«”¿Qué
bien nos deseamos?” Una pregunta que deberíamos poder hacernos siempre, en
lugar de tener que preguntarnos sin
cesar a qué mal nos es más urgente escapar. “¿Qué bien nos deseamos?” Pregunta
prohibida: estaría bueno que se reclamasen cosas superfluas, o incluso una
norma favorable, más aún una travesía cautivadora y armoniosa de la existencia,
¡mientras que lo indispensable se convierte en una mercancía en vía de
desaparición! ¿Sería razonable preocuparse de las condiciones de trabajo o de
vida, mientras que hay que abogar tanto, remar para encontrar esos puestos de
trabajo impuestos y rechazados en un mundo en el que la supervivencia depende
de ellos, pero en el que faltan?
“¿Qué
bien nos deseamos?” Es sin embargo el tener de sobra donde escoger lo que
debería preocuparnos. Esta época de la historia, la nuestra, posee una
capacidad hasta ahora desconocida de revelarse beneficiosa para la mayoría,
precisamente gracias a las fabulosas nuevas tecnologías, capaces de ofrecer
abundantes posibilidades de elección de vida, en lugar de agotarlas.
Sin
por ello perderse en la utopía ni fantasear con un paraíso terrestre, hoy en
día sería posible imaginar unas vidas llevadas de manera más inteligente, más
divertida también, que, liberadas de tantos apremios ¡encontrarían cada una de
ellas un lugar en el que serían bienvenidas! Tenemos los medios para ello. Hemos
adquirido los medios para ello. Nuestra
especie los ha adquirido y se los ha dejado birlar por unos pocos que se los
han apropiado o los han pervertido. Pero son recuperables.
Liberados por las tecnologías de la mayor
parte de tareas penosas, ingratas o desprovistas de sentido, todos podríamos y
deberíamos estar infinitamente más disponibles para aprovechar otro tipo de
oportunidades destinadas a otras labores que no sean, como ahora, las del paro.
Unas oportunidades de activarnos en un mundo en que las dotes y los gustos ya
no tienen las antiguas razones de ser estrangulados para ponerlos al servicio
de tareas ahora transferidas a las máquinas; podrían ser por fin tomados en
cuenta, tener por lo menos sus posibilidades de desarrollarse, dedicados a
valores y necesidades reales y sin vínculo obligado con la rentabilidad.
Hoy
en día debería desarrollarse como nunca la práctica de oficios, de profesiones
y empleos indispensables, pero cuya penuria se hace paradójicamente más
manifiesta. No obstante la educación gratuita y obligatoria y la
democratización de los estudios han dado a la gran mayoría la capacidad de ejercerlos.
Ahora bien, se puede ver, por una parte, cómo esos puestos de trabajo se
evaporan a una velocidad vertiginosa, o se convierten en caricaturas de empleos,
remunerados en la corriente, mientras que, por otra parte, los oficios y las
profesiones son ignorados y automáticamente desatendidos, apartados sin haber
sido tomados en consideración, condenados como lujos extravagantes, queridas
viejas cosas pasadas de moda, trampas de déficit, de despilfarro, el súmmum
de la no rentabilidad. La prueba concreta de que fuera de los senderos de la
especulación no existe salvación alguna.
Es
alucinante que en estos tiempos de lucha proclamada contra el paro y por el
empleo, profesiones enteras, repitámoslo, estén cruelmente faltas de efectivos. Hasta el punto de que, por ejemplo, estudiantes de instituto
y estudiantes universitarios salen a la calle con sus profesores para reclamar
en vano enseñantes en número decente, un personal cuya necesidad es evidente, y
su falta angustiosa. ¿La respuesta que de les da, explícita o sobreentendida? Demasiado
caro. ¿Qué pareceríamos, en Bruselas y otros lugares, adornados con tales
gastos públicos? Y continúan suprimiendo puestos y comprimiendo virtuosamente
los efectivos; o, cuando la contestación comienza a ser tumulto, utilizan
a interinos y se guardan muy mucho de sacar las plazas a concurso, o rescatan a
antiguos profesores no reciclados. Todos ellos tendrán en común el ser infrapagados
y librados a la inseguridad que es el destino al cual están abocados tantos de
esos estudiantes intentan escapar a ello.
¿Es de verdad razonable dejar que la vida económica dependa
de lógicas tales que se pueda -¡e incluso que “sea preciso”, según sus
postulados!- tirar a hombres y mujeres como cepillos de dientes viejos para
aumentar la productividad, antes que revisar el sistema que propugna tales
lógicas? ¿Hay que proseguir nuestro retorno al siglo XIX, exigir una forma de
sociedad pasada de moda y retrógrada, antes que adaptar lo real a las
necesidades de los vivos?
No
se trata de ensoñaciones, sino del despertar de una pesadilla. Despertar en un
mundo en cuyo seno sería posible terminar con el falso ahorro y las reducciones
perversas, por ejemplo hechas a costa de la calidad de los estudios, contando
con la brevedad de la juventud para que, cada año, ¡los recién llegados tengan
que empezarlo todo de nuevo, tan poco resignados como los anteriores, pero con tan poco tiempo para
defender los largos años de su porvenir!
También
ahí apunta la urgencia y lo que ésta tiene de patético. Esos chicos y esas
chicas que durante el tiempo que duran sus estudios tienen que batirse para
defenderlos, y defender así su porvenir entero con tan poco tiempo para hacerlo,
saben que este período de gracia les esta medido, que no se prorrogará y que
todo el curso ulterior de su vida dependerá de él. Combatidos ellos mismos hasta
la usura, tienen conciencia de lo que pueden perder. Todo. Saben a qué peligros
y a qué rechazos les expone un fracaso, aunque los estudios ya no representen
la misma garantía para el porvenir.
