sábado, 30 de octubre de 2021

Llenos de vida.- John Fante (1909-1983)


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   «El padre John Gondalfo  se presentó dos días después. Al llegar aquella tarde lo vi sentado en la sala, con mi padre y con Joyce. Su aspecto era el del típico hombre duro. Había sido capellán de marines en el Pacífico Sur. Llevaba esperándome una hora. A causa del calor se había quitado la chaqueta, debajo de la cual llevaba una camiseta blanca. El negro vello de su musculoso pecho se colaba por la trama del tejido. Tenía brazos de luchador y se mantenía en forma jugando solo a frontón en el garaje de la parroquia. Era joven, no tendría más de treinta y dos años, con un aceitunado rostro siciliano, nariz rota y pelo cortado al rape. Parecía un medio o un delantero centro de Santa Clara. En cuanto lo vi me di cuenta de que era de ascendencia italiana y el paisanaje no tardó en crear una cruda confianza. Me estrujó los nudillos al darme la mano.
 -Son las cinco y media, Fante. ¿Dónde estaba?
 Le dije que trabajando.
 -¿A qué hora sale?
 Le dije que poco después de las cuatro.
 -¿Las cuatro? ¿Dónde ha estado esta hora y media?
 Le dije que en Lucey’s, tomando un whisky.
 -¿No sabe que su mujer está embarazada?
 Joyce estaba en un sillón, con el montículo apoyado con indolencia en su vientre y con las piernas algo separadas para sujetarlo. Adoraba al padre John. También percibí la admiración de mi padre, así como una ligera hostilidad hacia mí.
 -¿Qué tiene de malo beber aquí, en su propia casa? –dijo el padre John-. ¿Con su mujer y este gran hombre que es su padre? ¿Se le ha ocurrido alguna vez?
 Sus hombros me impresionaban, y  la intensa negrura de sus ojos.
 -Claro, padre. También bebo en casa y mucho.
 -Ya es hora de que se enfrente a sí mismo, Fante.
 -Sin duda, padre, pero…
 -No discuta conmigo, joven. ¿Cree que acabo de llegar en el ferry de Hoboken?
 Yo no quería discutir con nadie. Al mirar a Joyce, me di cuenta de que el espíritu de la admonición del padre John la había contagiado. En aquel momento me descalificaba totalmente. También mi padre, que estaba sentado delante de una botella de vino, humedeciéndose los labios y confirmando sabiamente con la cabeza las palabras del sacerdote.
 El padre John dio una palmada, se frotó las manazas con fuerza y dijo:
 -Bueno, vayamos al asunto. Fante, su mujer quiere entrar en la Santa Madre Iglesia Católica. ¿Alguna objeción?
 -Ninguna, padre.
 Y era la pura verdad. No podía haber objeciones. Sí, se me daba la posibilidad de desear otra cosa, la esperanza de que pospusiera temporalmente su decisión, pero era otra historia.
 -¿Y usted? Aquí su padre, este hombre grande y extraordinario, me ha contado que trabajó como un esclavo para proporcionarle una esmerada educación católica. Pero ahora lee libros y, si me lo permite, escribe libros. ¿Qué tiene contra nosotros, Fante? Debe de ser usted muy inteligente. Cuéntemelo todo. Escucho.
 -No tengo nada contra la Iglesia, padre. Es sólo que quiero pensar…
 -¡Ah!, ¿conque es eso? La infalibilidad del Santo Padre. Así que quiere saber si el obispo de Roma es realmente infalible en cuestiones de fe y moralidad. Fante, se lo aclararé de una vez para siempre: lo es. ¿Qué más le preocupa?
 Me acerqué a mi padre, me hice con la botella y bebí un trago. El repentino ataque del padre John me había dejado aturdido y necesitaba tener tranquilas las ideas.
 -Verá, padre. La Santísima Virgen…
 -Yo le explicaré lo de la Santísima Virgen, Fante. Permítame exponérselo con claridad y sin ambigüedades. María, madre de Dios, fue concebida sin pecado y al morir ascendió a los cielos. Un hombre de su inteligencia tiene que comprenderlo.
