martes, 18 de enero de 2022

Cristal.- Sam Savage (1940-2019)


Resultado de imagen de sam savage  «Fue mi fiesta de cumpleaños y Mamá no se presentó. Todos nos quedamos un buen rato esperando y al final Papá masculló algo con rabia, haciendo que se ruborizara la doncella que nos atendía, y trajeron la tarta, a pesar de todo, y era una tarta de comida de ángeles. En la fiesta no estábamos más que los criados y yo, además de Papá durante unos minutos. Me negué a soplar las velas, así que la Niñera lo hizo en mi lugar, arrodillándose a mi espalda y colocando la cabeza junto a la mía, como si estuviéramos soplando juntas, aunque yo supiera muy bien que no estaba soplando nada. Me explicó que Mamá no estaba allí porque se había visto apresada en el remolino social. A Mamá, me dijo la Niñera, le resultaba imposible liberarse, por mucho que se empeñara. Debí de enfadarme bastante, porque recuerdo que luego, en mi cuarto, cuando la Niñera me trajo otro trozo de tarta, me comí solo la cobertura y desmigué el resto y lo metí por el conducto de la calefacción. Días después vi hormigas entrando y saliendo del conducto, y el jardinero subió a echar algo dentro. En aquellos días, mi idea del remolino social era un enorme vórtice. Se parecía mucho al remolino Maelstrom de uno de mis libros ilustrados, pero en vez de estar hecho de agua estaba hecho de personas girando, hombres y mujeres en traje de noche dando vueltas y vueltas, agitando brutalmente los brazos y las piernas en su lucha por escapar trepando por las paredes casi verticales del vórtice, para que no se los tragara el agujero sin fondo del centro. Más adelante, ya de mayor, me vino la misma imagen en algunas pesadillas, sólo que entonces yo era la única persona del remolino. Me parece que Papá, siendo como era un sportsman auténtico, lamentaba mucho que yo no fuera un niño y Mamá también lo lamentaba, y se pasaron muchos años tratando de engendrar uno, pero nunca engendraron nada. Imagino que el esfuerzo contribuía a que Papá se sintiera mejor, pero Mamá le dijo a la Niñera que para ella era una paliza, se lo dijo estando yo sentada al lado. No sólo la Niñera y Mamá, también otras personas tenían la costumbre de hablar como si yo no estuviera delante, porque era una chica supongo, o porque me consideraban perdida en mi propio mundo y ajena a lo que se decía a mi alrededor. Pasados unos años, Mamá se hartó, aparentemente y empezó a cerrar con llave la puerta de su dormitorio. Papá, sin embargo, siendo como era, imagino, un hombre muy viril, no se había hartado. Pasado un largo espacio de tiempo, tras muchas cenas con Mamá perdida en la distancia, pidiéndole silencio y contestándole con el silencio, mientras yo ocupaba una distancia intermedia con la cabeza gacha, agitando el puré de patatas hasta convertirlo en charcos lodosos, y tras haber intentado él abrir la puerta muchas veces, susurrando roncamente y sacudiendo el picaporte, el hombre acabó comprendiendo que Mamá ya había adquirido ese hábito y entonces fue cuando él también se hartó; y en aquella época, harto ya de una cosa, pero no de la otra, se retiraba a su despacho después de cenar y bebía brandy hasta que se le ponía la cara colorada. El despacho era un habitación confortable, donde podía uno sentarse sin que se le clavara nada entre los omoplatos, de manera que todo el que quería estar mucho rato sentado en nuestra casa acababa instalándose allí, menos Mamá. Papá, cuando bebía, se pasaba bastante tiempo ahí sentado, si no recuerdo mal. Tenía sillones de cuero, una mesa con el tablero de cuero, libros encuadernados en cuero, un viejo mayordomo como de cuero que se llamaba Peter y que permanecía detrás del sillón de Papá, escanciando. Todas esas cosas eran muy confortables y contribuían, supongo, a que Papá se encontrara cómodo allí, incluso cuando se sentía desdichado, y ése debía de ser el motivo de que pudiera permanecer tanto tiempo sentado en su sillón, porque se sentía desdichado pero confortable. También teníamos un perrazo muy confortable llamado Rupert, a quien le encantaba oír hablar a Papá, incluso cuando Papá estaba hosco y nadie más lo entendía. Pero al cabo de un tiempo Papá se hartó también del despacho y entonces, harto ya de una cosa pero no de la otra, subía las escaleras dando tumbos y se ponía a dar puñetazos en la puerta de Mamá. Ello ocurrió, me parece, muchísimas veces, y luego una noche, cuando estaba a punto de ocurrir de nuevo, Mamá se hartó también y amenazó con pegarle un tiro a través de la puerta. Supongo que no ocurriría tantas veces como me parece, y es posible que ella sólo lo amenazara una vez con pegarle un tiro, una sola vez –coserlo a balazos, fue lo que dijo- y si parecía estar ocurriendo todo el tiempo era por el miedo que daba. No sé si esto vale para algo. Mi dormitorio estaba al otro lado del pasillo, enfrente del de Mamá, y cuando Papá empezaba a aporrearle la puerta yo pensaba en sitios a donde podía ir, y cuando él regresaba a la planta baja encendía la luz y abría la cajita de los sellos y los colocaba encima de la cama y hacía como que eran países insulares repartidos por el océano de la colcha. Los colocaba en diversas combinaciones, en un gurruño, como las Fiji, o una detrás de otra, como las Marianas, y pasaba un buen rato pensándome el orden en que las visitaría. Me figuraba que el rey o el presidente o el que fuera que aparecía en el sello bajaba a la playa con su cortejo a recibirme cuando desembarcaba, y el cortejo incluía elefantes y caballos, por lo general, y solía dormirme imaginando eso, y a la mañana siguiente la doncella tenía que ayudarme a recuperar los sellos de entre las sábanas revueltas.