Por
lo menos Francia goza no sólo de escolaridad gratuita sino también de universidades
gratuitas, por lo demás ahora cuestionadas en este punto… ¡Busquen los lobbies! ¡Ahora apoyados por algunos
mandarines! ¡Oigan su propaganda! Observen su aflicción al ver a tantos jóvenes
sacrificados a un saber no exclusivamente destinado a abrirles las puertas de las
empresas (que amenazan de todas maneras con seguir cerradas) y al ver
arrastrarse en los arcanos del conocimiento a unas “gentes” que, según decretan,
nunca se servirán de él. Y que, se adivina, según ellos no deberían arrastrarse
por ninguna parte, no mezclar sus pasos en ninguna parte con los pasos
tranquilos de las “élites” favorecidas, sino contentarse con aprender,
por todo saber, a mantenerse en su lugar y permanecer en él. A fin de que
baste luego conducir a ese ganado para que siga al rebaño.
Un
sistema de dos o más velocidades: ésa es la clave de esta filosofía de la
educación que, a partir de la secundaria, ya no favorece más que a un
determinado número de alumnos. Tristeza de las escuelas de formación
profesional, consideradas por muchos niños que de manera arbitraria son
encaminados hacia ellas como el signo de un envilecimiento social, como una
sentencia definitiva que les condena a un destino subalterno y angosto. Y no es
el entorno o los equipos que ofrecen en general esos centros, ni el número de
sus profesores, los que contradirán ese juicio, pues la escuela, forraje de los
enseñantes, forraje de la tradición que quiere que a cada niño se le den las
mismas oportunidades -por lo menos simbólicamente-, ¡no es rentable!
Ésos
se saben ya clasificados. ¿Puede decirse “desclasados”? A quienes arguyen que
nada es más útil, más racional y más gratificante que esas escuelas profesionales,
pregúntenles dónde estudian sus hijos y los de sus allegados. Infórmense sobre
el número de alumnos pertenecientes a las clases pudientes o incluso
desahogadas que están inscritos en formación profesional o en esos colegios
técnicos que se dicen tan preciados. Descubrirán que allí únicamente van niños
que provienen de familias poco favorecidas. Hasta el punto de que uno podría
indignarse de que estas últimas hayan podido acaparar tal privilegio, tan
apreciado en su discurso por quienes permanecen apartados de lo que admiran
tanto y de lo que se apresuran con abnegación a negar a su descendencia, ¡destinada por
su parte a unas enseñanzas humanísticas o científicas de amplia vocación
prodigadas en centros de punta!
Y,
además, miren a los ojos a los niños que tienen “derecho” a esos institutos de
formación profesional o a esos colegios técnicos. Su habitual tristeza. Su mirada
en la frontera de una rebelión imposible, de la pesadumbre y de la aceptación.
De cierta renuncia, de un adiós a cierta parte de sí mismos, de una derrota ya,
que presienten la primera. La
humillación, también, de verse separados de sus compañeros que sí han pasado a
los institutos de enseñanza general y de los que se saben definitivamente
segregados, mientras que se les enseña por lo menos una cosa, y ellos lo saben:
la resignación.
¿Se
resignarán a la resignación? ¿A esta segregación arcaica? Pues, a propósito de
arcaísmos, bien estamos aquí en presencia de uno que nos remonta a los tiempos
de la condesa de Ségur, en este clima en el que impera un estado de hecho, supuestamente
petrificado para siempre, que disocia a los “humildes” de la élite de derecho
divino. Encontramos allí los mismos arcaísmos de que se jacta la “modernidad”
política actual.
No
se trata aquí de aprobar, y menos aún de establecer, una jerarquía entre las
profesiones, sino, a la inversa, de constatar la desconsideración en la cual
son tenidas algunas de ellas, desconsideración que demuestra la disparidad de
trato de las diferentes ramas, en detrimento de la rama “profesional”. Si
verdaderamente no existe jerarquía entre las profesiones, como claman con
entusiasmo quienes quieren imponer algunas de ellas a unos niños a quienes
impiden el acceso a otras, no hay razón para que, sea cual fuere el porvenir
que se proponga, cada joven no tenga derecho a una enseñanza tan completa como
la de todos los demás. Decidir apartar a algunos equivale a tenerlos ya
etiquetados, a amputar algunas posibilidades de su porvenir y a rebajarlos
de categoría desde la infancia por el mero hecho de la falta de recursos
de sus padres. En tanto que supuestamente la escuela republicana debe
ofrecer a todos oportunidades equivalentes, lo que es sin duda ilusorio, pero
evita una prisa excesiva en imponer lo contrario.
Esta arbitrariedad, o mejor dicho, la
orientación dada a una distribución determinada la mayoría de las veces sin
atender a la identidad, los deseos y las potencialidades de cada uno de esos
niños es inadmisible. Les va en ello su destino. Si se puede adivinar qué
alumnos tienen mayores “probabilidades” de ser encaminados hacia los institutos
profesionales, sobre todo se sabe cuáles no entrarán, independientemente de su
nivel. Es ése un signo precoz de apartheid,
que no depende en absoluto del nivel de los niños, sino de su extracción. Y es
ése el signo más indignante.
Se
objetará que, entre los ya separados, algunos alimentan quizás una preferencia
por la opción que se les impone.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2001, en
traducción de Miguel Ángel Sánchez Férriz, pp. 127-132. ISBN: 84-339-6147-0.]
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