3.-El inconsciente social
«Ideología no es lo mismo que cultura. Hemos
visto que, en un sentido del término, la cultura consiste en valores y
prácticas simbólicas, mientras que la ideología denota esos valores y prácticas simbólicas que en un momento dado están siendo empleados para el mantenimiento
del poder político. La cultura, por tanto, es el concepto más amplio y gran
parte de lo que contiene puede ser inocente ideológicamente, al menos durante
gran parte del tiempo. La hipótesis de que coleccionar pisapapeles victorianos
tardíos contribuye al mantenimiento de un poder soberano no parece muy
interesante en ningún aspecto. En una cultura no todo es ideológico, aunque
cualquier cosa que pertenezca a ella podría serlo. La cultura es un término
funcionalmente variable, en el sentido de que lo que puede ser cultural en un
contexto puede no serlo en otro. Esto es en concreto cierto si consideramos que
la cultura es lo que hace que la vida merezca la pena en vez de lo que la mantiene
en marcha. Intercambiar regalos puede ser una práctica cultural para nosotros,
pero en algunos órdenes sociales premodernos puede estar unido a la necesidad
económica. Beber alcohol es una cuestión cultural, pero dejaría de serlo si
fuera la única forma de apagar una sed insoportable. Los supervivientes de un
accidente aéreo en algún lugar remoto que rompen el compartimento de la bebida
no están organizando una fiesta. Una actividad puede ser cultural en el sentido
de decorativa o no funcional, y no cultural en el de satisfacer una necesidad
biológica. En Qatar puedes llevar la cabeza cubierta como símbolo de tu
identidad cultural, pero también para evitar una insolación.
La ideología también es funcionalmente
variable. Lo que puede ser ideológico en un momento o lugar puede no serlo en
otro. Una flexión casual del brazo puede convertirse en otro contexto en un
saludo fascista. Que haya rosas blancas y rojas es ideológico sólo si estas
flores se convierten en símbolos en la lucha por el poder. Las predicciones
meteorológicas de la televisión sólo son ideológicas si el presentador insiste
obsesivamente que en Corea del Norte el tiempo es mucho peor que en Estados
Unidos. No es ideológico que en las guarderías se enseñe a los niños a atarse
los cordones de los zapatos, pero es
ideológico enseñarles que han de emplear su talento juiciosamente a fin de
obtener los máximos beneficios. La frase “Me gustaría una taza de té fuerte” en
sí misma no es ideológica, pero podría serlo si, por ejemplo, fuera un código preestablecido
de “que las tropas abra fuego de inmediato sobre la manifestación de
estudiantes”.
No se puede hablar de prácticas culturales en
términos de inteligencia. No es inteligente beber Bacardi o estúpido bailar
flamenco. Pero la ideología es otra cuestión. Aunque gran parte de ella puede
ser verosímil, intrincada y compleja teóricamente, su presencia con frecuencia
se hace sentir con un descenso inexplicable de la temperatura intelectual.
Cuando personas que en otras circunstancias son experimentadas y listas sueltan
frases como “Los parados podrían encontrar trabajo si se lo propusieran” o “En
Gran Bretaña la población musulmana habrá superado a la no musulmana para el
año 2025” ,
se puede detectar la actuación de fuerzas que escapan al raciocinio.
La cultura no siempre es un instrumento del
poder. También puede ser una forma de resistencia. Enseguida veremos que, para
el filósofo Edmund Burke, esto es cierto del ámbito político, pero también
puede serlo de la cultura artística e intelectual. La afirmación de que el
canon literario es un bastión de oscurantismo político es sin duda absurda. Lo
cierto es que buena parte de la minoritaria “alta” literatura es mucho más
subversiva políticamente que la mayoría de la cultura popular. Únicamente en
términos ingleses sólo hay que mencionar a Milton, Blake, Shelley, Byron,
Hazlitt, Paine, Wollstonecraft, Dickens, Ruskin, Morris, Woolf y Orwell, entre
muchos otros. Es muy difícil sostener que Friends
y Sexo en Nueva York superan a esos
autores en celo revolucionario, o que Lady Gaga y Robbie Williams nos ofrecen
visiones utópicas de camaradería humana que pueden rivalizar con las obras
proféticas de Blake. Es cierto que la música de Justin Bieber llega a mucha
gente corriente, pero lo mismo ocurre con la varicela. Shakespeare alzó la voz
por el comunismo, Milton defendió el regicidio, Blake y Shelley eran
revolucionarios políticos, Flaubert y Baudelaire detestaban a las clases
medias, Rimbaud era anarquista y Tolstoi denunció la propiedad privada. Una habitación propia, de Virginia
Woolf, es uno de los textos de no ficción más radicales jamás escritos por un
autor literario británico. Es cierto que la idea de canon literario con
frecuencia se ha utilizado de formas inaceptablemente elitistas, pero gran
parte de lo que contiene el canon contradice esa política. En todo caso, hemos
de recordar que la distinción entre “alta” cultura y cultura “popular” no se
corresponde con una diferenciación entre buena y mala. Gran parte de la cultura
popular es excelente, mientras que el canon literario también contiene bastante
material de inferior calidad: pasajes enteros de la poesía de Wordsworth, por
ejemplo. Si varias obras de un autor entran en el canon, buena parte de su
trabajo menos distinguido tenderá a hacer lo propio, con el resultado de que el
canon, con frecuencia, no es defendible, ni siquiera de acuerdo con sus propios
criterios.
