«Fue mi fiesta de cumpleaños y
Mamá no se presentó. Todos nos quedamos un buen rato esperando y al final Papá
masculló algo con rabia, haciendo que se ruborizara la doncella que nos
atendía, y trajeron la tarta, a pesar de todo, y era una tarta de comida de
ángeles. En la fiesta no estábamos más que los criados y yo, además de Papá
durante unos minutos. Me negué a soplar las velas, así que la Niñera lo hizo en
mi lugar, arrodillándose a mi espalda y colocando la cabeza junto a la mía,
como si estuviéramos soplando juntas, aunque yo supiera muy bien que no estaba
soplando nada. Me explicó que Mamá no estaba allí porque se había visto
apresada en el remolino social. A Mamá, me dijo la Niñera, le resultaba
imposible liberarse, por mucho que se empeñara. Debí de enfadarme bastante,
porque recuerdo que luego, en mi cuarto, cuando la Niñera me trajo otro trozo
de tarta, me comí solo la cobertura y desmigué el resto y lo metí por el
conducto de la calefacción. Días después vi hormigas entrando y saliendo del
conducto, y el jardinero subió a echar algo dentro. En aquellos días, mi idea
del remolino social era un enorme vórtice. Se parecía mucho al remolino
Maelstrom de uno de mis libros ilustrados, pero en vez de estar hecho de agua
estaba hecho de personas girando, hombres y mujeres en traje de noche dando
vueltas y vueltas, agitando brutalmente los brazos y las piernas en su lucha
por escapar trepando por las paredes casi verticales del vórtice, para que no
se los tragara el agujero sin fondo del centro. Más adelante, ya de mayor, me
vino la misma imagen en algunas pesadillas, sólo que entonces yo era la única
persona del remolino. Me parece que Papá, siendo como era un sportsman auténtico, lamentaba mucho que
yo no fuera un niño y Mamá también lo lamentaba, y se pasaron muchos años
tratando de engendrar uno, pero nunca engendraron nada. Imagino que el esfuerzo
contribuía a que Papá se sintiera mejor, pero Mamá le dijo a la Niñera que para
ella era una paliza, se lo dijo estando yo sentada al lado. No sólo la Niñera y
Mamá, también otras personas tenían la costumbre de hablar como si yo no
estuviera delante, porque era una chica supongo, o porque me consideraban
perdida en mi propio mundo y ajena a lo que se decía a mi alrededor. Pasados
unos años, Mamá se hartó, aparentemente y empezó a cerrar con llave la puerta
de su dormitorio. Papá, sin embargo, siendo como era, imagino, un hombre muy
viril, no se había hartado. Pasado un largo espacio de tiempo, tras muchas
cenas con Mamá perdida en la distancia, pidiéndole silencio y contestándole con
el silencio, mientras yo ocupaba una distancia intermedia con la cabeza gacha,
agitando el puré de patatas hasta convertirlo en charcos lodosos, y tras haber
intentado él abrir la puerta muchas veces, susurrando roncamente y sacudiendo
el picaporte, el hombre acabó comprendiendo que Mamá ya había adquirido ese
hábito y entonces fue cuando él también se hartó; y en aquella época, harto ya
de una cosa, pero no de la otra, se retiraba a su despacho después de cenar y
bebía brandy hasta que se le ponía la cara colorada. El despacho era un
habitación confortable, donde podía uno sentarse sin que se le clavara nada
entre los omoplatos, de manera que todo el que quería estar mucho rato sentado
en nuestra casa acababa instalándose allí, menos Mamá. Papá, cuando bebía, se
pasaba bastante tiempo ahí sentado, si no recuerdo mal. Tenía sillones de
cuero, una mesa con el tablero de cuero, libros encuadernados en cuero, un
viejo mayordomo como de cuero que se llamaba Peter y que permanecía detrás del
sillón de Papá, escanciando. Todas esas cosas eran muy confortables y
contribuían, supongo, a que Papá se encontrara cómodo allí, incluso cuando se
sentía desdichado, y ése debía de ser el motivo de que pudiera permanecer tanto
tiempo sentado en su sillón, porque se sentía desdichado pero confortable.
También teníamos un perrazo muy confortable llamado Rupert, a quien le
encantaba oír hablar a Papá, incluso cuando Papá estaba hosco y nadie más lo
entendía. Pero al cabo de un tiempo Papá se hartó también del despacho y
entonces, harto ya de una cosa pero no de la otra, subía las escaleras dando
tumbos y se ponía a dar puñetazos en la puerta de Mamá. Ello ocurrió, me
parece, muchísimas veces, y luego una noche, cuando estaba a punto de ocurrir
de nuevo, Mamá se hartó también y amenazó con pegarle un tiro a través de la
puerta. Supongo que no ocurriría tantas veces como me parece, y es posible que
ella sólo lo amenazara una vez con pegarle un tiro, una sola vez –coserlo a
balazos, fue lo que dijo- y si parecía estar ocurriendo todo el tiempo era por
el miedo que daba. No sé si esto vale para algo. Mi dormitorio estaba al otro
lado del pasillo, enfrente del de Mamá, y cuando Papá empezaba a aporrearle la
puerta yo pensaba en sitios a donde podía ir, y cuando él regresaba a la planta
baja encendía la luz y abría la cajita de los sellos y los colocaba encima de
la cama y hacía como que eran países insulares repartidos por el océano de la
colcha. Los colocaba en diversas combinaciones, en un gurruño, como las Fiji, o
una detrás de otra, como las Marianas, y pasaba un buen rato pensándome el
orden en que las visitaría. Me figuraba que el rey o el presidente o el que
fuera que aparecía en el sello bajaba a la playa con su cortejo a recibirme
cuando desembarcaba, y el cortejo incluía elefantes y caballos, por lo general,
y solía dormirme imaginando eso, y a la mañana siguiente la doncella tenía que
ayudarme a recuperar los sellos de entre las sábanas revueltas.
