miércoles, 12 de enero de 2022

Cultura.- Terry Eagleton (1943)


Resultado de imagen de terry eagleton
3.-El inconsciente social


 «Ideología no es lo mismo que cultura. Hemos visto que, en un sentido del término, la cultura consiste en valores y prácticas simbólicas, mientras que la ideología denota esos valores y prácticas simbólicas que en un momento dado están siendo empleados para el mantenimiento del poder político. La cultura, por tanto, es el concepto más amplio y gran parte de lo que contiene puede ser inocente ideológicamente, al menos durante gran parte del tiempo. La hipótesis de que coleccionar pisapapeles victorianos tardíos contribuye al mantenimiento de un poder soberano no parece muy interesante en ningún aspecto. En una cultura no todo es ideológico, aunque cualquier cosa que pertenezca a ella podría serlo. La cultura es un término funcionalmente variable, en el sentido de que lo que puede ser cultural en un contexto puede no serlo en otro. Esto es en concreto cierto si consideramos que la cultura es lo que hace que la vida merezca la pena en vez de lo que la mantiene en marcha. Intercambiar regalos puede ser una práctica cultural para nosotros, pero en algunos órdenes sociales premodernos puede estar unido a la necesidad económica. Beber alcohol es una cuestión cultural, pero dejaría de serlo si fuera la única forma de apagar una sed insoportable. Los supervivientes de un accidente aéreo en algún lugar remoto que rompen el compartimento de la bebida no están organizando una fiesta. Una actividad puede ser cultural en el sentido de decorativa o no funcional, y no cultural en el de satisfacer una necesidad biológica. En Qatar puedes llevar la cabeza cubierta como símbolo de tu identidad cultural, pero también para evitar una insolación.
 La ideología también es funcionalmente variable. Lo que puede ser ideológico en un momento o lugar puede no serlo en otro. Una flexión casual del brazo puede convertirse en otro contexto en un saludo fascista. Que haya rosas blancas y rojas es ideológico sólo si estas flores se convierten en símbolos en la lucha por el poder. Las predicciones meteorológicas de la televisión sólo son ideológicas si el presentador insiste obsesivamente que en Corea del Norte el tiempo es mucho peor que en Estados Unidos. No es ideológico que en las guarderías se enseñe a los niños a atarse los cordones  de los zapatos, pero es ideológico enseñarles que han de emplear su talento juiciosamente a fin de obtener los máximos beneficios. La frase “Me gustaría una taza de té fuerte” en sí misma no es ideológica, pero podría serlo si, por ejemplo, fuera un código preestablecido de “que las tropas abra fuego de inmediato sobre la manifestación de estudiantes”.
 No se puede hablar de prácticas culturales en términos de inteligencia. No es inteligente beber Bacardi o estúpido bailar flamenco. Pero la ideología es otra cuestión. Aunque gran parte de ella puede ser verosímil, intrincada y compleja teóricamente, su presencia con frecuencia se hace sentir con un descenso inexplicable de la temperatura intelectual. Cuando personas que en otras circunstancias son experimentadas y listas sueltan frases como “Los parados podrían encontrar trabajo si se lo propusieran” o “En Gran Bretaña la población musulmana habrá superado a la no musulmana para el año 2025”, se puede detectar la actuación de fuerzas que escapan al raciocinio.
 La cultura no siempre es un instrumento del poder. También puede ser una forma de resistencia. Enseguida veremos que, para el filósofo Edmund Burke, esto es cierto del ámbito político, pero también puede serlo de la cultura artística e intelectual. La afirmación de que el canon literario es un bastión de oscurantismo político es sin duda absurda. Lo cierto es que buena parte de la minoritaria “alta” literatura es mucho más subversiva políticamente que la mayoría de la cultura popular. Únicamente en términos ingleses sólo hay que mencionar a Milton, Blake, Shelley, Byron, Hazlitt, Paine, Wollstonecraft, Dickens, Ruskin, Morris, Woolf y Orwell, entre muchos otros. Es muy difícil sostener que Friends y Sexo en Nueva York superan a esos autores en celo revolucionario, o que Lady Gaga y Robbie Williams nos ofrecen visiones utópicas de camaradería humana que pueden rivalizar con las obras proféticas de Blake. Es cierto que la música de Justin Bieber llega a mucha gente corriente, pero lo mismo ocurre con la varicela. Shakespeare alzó la voz por el comunismo, Milton defendió el regicidio, Blake y Shelley eran revolucionarios políticos, Flaubert y Baudelaire detestaban a las clases medias, Rimbaud era anarquista y Tolstoi denunció la propiedad privada. Una habitación propia, de Virginia Woolf, es uno de los textos de no ficción más radicales jamás escritos por un autor literario británico. Es cierto que la idea de canon literario con frecuencia se ha utilizado de formas inaceptablemente elitistas, pero gran parte de lo que contiene el canon contradice esa política. En todo caso, hemos de recordar que la distinción entre “alta” cultura y cultura “popular” no se corresponde con una diferenciación entre buena y mala. Gran parte de la cultura popular es excelente, mientras que el canon literario también contiene bastante material de inferior calidad: pasajes enteros de la poesía de Wordsworth, por ejemplo. Si varias obras de un autor entran en el canon, buena parte de su trabajo menos distinguido tenderá a hacer lo propio, con el resultado de que el canon, con frecuencia, no es defendible, ni siquiera de acuerdo con sus propios criterios.