 -Sí, padre. Lo aceptaré por el momento. Pero en la misa, en la eucaristía…
 -La eucaristía es la transformación del pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo. ¿Qué más le inquieta?
 -Verá, padre. Cuando un hombre se confiesa…
 -Cristo dio a sus sacerdotes el poder de perdonar pecados cuando dijo: “Recibid el Espíritu Santo. Los pecados que perdonéis serán perdonados; y los pecados que no borréis no serán borrados”. Lo dice el Nuevo Testamento. Léalo.
 -Entiendo las palabras, padre. Pero en el dogma del pecado original…
Resultado de imagen de john fante llenos de vida -¡Ja! ¡De modo que es eso! Por pecado original entendemos que como descendientes de nuestros primeros padres somos concebidos en pecado y así permanecemos hasta que recibimos el glorioso sacramento del bautismo…
 -Sí, padre, eso ya lo sé. Pero la resurrección…
 -¿La resurrección? Por el amor del cielo, Fante, si es muy sencillo. Cristo nuestro Señor fue crucificado, resucitó de entre los muertos y ahí tenemos la inmortalidad prometida a todos sus hijos. ¿O prefiere morir como un perro, condenado eternamente al olvido?
 Di un suspiro y tomé asiento. Era imposible decir nada más. Mi padre carraspeó y esbozó una ligera sonrisa mientras empinaba la botella. Había en sus ojos una cordialidad curiosa. La ceniza que se le desprendió del cigarro aterrizó de cualquier manera en sus muslos.
 -El muchacho lee demasiado, padre. Hace años que se lo digo.
 Ahora era “el muchacho”.
 -Me gusta leer, papá. Es parte de mi profesión.
 -Y esos libros, padre. Control de natalidad, me lo dijo él mismo.
 -¿Control de natalidad? –El padre John sonrió con tristeza mientras cabeceaba-. Yo le diré lo que es el control de natalidad en la Iglesia católica. No existe.
 -Ya se lo dije yo, padre. Le dije: “No me gusta eso”. La culpa no es de la chica. Ella es protestante. No se da cuenta. Pero él… él me lo dijo. “Me gusta controlar a mi familia”, así me lo dijo, hace un par de días. A mí, a su propio padre.
 -Algo así le dije –admití-. Pero a lo que me refería, padre, era a que mis ingresos…
-¿Lo ve usted? –intervino mi padre-. Llevan casados casi cuatro años. Tiempo de sobra para dos hijos, un niño y una niña. Nietos. Pero ¿están aquí, padre? Suba esas escaleras. Mire en todas las habitaciones, debajo de las camas, en los armarios. No los encontrará. Nicky y Philomena. Nicky tendría ahora tres años y hablaría con su abuelo. La niña daría ahora sus primeros pasos. ¿Los ve en esta casa, padre? Salga al patio trasero; mire en el garaje. No, no los encontrará, porque no están aquí. ¡Y la culpa es de él! –me señaló con el dedo, el de la uña rota.
 -Para ya, papá.
 -No pienso parar. Quiero saberlo, porque soy su abuelo. ¿Dónde está Nicky? ¿Dónde está Philomena?
 -¿Cómo quieres que lo sepa?
 Joyce se acercó a mi padre y se sentó junto a él. Le asió la rojiza zarpa y le habló con dulzura.
 -No ha habido otros, papá Fante. Se lo digo con el corazón en la mano.
 No había que tratarlo así, porque podía tomarle gusto al sentimentalismo. Dicho y hecho: puso cara de compunción, le tembló la barbilla, se le humedecieron los ojos. Quise advertir a Joyce con la mirada. Era cierto que me había opuesto al embarazo hasta que pudiéramos permitírnoslo. También era verdad que ella había aceptado arriesgarse sin dinero. Pero nunca se me había ocurrido pensar que aquellas ocasiones fueran entidades humanas concretas, ni dar nombre a los niños no concebidos, y en aquellos instantes veía el duelo y la melancolía en el rostro de Joyce, arrastrada por el estado de ánimo de mi padre.