Murió el mayordomo y nadie ocupó su lugar, el
jardinero fue despedido, los animales de los setos se convirtieron en
matorrales sin podar, pinos y robles crecieron en los arriates. Unos colegiales
mantenían el césped más o menos segado, y mi padre aún podía pasarse horas al
aire libre, aporreando pelotas de golf, hiciera el tiempo que hiciera. Yo oía
los golpes desde el interior de la casa, una y otra vez, y una sucesión de
crujidos rápidos como ráfagas de escopeta, un largo silencio mientras Papá
caminaba hasta el final del césped y recogía las pelotas, y luego más golpes
cuando las aporreaba en dirección opuesta. A veces una pelota iba a estrellarse
contra la pared de la casa o se metía por una ventana. A Papá le importaba un
pimiento que se rompieran las ventanas y, si hacía buen tiempo las dejaba así,
y por la noche se nos metían en enjambre los insectos y se ponían a zumbar en
círculos desesperados en torno a las lámparas; a veces resultaba imposible
dormir por culpa de los mosquitos que había en el interior de la casa. En
invierno tapaba los agujeros con pedazos de cartón corrugado, pero en verano
nunca se tomaba la molestia, a pesar de los insectos, y una de las primeras
cosas que hacía yo cuando venía de visita era recorrer la casa, contar los
agujeros y llamar a alguien que viniera
a repararlos. La verja de hierro no recibía una nueva capa de pintura en
primavera, como antes, y se ponía marrón de herrumbre, manchándome la ropa
cuando la rozaba. Las puntas del hermoso bigote de Papá, que en sus años mozos
se curvaban hacia arriba como colmillos de jabalí, colgaban ahora fláccidas a
ambos lados de sus quijadas colgantes. No era sólo la cara; su cuerpo entero se
expandía, para instalarse más abajo, como arena en un saco: se volvió ancho de
posaderas y se le puso la cara roja y se pisaba los pantalones al andar. Cuando
empezaron las goteras, Papá malvendió las pizarras del techo y en su lugar puso
asfalto laminado. Hizo construir una partición en el hueco de la escalera, para
ahorrar calefacción, y empezó a dormir en el despacho de la planta baja.
Manchas de moho ennegrecían el empapelado. Yo era joven, estaba intentado
progresar y a mi alrededor no había más que deterioro y decadencia. Cada vez
iba menos a casa y, cuando lo hacía, Papá daba la impresión de quedarse
perplejo y no siempre podía estar segura de que supiese quién era yo. De
sopetón, quiero decir: siempre acababa enterándose cuando nos poníamos a
charlar. Su sentido del humor se hizo también inestable, desquiciado casi,
pasando de cordial y vulgar a extraño y sentencioso en un quítame allá estas
pajas. Tendía a quedarse unos pasos detrás de mí cuando salíamos a pasear y lo
oía reírse por lo bajinis a mis espaldas. Empezó a referirse a sí mismo en
tercera persona, llamándose “éste”: “Éste –decía-, se va a poner un gin-tonic”.
Y para interpelarme a mí utilizaba “la otra”. No estoy convencida de que lo
hiciera por gracia. Se ponía agresivo cuando alguien no entendía alguno de sus
chistes y casi nadie entendía ninguno, porque rara vez tenían sentido. Un día
nos echaron de un restaurante de Filadelfia porque se puso a gritarle a un
señor que había fallado a ese respecto. Los días en casa me los pasaba leyendo
o haciéndole comidas a Papá o paseándome sin más por el jardín. Me gustaba más
como estaba entonces, completamente descuidado. Dormía en un sofá del salón y
los gigantescos ronquidos de mi padre brotaban de su despacho y se combinaban
con el zumbido de los insectos. Si hubiera sido niña aún, quizá me habría
marchado flotando a alguna parte, a alguno de los países que descubrí en los sellos.
Pero lo que hacía era permanecer atada al sofá, tiesa de ansiedad, tapándome
los oídos con cojines para protegerme del incansable asalto de los ronquidos de
Papá (en aquel entonces aún no había descubierto las orejeras). Había momentos
en que me ponía totalmente frenética y entonces me refugiaba en el cuarto de
baño y me pasaba dándole a la tecla hasta la mañana siguiente. Creo que fue en
aquella época cuando aprendí a escribir a máquina como escribo: para no ponerme
frenética. Es fácil no sentirse solo mientras se le da a la tecla, incluso en
presencia de la desolación del Concierto
para orquesta. Si este fuera un libro por capítulos, esta parte se llamaría
“Desolación de los ronquidos paternos”.»
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