Resultado de imagen de sam savage cristal […]
 Murió el mayordomo y nadie ocupó su lugar, el jardinero fue despedido, los animales de los setos se convirtieron en matorrales sin podar, pinos y robles crecieron en los arriates. Unos colegiales mantenían el césped más o menos segado, y mi padre aún podía pasarse horas al aire libre, aporreando pelotas de golf, hiciera el tiempo que hiciera. Yo oía los golpes desde el interior de la casa, una y otra vez, y una sucesión de crujidos rápidos como ráfagas de escopeta, un largo silencio mientras Papá caminaba hasta el final del césped y recogía las pelotas, y luego más golpes cuando las aporreaba en dirección opuesta. A veces una pelota iba a estrellarse contra la pared de la casa o se metía por una ventana. A Papá le importaba un pimiento que se rompieran las ventanas y, si hacía buen tiempo las dejaba así, y por la noche se nos metían en enjambre los insectos y se ponían a zumbar en círculos desesperados en torno a las lámparas; a veces resultaba imposible dormir por culpa de los mosquitos que había en el interior de la casa. En invierno tapaba los agujeros con pedazos de cartón corrugado, pero en verano nunca se tomaba la molestia, a pesar de los insectos, y una de las primeras cosas que hacía yo cuando venía de visita era recorrer la casa, contar los agujeros  y llamar a alguien que viniera a repararlos. La verja de hierro no recibía una nueva capa de pintura en primavera, como antes, y se ponía marrón de herrumbre, manchándome la ropa cuando la rozaba. Las puntas del hermoso bigote de Papá, que en sus años mozos se curvaban hacia arriba como colmillos de jabalí, colgaban ahora fláccidas a ambos lados de sus quijadas colgantes. No era sólo la cara; su cuerpo entero se expandía, para instalarse más abajo, como arena en un saco: se volvió ancho de posaderas y se le puso la cara roja y se pisaba los pantalones al andar. Cuando empezaron las goteras, Papá malvendió las pizarras del techo y en su lugar puso asfalto laminado. Hizo construir una partición en el hueco de la escalera, para ahorrar calefacción, y empezó a dormir en el despacho de la planta baja. Manchas de moho ennegrecían el empapelado. Yo era joven, estaba intentado progresar y a mi alrededor no había más que deterioro y decadencia. Cada vez iba menos a casa y, cuando lo hacía, Papá daba la impresión de quedarse perplejo y no siempre podía estar segura de que supiese quién era yo. De sopetón, quiero decir: siempre acababa enterándose cuando nos poníamos a charlar. Su sentido del humor se hizo también inestable, desquiciado casi, pasando de cordial y vulgar a extraño y sentencioso en un quítame allá estas pajas. Tendía a quedarse unos pasos detrás de mí cuando salíamos a pasear y lo oía reírse por lo bajinis a mis espaldas. Empezó a referirse a sí mismo en tercera persona, llamándose “éste”: “Éste –decía-, se va a poner un gin-tonic”. Y para interpelarme a mí utilizaba “la otra”. No estoy convencida de que lo hiciera por gracia. Se ponía agresivo cuando alguien no entendía alguno de sus chistes y casi nadie entendía ninguno, porque rara vez tenían sentido. Un día nos echaron de un restaurante de Filadelfia porque se puso a gritarle a un señor que había fallado a ese respecto. Los días en casa me los pasaba leyendo o haciéndole comidas a Papá o paseándome sin más por el jardín. Me gustaba más como estaba entonces, completamente descuidado. Dormía en un sofá del salón y los gigantescos ronquidos de mi padre brotaban de su despacho y se combinaban con el zumbido de los insectos. Si hubiera sido niña aún, quizá me habría marchado flotando a alguna parte, a alguno de los países que descubrí en los sellos. Pero lo que hacía era permanecer atada al sofá, tiesa de ansiedad, tapándome los oídos con cojines para protegerme del incansable asalto de los ronquidos de Papá (en aquel entonces aún no había descubierto las orejeras). Había momentos en que me ponía totalmente frenética y entonces me refugiaba en el cuarto de baño y me pasaba dándole a la tecla hasta la mañana siguiente. Creo que fue en aquella época cuando aprendí a escribir a máquina como escribo: para no ponerme frenética. Es fácil no sentirse solo mientras se le da a la tecla, incluso en presencia de la desolación del Concierto para orquesta. Si este fuera un libro por capítulos, esta parte se llamaría “Desolación de los ronquidos paternos”.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix-Barral, 2012, en traducción de Ramón Buenaventura, pp. 69-72 y 107-110. ISBN: 978-84-322-1005-1.]

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