 - Hablo de mi sangre –prosiguió mi padre-. Hay dos a los que no veré nunca, pero están aquí, en alguna parte y su abuelo no se siente bien, porque no puede comprarles helados.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2008, en traducción de Antonio-Prometeo Moya, pp. 103-108. ISBN: 978-84-339-7484-6.]

miércoles, 27 de octubre de 2021

La marquesa de O... y otros cuentos.- Heinrich W. von Kleist (1777-1811)


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Los desposorios en Santo Domingo


  «En Puerto Príncipe, en la parte francesa de la isla de Santo Domingo, a principios de este siglo, cuando los negros mataron a los blancos, vivía en la plantación del señor Guillaume de Villeneuve un viejo negro temible llamado Congo Hoango. Éste, que provenía de la Costa de Oro africana, y que en su juventud parecía de carácter bondadoso y fiel, fue colmado de innumerables beneficios por parte de su señor, al que en otro tiempo, durante un viaje a Cuba, había salvado la vida. No solamente don Guillermo le concedió la libertad en aquel mismo instante, sino que además, a su regreso a Santo Domingo, le concedió casa y granja, y pasados unos años, aunque no había tal costumbre en la isla, le hizo administrador de sus considerables posesiones, y como no quisiera volver a casarse le dio para sustituir a su mujer a una vieja mulata llamada Babekan, que vivía en la plantación y con la cual su difunta mujer estaba emparentada. Bien, como el negro llegase a la edad de sesenta años, le concedió una cantidad muy considerable como jubilación y llegó a la cumbre de sus beneficios, dejándole un legado en su herencia; pero todas estas muestras de agradecimiento no pudieron librar al señor de Villeneuve de la furia de aquel ser rabioso. Congo Hoango fue el primero en coger el fusil cuando el torbellino de furor que se desató sobre las plantaciones como consecuencia de las medidas irreflexivas de la Convención Nacional, y recordando la tiranía que le había arrancado de su patria, metió un tiro a su amo en la cabeza. Luego incendió la casa donde se había refugiado la esposa de éste con sus tres hijos y el resto de la colonia de blancos, devastó la plantación entera a la que tenían derecho los herederos que vivían en Puerto Príncipe y, como todas las plantaciones eran semejantes, reunió a los negros y los armó para acudir en ayuda de sus compañeros en su lucha contra los blancos. Tan pronto acechaba a los fugitivos que en grupos armados atravesaban la región como caía en pleno día sobre los plantadores que permanecían en las edificaciones y pasaba a cuchillo todo lo que encontraba.
 Dominado por su inhumano deseo de venganza, incluso exigió a la vieja Babekan y a su hija, una joven mestiza de quince años llamada Toni, que tomaran parte en esta guerra rabiosa que le rejuvenecía; y como los edificios principales de la plantación en la que ahora vivía estaban deshabitados y muy próximos a la calle principal, de manera que durante su ausencia se refugiaban en ellos los fugitivos blancos y criollos que iban en busca de comida y refugio, adiestró a las mujeres para que entretuviesen con socorros y halagos a los perros blancos, pues así los llamaba, hasta su regreso.
 Babekan, que padecía de tuberculosis como consecuencia de unos crueles castigos que había sufrido durante su juventud, acostumbraba en estos casos a vestir con las mejores galas a la joven Toni, que debido a su color tostado servía muy bien para estas crueles argucias; animaba a la joven a que no negase a los desconocidos caricia alguna, excepción hecha de la última, que le había sido prohibida bajo pena de muerte, así que cuando Congo Hoango volvía con la tropa de negros de sus correrías por la región, la suerte que esperaba a los desgraciados que habían sido atraídos por aquellas malas artes, era la muerte.