Resultado de imagen de terry eagleton cultura Ningún pensador ha articulado la idea de cultura como el inconsciente social más magníficamente que el escritor y político del siglo XVIII Edmund Burke. Sin embargo, sospechamos que el nombre de Burke rara vez –o nunca- se menciona en los cursos de estudios culturales. Quizá porque se le asocia con una reverencia conservadora por la monarquía, la Iglesia y la nobleza: unas lealtades que le impulsaron a convertirse en el oponente británico más feroz e implacable de la Revolución francesa. No obstante, Burke no era conservador, sino un liberal whig convencido de la necesidad de introducir reformas. Por ejemplo, estaba entre los principales oponentes a la esclavitud de su época. Era un entusiasta de la conquista normanda de Bretaña, que llevó al país a sus antepasados, así como de la llamada Revolución Gloriosa de 1688. Cuando América empezó a rebelarse contra el dominio británico Burke creía que la reforma en la colonia no era posible; que, por deplorable que fuera, la revolución era inevitable; y que era su país el que estaba llevando a sus súbditos coloniales a la insurgencia. Como miembro del Parlamento trató de disuadir a los otros políticos del uso de la fuerza contra sus súbditos americanos. En cuanto se levantaron, Burke defendió su causa contra el dominio británico.
 No obstante, desde un punto de vista estricto, Burke no pertenecía a la nación británica, lo que explica en parte su crítica feroz a sus políticas coloniales. Procedía de la colonia inglesa más antigua, Irlanda y su oratoria, según un despreciativo político inglés, John Wilkes, “apestaba a whisky y patatas”. Aunque había nacido en el seno de una antigua familia irlandesa, de niño pasó algún tiempo en una escuela al aire libre en el condado de Cork, hablaba gaélico y sentía una honda compasión por los campesinos pobres irlandeses. A pesar de ser uno de los políticos más ilustres de Westminster, Burke simpatizaba con los militantes campesinos clandestinos de su tierra, y le indignaban las represalias del Gobierno británico. Cuando escribe sobre los Defenders, uno de los principales grupos insurgentes irlandeses, que “el defenderismo católico es lo único que contiene a la Ascendencia Protestante”, se coloca inequívocamente del lado de la rebelión violenta en Irlanda, y esto por parte de un hombre que ha sido venerado durante siglos como una fuente de sabiduría de derechas. Si bien no llegó a prestar un apoyo firme a los revolucionarios United Irishmen, se acercó a la complicidad con ellos. Burke no sentía una simpatía especial por la revolución política, pero creía que casi siempre estaba provocada por el trato injusto de un poder soberano, y que al cabo de un tiempo se hacía inevitable. “Por mucho que la mente de un hombre esté insensibilizada a la servidumbre –señala-, llega un punto en que la opresión la subleva contra la injusticia”. Cuando se llega a ese punto, los gobernantes, en opinión de Burke, no pueden culpar a nadie más que a sí mismos.
 Burke sentía una hostilidad virulenta hacia la élite anglo-irlandesa gobernante y censuraba su indiferencia por la situación de los irlandeses pobres. Su objetivo, escribe con su hipérbole característica, “es mantener sojuzgado al resto [de la gente] reduciéndola a una esclavitud absoluta bajo un poder militar”. Los derechos de los terratenientes no eran absolutos, insistía, sino que debían servir para promover el bien común. Aunque era protestante, fue el defensor más firme en una posición elevada de la causa irlandesa católica en el siglo XVIII, y denunció las llamadas Leyes Penales, cuya finalidad era mantener a la población católica en su sitio. Estas leyes, afirma, son “las más apropiadas para la opresión, el empobrecimiento y la mortificación de un pueblo, y la degradación en él de la propia naturaleza humana, que el ingenio pervertido del hombre haya producido jamás”. Las Leyes Penales en realidad no eran tan monstruosas como sugiere la retórica de Burke (que tenía talento para la exageración sensacionalista), pero su valor simbólico como muestra de la supremacía protestante era profundo. En buena medida, gracias a la influencia de Burke, finalmente fueron derogadas.
 Burke creía que el poder era sólo legítimo si se fundaba en “una comunidad de intereses y en una simpatía de sentimientos y deseos entre quienes actúan en nombre de cualquier grupo de personas y las personas en cuyo nombre actúan”. Era precisamente esta comunidad de intereses y sentimientos lo que a él le parecía que faltaba, con efectos desastrosos, en Irlanda, así como en la relación colonial entre Gran Bretaña y América.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House Grupo Editorial, 2017, en traducción de Belén Urrutia, pp. 67-73. ISBN: 978-84-306-1836-1.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: