempo discutiendo sobre el hecho de
que cerrar las fábricas de fusiles, de municiones, de minas antipersonales o de
bombas atómicas creará más desocupados. Primero resolvamos la cuestión moral,
después abordaremos la económica. ¿O queremos, aun antes de
intentarlo, rendirnos ante el hecho de que la economía lo determina todo,
de que sólo nos interesa lo que es útil?
“En
toda la historia siempre ha habido guerras. Por eso seguirá habiéndolas”, se
dice. “Pero ¿por qué repetir la vieja historia? ¿Por qué no tratar de comenzar
una nueva?”, respondió Gandhi a quién le hacía esta acostumbrada y banal
objeción.
La
idea de que el ser humano pueda romper con su pasado y dar un salto cualitativo
en la evolución era recurrente en el pensamiento indio del siglo pasado. El
argumento es sencillo: si el homo sapiens,
lo que ahora somos, es resultado de nuestra evolución, ¿por qué no imaginarse que este hombre, con una
nueva mutación, se convierta en un ser más espiritual, menos aferrado a la
materia, más comprometido en su relación con el prójimo y menos rapaz en
relación con el resto del universo?
Y
luego: dado que esta evolución tiene que ver con la conciencia, ¿por qué no tratar de dar, ahora,
conscientemente, un primer paso en esa dirección? El momento no podría ser
más apropiado, visto que este homo
sapiens ha llegado ahora al máximo de su poder, incluido el de destruirse a
sí mismo con esas armas que, con poca sabiduría, ha creado.
Mirémonos al espejo. No hay duda de que en el
curso de los últimos milenios hemos hecho enormes progresos: hemos conseguido
volar como pájaros, nadar bajo el agua como peces, vamos a la luna y enviamos
sondas a Marte. Ahora somos capaces incluso de clonar la vida. Sin embargo con todo este progreso no estamos en
paz ni con nosotros mismos ni con el mundo que está a nuestro alrededor. Hemos apestado la tierra, desacralizado ríos y
lagos, talado bosques enteros y vuelto infernal la vida de los animales,
salvo aquellos pocos a los que llamamos “amigos” y que mimamos mientras
satisfacen nuestra necesidad de un sustituto de compañía humana.
Aire, agua, tierra y fuego, que todas las
antiguas civilizaciones han visto como los elementos básicos de vida - y por
eso eran sagrados- ya no son, como eran, capaces de autorregenerarse
naturalmente desde que el hombre ha conseguido dominarlos y manipular su fuerza
para sus propios fines. Su sagrada pureza ha sido contaminada. Se ha roto el
equilibrio.
El
gran progreso material no ha ido al mismo ritmo que nuestro progreso
espiritual. Es más: quizá desde este punto de vista el hombre nunca ha sido tan
pobre como desde que se ha vuelto tan rico. De aquí la idea de que el hombre,
conscientemente, invierta esta tendencia y recupere el control de ese
extraordinario instrumento que es su mente. Esa mente, hasta ahora empeñada
preferentemente en conocer el mundo exterior y apoderarse de él como si
ésa fuera la única fuente de nuestra huidiza felicidad, debería dirigirse
también a la exploración del mundo interior, al conocimiento de uno mismo.
¿Ideas absurdas de algún faquir sentado
sobre una cama de clavos? Para nada. Estas son ideas que, de una u otra forma,
con lenguajes diversos, circulan desde hace algún tiempo por el mundo. Circulan
por el mundo occidental, donde el sistema contra el que estas ideas
teóricamente se dirigen las ha reabsorbido, convirtiéndolas en “productos”
de un vastísimo mercado “alternativo” que va de los cursos de yoga a los de
meditación, de la aromaterapia a las “vacaciones espirituales” para todos los
frustrados de la carrera detrás de los conejos de plástico de la felicidad material.
Estas ideas circulan por el mundo islámico, desgarrado entre tradición y
modernidad, donde se vuelve a descubrir el significado original de la yihad, que no es sólo la guerra santa
contra el enemigo exterior, sino ante todo la guerra santa interior contra los
instintos y las pasiones humanas más bajos.
Por
lo cual no queda dicho que un desarrollo humano hacia arriba sea imposible. Se
trata de no continuar inconscientemente en la dirección en la que vamos en este
momento. Esta dirección es desatinada, como es desatinada la guerra de Osama bin Laden y la de George W. Bush. Los
dos citan a Dios, pero con esto no hacen más divinas sus masacres.
Entonces
detengámonos. Imaginemos nuestro momento de ahora desde la perspectiva de
nuestros biznietos. Miremos al hoy desde el punto de vista del mañana para no tener que
lamentarnos después por haber perdido una buena ocasión. La ocasión es entender
de una vez por todas del mundo es uno, que cada parte tiene su sentido, que es
posible reemplazar la lógica de la competitividad por la ética de la coexistencia,
que nadie tiene el monopolio de nada, que la idea de una civilización superior
a otra es sólo fruto de la ignorancia, que la armonía como la belleza,
está en el equilibrio de los opuestos y que la idea de eliminar a uno de los
dos es sencillamente sacrílega. ¿Cómo sería el día sin la noche? ¿La vida sin la muerte? ¿O el Bien, si Bush consiguiera
eliminar, como ha prometido, el Mal del mundo?
Esta
manía de querer reducirlo todo a una uniformidad es muy occidental. Vivekananda, el gran místico indio, viajaba a fines
del siglo XIX a Estados Unidos para hacer conocer el hinduismo. En San
Francisco, al final de una conferencia, una señora estadounidense se levantó y
le preguntó: “¿No piensa que el mundo sería más hermoso
si hubiera una sola religión para todos los hombres?” “No”, respondió Vivekananda. “Quizá sería aún más hermoso si hubiera
tantas religiones como hombres”.
“Los imperios crecen y los imperios
desaparecen” dice el inicio de uno de los clásicos de la literatura china,
La novela de los Tres Reinos. También
le sucederá al estadounidense, cuanto más trate de imponerse por la fuerza
bruta de sus armas, ahora sofisticadísimas, en vez de con la fuerza de los
valores espirituales y de los ideales originales de sus mismos Padres Fundadores.
Los
primeros en percatarse de mi regreso aquí arriba han sido dos viejos cuervos
que todas las mañanas, a la hora del desayuno, se plantan en el deodar, el árbol
de Dios, un majestuoso cedro delante de casa y graznan a más no poder hasta que
han recibido las sobras de mi yogur -he aprendido a hacérmelo- y los
últimos granos de arroz en el cuenco.»
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