 Como todos saben, en el año de 1803, cuando el general Desalines avanzó con trece mil negros hacia Puerto Príncipe, todo aquel cuyo color era blanco se aprestó a defender la plaza, pues era el último baluarte del poder francés en la isla, y si caía esta plaza todos los blancos que allí se encontraban estaban perdidos sin remisión.
 Sucedió, pues, que precisamente en ausencia del viejo Congo Hoango, que se había marchado en compañía de todos los negros para ayudar al general Desalines a transportar un cargamento de pólvora y plomo a través de las filas francesas, sucedió que en una noche lluviosa y tormentosa alguien golpeó a la puerta de atrás de la casa. La vieja Babekan, que yacía en el lecho, se levantó, y echándose una falda por encima abrió la ventana y preguntó quién era: “Por la Virgen y todos los Santos –dijo el desconocido en voz baja, acercándose a la ventana-, contestadme a esta pregunta, antes que me descubra”, y alargó la mano en la oscuridad de la noche, con intención de coger la mano de la vieja, preguntando: “¿Sois negra?” Babekan dijo: “Entonces seguro que sois un blanco, ya que esta tenebrosa noche os parece mejor que cualquier negra. Entrad –añadió-, y no temáis nada; aquí vive una mulata, la única que está en la casa conmigo, es mi hija, una mestiza”. Al decir esto cerró la ventana, como si fuera a bajar y a abrirle la puerta; y con el pretexto de que no encontraba la llave, después de coger algunos vestidos, corrió a la habitación de su hija, a la que despertó diciendo: “¡Toni! ¡Toni!” “¿Qué sucede, madre?” “¡Rápido! –dijo-. ¡Levántate y vístete! Aquñi tienes los vestidos, ropa blanca y medias. Un blanco, al que persiguen, está a la puerta y solicita que le dejemos entrar”. Toni preguntó: “¿Un blanco?” medio incorporándose en la cama. Cogió los vestidos que la vieja tenía en la mano y dijo: “¿Está solo, madre? No hemos de temer nada. ¿Y si le dejamos pasar?” “¡Nada, nada! –repuso la vieja, que traía luz-. Está solo y desarmado y el miedo hace temblar todos sus miembros”. Y mientras Toni se levantaba y se ponía el vestido y las medias, encendió el gran farol que estaba en un rincón del cuarto, anudó rápidamente el pelo de la joven, al estilo del país, en lo alto de la cabeza, y después que le hubo atado el justillo, le puso un sombrero, diole el farol en la mano y le ordenó dirigirse al patio para ir en busca del desconocido.
Resultado de imagen de heinrich von kleist la marquesa de o Entretanto, como ladrasen los perros, se despertó un niño llamado Nanky, que Congo Hoango había tenido como hijo natural de una negra y que dormía con su hermano Seppy en los edificios contiguos, y como viese al resplandor de la luna a un hombre que estaba cerca de la escalera de la parte posterior de la casa, se apresuró a ir hacia la puerta del patio por la que el desconocido había entrado, y como ya había hecho otras veces, le echó el cerrojo. El desconocido, que no comprendía qué significaban todos estos preparativos, preguntó al niño, después de comprobar con espanto que era un negro, quién vivía en estos establecimientos, y como escuchase la respuesta de que todo aquello pertenecía al negro Congo Hoango después de la muerte del señor de Villeneuve, estaba ya a punto de dar un empujón al niño, quitarle la llave del patio que llevaba en la mano y dirigirse al campo, cuando apareció Toni con un farol en la mano: “Rápido –dijo cogiéndole de la mano y haciéndole entrar-, venid aquí”. Hizo lo posible mientras decía esto para que la luz le diera de lleno sobre el rostro: “¿Quién eres? –dijo el desconocido, luchando por desprenderse y mirando su rostro con interés, por más de un motivo-. ¿Quién vive en esta casa, donde según me dices vas a salvarme?” “Nadie, por la luz del sol –dijo la muchacha-, nadie más que mi madre y yo”, y procuraba apresuradamente hacerle entrar. “¿Cómo que nadie? –exclamó el desconocido mientras, dando un paso atrás, se desprendía de su mano-. ¿Acaso no me ha dicho ese niño que aquí vive un negro llamado Hoango?” “Yo te digo que no –repuso la muchacha, mientras golpeaba el suelo con el pie en señal de desagrado-, y aunque esta casa perteneciese al sanguinario que lleva tal nombre, ahora está ausente y lejos de aquí más de diez millas”. Después de haber dicho esto, cogió al desconocido con las dos manos y le hizo entrar en la casa, dio órdenes al niño de que no dijese a nadie quién había entrado y después de haber traspasado la puerta, llevando al desconocido de la mano, le hizo subir las escaleras y le condujo al cuarto de su madre.