Ningún pensador ha articulado la
idea de cultura como el inconsciente social más magníficamente que el escritor
y político del siglo XVIII Edmund Burke. Sin embargo, sospechamos que el nombre
de Burke rara vez –o nunca- se menciona en los cursos de estudios culturales.
Quizá porque se le asocia con una reverencia conservadora por la monarquía, la
Iglesia y la nobleza: unas lealtades que le impulsaron a convertirse en el
oponente británico más feroz e implacable de la Revolución francesa. No
obstante, Burke no era conservador, sino un liberal whig convencido de la necesidad de introducir reformas. Por
ejemplo, estaba entre los principales oponentes a la esclavitud de su época.
Era un entusiasta de la conquista normanda de Bretaña, que llevó al país a sus
antepasados, así como de la llamada Revolución Gloriosa de 1688. Cuando América
empezó a rebelarse contra el dominio británico Burke creía que la reforma en la
colonia no era posible; que, por deplorable que fuera, la revolución era
inevitable; y que era su país el que estaba llevando a sus súbditos coloniales
a la insurgencia. Como miembro del Parlamento trató de disuadir a los otros
políticos del uso de la fuerza contra sus súbditos americanos. En cuanto se
levantaron, Burke defendió su causa contra el dominio británico.
No obstante, desde un punto de vista estricto,
Burke no pertenecía a la nación británica, lo que explica en parte su crítica
feroz a sus políticas coloniales. Procedía de la colonia inglesa más antigua,
Irlanda y su oratoria, según un despreciativo político inglés, John Wilkes,
“apestaba a whisky y patatas”. Aunque había nacido en el seno de una antigua
familia irlandesa, de niño pasó algún tiempo en una escuela al aire libre en el
condado de Cork, hablaba gaélico y sentía una honda compasión por los
campesinos pobres irlandeses. A pesar de ser uno de los políticos más ilustres
de Westminster, Burke simpatizaba con los militantes campesinos clandestinos de
su tierra, y le indignaban las represalias del Gobierno británico. Cuando
escribe sobre los Defenders, uno de los principales grupos insurgentes
irlandeses, que “el defenderismo católico es lo único que contiene a la
Ascendencia Protestante”, se coloca inequívocamente del lado de la rebelión
violenta en Irlanda, y esto por parte de un hombre que ha sido venerado durante
siglos como una fuente de sabiduría de derechas. Si bien no llegó a prestar un
apoyo firme a los revolucionarios United Irishmen, se acercó a la complicidad
con ellos. Burke no sentía una simpatía especial por la revolución política,
pero creía que casi siempre estaba provocada por el trato injusto de un poder
soberano, y que al cabo de un tiempo se hacía inevitable. “Por mucho que la
mente de un hombre esté insensibilizada a la servidumbre –señala-, llega un
punto en que la opresión la subleva contra la injusticia”. Cuando se llega a
ese punto, los gobernantes, en opinión de Burke, no pueden culpar a nadie más que
a sí mismos.
Burke sentía una hostilidad virulenta hacia la
élite anglo-irlandesa gobernante y censuraba su indiferencia por la situación
de los irlandeses pobres. Su objetivo, escribe con su hipérbole característica,
“es mantener sojuzgado al resto [de la gente] reduciéndola a una esclavitud
absoluta bajo un poder militar”. Los derechos de los terratenientes no eran
absolutos, insistía, sino que debían servir para promover el bien común. Aunque
era protestante, fue el defensor más firme en una posición elevada de la causa
irlandesa católica en el siglo XVIII, y denunció las llamadas Leyes Penales,
cuya finalidad era mantener a la población católica en su sitio. Estas leyes,
afirma, son “las más apropiadas para la opresión, el empobrecimiento y la
mortificación de un pueblo, y la degradación en él de la propia naturaleza
humana, que el ingenio pervertido del hombre haya producido jamás”. Las Leyes
Penales en realidad no eran tan monstruosas como sugiere la retórica de Burke
(que tenía talento para la exageración sensacionalista), pero su valor
simbólico como muestra de la supremacía protestante era profundo. En buena
medida, gracias a la influencia de Burke, finalmente fueron derogadas.
Burke creía que el poder era sólo legítimo si
se fundaba en “una comunidad de intereses y en una simpatía de sentimientos y
deseos entre quienes actúan en nombre de cualquier grupo de personas y las
personas en cuyo nombre actúan”. Era precisamente esta comunidad de intereses y
sentimientos lo que a él le parecía que faltaba, con efectos desastrosos, en
Irlanda, así como en la relación colonial entre Gran Bretaña y América.»
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