 “Bueno –dijo la vieja, que había escuchado la conversación desde lo alto de la ventana y había visto que era un oficial-. ¿Qué significa esa espada que lleváis bajo el brazo, dispuesta a dar mandobles? –y añadió mientras se encajaba bien las gafas-: Os hemos acogido en vuestra huida en nuestra casa, con peligro de nuestras vidas, y veo que habéis venido a pagar una buena acción con una traición, según es costumbre de vuestros compañeros”. “El cielo me valga”, repuso el desconocido, que estaba frente a ella. Cogió la mano de la vieja, la puso sobre su corazón y después de lanzar algunas miradas temerosas por la habitación, se desciñó la espada que llevaba al cinto y dijo: “¡Aquí tenéis ante vosotros a uno de los seres más desgraciados, pero jamás ingrato ni malvado!” “¿Quién sois?” preguntó la vieja, acercándole una silla, al tiempo que ordenaba a la muchacha que fuese a la cocina para que le trajese lo antes posible algo de cenar. “Soy un oficial de las fuerzas francesas, aunque como podréis juzgar no soy francés; mi patria es Suiza y mi nombre es Gustavo de Ried. ¡Ojalá nunca la hubiese abandonado a cambio de esta desgraciada región! Vengo de Fort Dauphin, donde, como ya sabréis, todos los blancos han sido asesinados, y tengo intención de llegar a Puerto Príncipe antes de que el general Desalines llegue con las tropas a su mando y le ponga sitio”. “¿De Fort Dauphin? –exclamó la vieja-. ¿Y con el color de vuestro semblante habéis podido atravesar todo este camino por medio de esta región de negros sublevados?”»

    [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2005, en traducción de Carmen Bravo-Villasante, pp. 85-90. ISBN: 84-206-5886-3.]

sábado, 23 de octubre de 2021

El siglo de los cirujanos.- Jürgen Thorwald [Heinz Bongartz] (1915-2006)


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Fiebre

Escutari

  «En 1876 la cesárea todavía era, para los tocólogos, un tétrico fantasma cuyas consecuencias, salvo muy pocos casos, eran el fracaso y la muerte: muerte por shock, por hemorragia interna y, sobre todo, por peritonitis. Ningún historiador de la medicina podía informar de quién fue el primero que junto al lecho de una mujer llevada al borde de la muerte por la lenta tortura de las infructuosas contracciones del parto, echó mano de un cuchillo y mediante un corte desesperado abrió el vientre y la matriz de la moribunda.
 Una leyenda de dudoso origen asegura que César, el primer emperador de Roma, fue sacado del vientre de su madre mediante un corte; más tarde el nombre de César se interpretó como una derivación de caesus que, a su vez, podía traducirse por “sacado por corte”. Pero la leyenda de que César nació por un corte del vientre de su madre, no demostraba que los romanos hubiesen practicado con éxito el corte llamado cesárea.
 Lo único cierto es que tanto en la antigüedad como muy entrada la Edad media se había conocido el parto por corte del vientre de las madres muertas. En este punto tuvo su parte la influencia de la Iglesia católica al exigir que había que recurrir a todos los medios para bautizar a todos los niños sin distinción. La Iglesia había dejado de sentir su peso en la promulgación de la “Lex Regia”, en virtud de la cual se prohibía enterrar a mujeres muertas a causa de dolores infructuosos de parto, antes de intentar en su vientre la extracción del hijo con el fin de bautizarlo.
 En antiguos escritos aparecidos en el Renacimiento, animado por un nuevo sentido de la vida, había informes acerca de cesáreas practicadas en mujeres vivas, y en 1581 se publicaba en París el primer manual sobre dicha operación. Su autor era François Rousset, médico del duque de Saboya y teórico también de la nefrotomía. Fue el primero en describir la cesárea en una mujer viva. Rousset recomendaba la práctica de la cesárea cuando los niños eran demasiado corpulentos, cuando se trataba de gemelos, cuando las criaturas habían muerto en el vientre materno y cuando las vías del parto eran insuficientes. El concepto “estrechez de las vías del parto” apareció por primera vez en su obra, aunque en rigor era todavía muy vago. Rousset proponía que se abriera el vientre mediante un corte en el lado izquierdo. Escribía que el dolor de tal corte carecía de importancia frente al martirio sufrido con anterioridad por las parturientas en el proceso infructuoso del parto. Recomendaba abrir la matriz, sacar con las manos la criatura y las secundinas y cerrar la pared abdominal mediante suturas y parches. Decía que el corte practicado en la matriz no debe suturarse, pues la musculatura al contraerse ejercía tal fuerza que volvía a mantener cerrada automáticamente la abertura de la incisión. Aseguraba que durante la operación no se producirían hemorragias, puesto que la criatura, durante el largo tiempo del embarazo, había absorbido toda la sangre de la madre. El sobrante se había transformado en leche. El libro de Rousset fue durante siglos el único manual existente al que sin duda acudieron muchos médicos en caso de extrema necesidad. Entretanto, pronto se llegó a la convicción de que Rousset no había practicado jamás una cesárea y que lo más probable era que nunca hubiera presenciado una operación semejante. Así pues, el hombre que sirvió de guía en la larga serie de sangrientas cesáreas llevadas a cabo en mujeres vivas con la consiguiente muerte de éstas –salvo causales excepciones- era un teórico con un bagaje muy pobre de ideas acerca de la anatomía y fisiología humanas.
 Tuvieron que pasar ciento cincuenta años para que un tocólogo francés tomara la palabra en la cuestión de la cesárea. Era Deleury. Entretanto se había inventado el fórceps. Deleury hizo un ensayo práctico y en 1778 informó sobre una operación en que la madre salvó la vida. Si la operación tuvo en realidad el éxito indicado por él, tiene que considerarse como un caso único en su especie. Porque en la inmensa mayoría de los casos, el precio pagado por cualquier intento de extraer el hijo mediante la cesárea, seguía siendo la muerte de la madre a consecuencia de una infección.
 El médico francés Lebas de Moulleron hizo por primera vez un descubrimiento que le dio mucho que pensar. En autopsias de mujeres muertas después de la cesárea, comprobó que la herida de la matriz no se había cerrado por la fuerza contráctil de la musculatura, tal como había asegurado Rousset y se había creído sin discusión durante siglos. Todo lo contrario: dicha herida se presentaba completamente abierta. Terribles hemorragias posteriores de los vasos de la matriz habían inundado en algunos casos la totalidad de la cavidad abdominal suturada, matando en pocas horas a la operada. Pero Lebas descubrió también con mucha frecuencia verdaderos ríos de pues que partiendo de la matriz habían llenado la cavidad abdominal y conducido a una peritonitis de mortales consecuencias. Lebas fue el primer médico de la historia que sospechó el peligro de infección mortal a causa de la abertura de la matriz y que trató de cerrar la herida practicada en ella, mediante sutura. Pero ahí le acechaba una nueva sorpresa: no había sutura capaz de resistir las contracciones posteriores al parto. Los pocos hilos y sencillos nudos de ésta, desgarraban los tejidos a consecuencia de tales contracciones. La incisión volvía a abrirse como antes y Lebas tuvo que renunciar.
 Así terminó el siglo XVIII. Llegó el XIX y transcurrió su primera mitad sin que se adquirieran nuevos conocimientos ni recogiera nadie las sospechas de Lebas y prosiguiera sus ensayos.
 Edoardo Porro conocía a la perfección la historia de la cesárea, y el día que Julia Covallini acudió a él, era ya uno de los cirujanos que ante los numerosos casos de muerte por fiebre purulenta se resistían a creer en el factor casualidad. Desde hacía muchos años, desde que sus primeros intentos de salvar la vida de las mujeres mediante la cesárea terminaron con mortales supuraciones del peritoneo, andaba a la busca de una explicación de ello mediante una ley.
Resultado de imagen de thorwald jurgen el siglo de los cirujanos Porro había estudiado también las antiguas ideas de Lebas. En su consecuencia se preguntaba si éste no tendría razón. En efecto, ¿no había incurrido Rousset en un terrible error al estimar que la matriz vacía debía reintroducirse en el vientre por la herida practicada en la pared abdominal, sin suturar el corte practicado en aquélla? ¿No era falsa la tesis de Rousset –aceptada por todos los médicos con rarísimas excepciones a lo largo de casi trescientos años- según  la cual los músculos de la matriz volvían a unir los bordes de la herida por presión automática?
 Porro permaneció durante años enteros estrechado por el cerco de tales preguntas e ideas. Si el corte hecho en la matriz era causa de muerte, ¿cómo cerrar a las materias mortíferas que se albergaban en dicho corte el camino que había de llevarlas a la cavidad abdominal? Pero si no era posible en absoluto cerrar la supuesta puerta por la cual penetraba la muerte, ¿dónde encontrar el camino de la salvación? Hacía mucho tiempo que Porro se ocupaba en la idea de tal camino. Se había resistido reiteradamente a seguirla hasta el final porque presentía la solución radical que acechaba tras ella. Sin embargo, no podía esquivarla. Si no era posible obstruir la supuesta vía por donde discurría la muerte, ¿no habría que proceder a eliminar por completo la causa? Para salvar la vida de la madre, ¿no debería extirparse la totalidad de la matriz después de efectuada la cesárea?
 Un radicalismo tan consecuente era sin duda algo horrible, por cuanto suponía una mutilación de la mujer operada y justamente una mutilación absolutamente irreparable. Hacía mucho tiempo que Porro luchaba con su propia conciencia sin atreverse a tomar una resolución firme. Cuando veía morir a una parturienta a la que como último recurso se había practicado la cesárea, sentía que se acercaba de una manera creciente a dicha resolución y presentía la llegada de la hora en que le sería imposible esquivarla, a menos de querer echar sobre su conciencia el peso torturador de poseer un posible camino salvador junto a su negativa de seguirlo.
 Porro estaba solo con su conciencia y con Dios, y así estuvo durante tres semanas en el transcurso de las cuales esperó en vano la aparición de una señal del parto incipiente.
 En la mañana del 21 de mayo de 1876 anunció una hermana que se habían presentado en “la Covallini” los primeros dolores del parto. Poco después, a las diez, le informó un ayudante que había reventado la bolsa amniótica de la parturienta y que el líquido amniótico se estaba derramando sin que hubiesen aumentado los dolores activos del parto.
 Por la tarde, a las cuatro cuarenta, Edoardo Porro pidió el escalpelo. Julia Covallini, sumida en profunda narcosis de cloroformo, yacía gimiendo ligeramente sobre la vieja mesa de madera manchada y descolorida que por entonces se usaba en San Matteo para las operaciones.
 Porro empezó la intervención a las cuatro cuarenta y dos. En el informe escrito por él se consigna esta hora precisa. Practicó la incisión en el abdomen abultado y tenso. Dicha incisión partía del ombligo y seguía hacía abajo por la línea alba. Uno de los ayudantes separó con los dedos los bordes del corte. Debajo de éste, contraída, apareció la matriz con el niño en su interior. La herida del vientre apenas sangraba.
 Porro cortó la matriz.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1999, en traducción de E. Donato Prunera, pp. 171-175. ISBN: 84-233-3091-5.]